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El orador, pues, da algo que no promete, a saber, un juego distraído de la imaginación; pero quita también algo de lo que promete, o sea el ejercicio que de él se espera y que tiene por objeto ocupar seriamente el entendimiento.El poeta, al contrario, promete menos y no anuncia más que un simple juego de las ideas, pero nos da algo digno de nuestra ocupación, porque ofrece jugando un alimento al entendimiento, y vivifica los conceptos por medio de la imaginación. Por consiguiente, el primero da en realidad menos de lo que promete, y el segundo da más. 2. Las artes figurativas, o las que buscan la expresión de ciertas ideas en la intuición sensible (y no en las simples representaciones de la imaginación excitadas por palabras) represen- tan o la realidad sensible, o la apariencia sensible. De un lado está la plástica y de otro la pintura. Estas dos forman figuras en el espacio, para expresar las ideas, mas las figuras de la plástica son perceptibles por dos sentidos, la vista y el tacto (aunque relativamente a este último, no tiene por objeto más que la belleza), las de la pintura no lo son más que por la vista.
Las dos tienen por principio en la imaginación una idea estética (un arquetipo, un modelo), mas la figura que constituye la expresión de esta idea (el ecti-po, la copia), es dada, o bien en su extensión corporal (como es el objeto mismo), o bien según la imagen que se forme de él en el ojo (según su apariencia superficial), y en el primer caso se puede tener en cuenta y dar por condición a la reflexión, o un objeto real, o solamente la apariencia de un objeto semejante.La plástica, o la primera especie de bellas artes figurativas, comprende la escultura y la arquitectura. La primera representa en una exhibición corporal los conceptos de las cosas que podrían existir en la naturaleza (mas teniendo en cuenta, como perteneciente a las bellas artes, la finalidad estética); la segunda, da una exhibición semejante a los conceptos de las cosas que no son posibles más que por el arte, y cuya forma no tiene su principio en la naturaleza, sino en algún fin arbitrario, y no debe perder de vista tampoco la finalidad estética.
En esta última especie de arte, el objeto de arte es destinado a un cierto uso al cual se hallan subordinadas las ideas estéticas como a su condición principal.Así las estatuas de hombres, de dioses, de animales, etc., pertenecen a la primera especie de arte; mas los templos, los edificios destinados a las reuniones públicas, y aun la habitaciones, los arcos de triunfo, las columnas, los mauso-leos y todos los monumentos elevados en honor de ciertos hombres, pertenece a la arquitectura. Aun se pueden referir a ella los muebles (los objetos de carpintería y los utensilios de este género), porque la apropiación de una obra a cierto uso, es lo propio de una obra de arquitectura74; al contrario, una obra puramente plástica75 que es hecha únicamente para la vista y debe agradar por sí misma, no es, en tanto que exhibición corporal, más que una imitación de la naturaleza, pero que tiene, siempre en cuenta las ideas estéticas, y la verdad sensible; no debe jamás llevarse tan lejos que deje de parecer un arte y una producción de la voluntad.
La pintura o la segunda especie del arte figurativo que representa una apariencia sensible ligada a las ideas por medio del arte, puede dividirse en arte de bien pintar la naturaleza, y en arte de bien arreglar sus producciones.La primera será la pintura propiamente dicha; la segunda, el arte de la jardinería. En efecto, aquella no da más que la apariencia de la extensión corporal; esta, dando extensión en su verdad, no presenta más que una apariencia de utilidad, no tiene en realidad otro objeto que poner en juego la 74 Bauwerk. 75 Bilwerk. imaginación por medio de las formas que ofrece a nuestra contemplación76.
La última consiste únicamente en adornar el suelo con las diversas cosas que halla en la naturaleza (como el cés-76 Parece extraño mirar el arte de la jardinería como un especie de pintura, aunque dé a sus formas un exhibición corporal; pero como se han sacado de la naturaleza (por ejemplo: los árboles, los arbustos, el césped y las flores que se han sacado cuando menos primitivamente, de los bosques y los campos), y que por consiguiente, no es un arte como el de la plástica, y no se halla menos subordinado en su composición a un concepto del objeto y a un fin determinado (como la escultura), sino que no tiene otro objeto que el libre juego de la imaginación en la intuición, se concierta así con la pintura que no tiene tema determinado, acercando el aire, la tierra y el agua, exponiéndolos al sol y la sombra.En general el lector no debe mirar esto como un trabajo definitivo, sino como un ensayo por el cual intenta referir las bellas artes a un principio que sea el de la expresión de las ideas estéticas (por analogía con la palabra).
ped, las flores, los arbustos y los árboles, y aun las aguas, las colinas y los valles); mas arre-glándolos de otro modo, y conforme a ciertas ideas.Por lo que un bello arreglo de las cosas corporales, no se hace más que para la vista, como la pintura, y el sentido del tacto no puede darnos ninguna representación instintiva de semejante forma. Yo referiría todavía a la pintura, entendiéndola en un sentido lato, lo que sirve para la decoración de las habitaciones, como los tapetes y las guarniciones de chimenea y de armario, etc., y todo mueble bello que no es hecho más que para la vista, así como el arte de vestir con gusto (como todas las cosas que sirven para la compostura, como los ani-llos, las cajas, etc.)
En efecto; un jardín de diversas flores, un cuarto lleno de toda especie de adornos (y comprendiendo aun las decoracio-nes de la mujer), forman en un día de fiesta una especie de pintura, que como las pinturas propiamente dichas (cuyo objeto no es enseñar historia alguna o algún conocimiento natural), sirve simplemente para la vista, y no tiene otro objeto que entretener la imaginación en un libre juego de ideas, y ocupar el juicio estético sin concepto determinado.Puede haber en todos estos adornos trabajos mecánicos muy diversos que exigen diferentes artistas; mas el juicio que forma el gusto sobre lo que es bello en esta especie de arte, es siempre determinado de la misma manera: no juzga más que las formas, sin consideración de objeto, tal y como se presentan a la vista aisladas o reunidas, y conforme al efecto que hacen sobre la imaginación.
Se ve por qué el arte figurativo puede referirse (por analogía) al gesto que hace parte del lenguaje; es que el alma del artista da por medio de sus formas una expresión corporal a su pensamiento y al modo de este, y hace hablar a la cosa misma como un lenguaje mímico.Es este un juego muy frecuente de nuestra fantasía, que supone en las cosas inanimadas un alma que nos habla por sus formas. 3. El arte de producir un bello juego de sensaciones (que vienen de fuera), que debe poderse también participar universalmente, no puede versar sobre otra cosa que sobre la proporción de los diversos grados de la disposición (de la tensión), del sentido, a que pertenece la sensación, es decir, sobre el todo de este sentido; y así entendido con latitud, como el juego del arte puede poner en movimiento las sensaciones del oído, o las de la vista, el arte se puede dividir en arte de la música y arte del colorido.
Es notable que estos dos sentidos, además de la capacidad que tienen de recibir tantas impresiones como sea necesario, para recibir por medio de estas impresiones, los conceptos de objetos exteriores, son todavía capaces de una sensación particular que en ellos se mezcla, y cuyo sujeto no puede decidir si aquella tiene su principio en los sentidos o en la reflexión; y que este poder de afectar puede faltar alguna vez, sin que por otra parte falte nada al sentido, en tanto que sirve al conocimiento de los objetos, y aunque pueda ser singularmente sutil.Así no se puede decir con certeza, si un color o un to-no (un sonido), debe ser colocado entre las sensaciones agradables, o es ya en sí un bello juego de sensaciones, y contiene este título una satisfacción ligada a su forma, en el juicio estético.
Cuando se piensa en la velocidad de las vibraciones de la luz o del aire, que excede mucho en apariencia, toda nuestra facultad del juzgar inmediatamente, en la percepción, las proporciones de la división del tiempo por estas vibraciones, se creerá que no sentimos más que el efecto sobre las partes elásticas de nuestro cuerpo, pero nosotros no notamos y no podemos juzgar la división del tiempo por estas vibraciones, y que así sólo lo agradable, y no la belleza de la composición, se halla ligado a los colores y a los tonos.
Mas si de otro lado, en primer lugar, se consideran las relaciones matemáticas, que se puede demostrar como que constituyen la proporción de las vibraciones en la música y el juicio que de ellas formamos, y se juzga la distinción de los colores, como es debido, por analogía con la música; si en segundo lugar, se refieren los ejemplos, aunque raros, de hombres que no han podido distinguir los colores, con la mejor vista del mundo, o los tonos, con el oído más delicado, mientras que otros que tienen esta facultad, hallan notables77 deferencias en la percepción de un color o de un sonido que varía (no digo tan sólo en cuanto al grado de la sensación), según los diversos grados de la escala de los colores o de los tonos, nos podríamos entonces muy bien ver obligados a no considerar solamente las sensaciones de los colores y los sonidos como simples impresiones sensibles, sino como el efecto de un juicio que formamos sobre, una cierta forma en el juego de muchas sensaciones.
Según que se adopte una u otra opinión en la determinación del principio de la música, se nos llevará a de-finirla o según lo hemos hecho como un bello 77 Beyreifliche.juego de sensaciones (auditivas), o simplemente un juego de sensaciones agradables. La primera definición refiere por completo la música a las bellas artes, la segunda no constituye más que un arte agradable (al menos en parte). § LII La unión de las bellas artes en una sola y misma producción La elocuencia puede estar unida con la pintura de sus sujetos y sus objetos en una pieza de teatro; la poesía con la música en el canto; este a su vez con la pintura (teatral), en una ópera; el juego de las sensaciones que constituye la música con el de las formas, en el baile, etc. La exhibición misma de lo sublime, en tanto que se refiere a las bellas artes, puede unirse con la belleza en una tragedia, en un poema didáctico, en un poema oratorio.
Gracias a estas clases de unión, las bellas artes presentan más arte, pero si vienen a ser más bellas (por esta mezcla de diversas especies de satisfacción), es lo que no podemos afirmar en algunos de estos casos.En todas las bellas artes, lo esencial es la forma; una forma que concierte con la contemplación y el juicio, y produciendo de este modo un placer, que es al mismo tiempo una cultura que dispone el alma a las ideas, y por consiguiente, la haga capaz de un placer mayor todavía; esto no es la materia de la sensación (el atractivo o la emoción), en donde no se trata más que del goce, el cual nada deja en la idea, hace torpe al alma, insípido el objeto, y al espíritu que tiene conciencia de un estado de desacuerdo a los ojos de la razón, descontento de sí mismo y disgustado. Cuando las bellas artes no están ligadas de cerca o de lejos a las ideas morales, que por sí solas contienen una satisfacción que basta por sí misma, ya se sabe la suerte les espera al fin.
No sirven entonces más que como una distrac- ción, de la cual se necesita tanto más, cuanto más medios se tienen para disipar el descontento del espíritu, de suerte que le hacen siempre más inútil y más contento de sí mismo.En general, las bellezas de la naturaleza son las más importantes para este objeto, cuando estamos habituados desde el principio a contemplarlas, a juzgarlas y a admirarlas. § LIII Comparación del valor estético de las bellas artes El primer rango en todas las artes corresponde a la poesía (que debe casi por completo su origen al genio, y que apenas se deja dirigir por reglas o por ejemplos). Ella extiende el espíritu, poniendo en libertad la imaginación, presentando, con ocasión de un concepto dado, entre la infinita variedad de formas que pueden conformar con este concepto, la que liga la exhibición a una abundancia de pensamientos, a la que ninguna expresión es perfectamente adecuada, y elevándose de este modo estéticamente a las ideas.
Ella le fortifica, haciéndole sentir esta facultad libre, espontánea, independiente de las condiciones de la naturaleza, por la cual considera y juzga esta como un fenómeno, conforme a ciertos aspectos, que la misma no presenta por sí en la experiencia, ni por los sentidos, ni por el entendimiento, y por la cual, por consiguiente, hace como un esquema de lo supra-sensible.Ella juega con la apariencia que produce en su grado, pero sin seducir por esto; porque da el ejercicio a que se entrega por un simple juego, mas por un juego que debe ser dirigido por el entendimiento y ser conforme a él. La elocuencia, si se entiende por ella el arte de persuadir, es decir, de inducir por una bella apariencia (ars oratoria), y no simplemente el arte de bien decir (la elocuencia propiamente dicha y el estilo)78, esta elocuencia es una dialéctica que no se separa de la poesía más que lo necesario para seducir los espíritus en favor del orador y quitarles la libertad; no se puede, por consiguiente aconsejar su empleo en el tribunal ni en el púlpito.
Porque cuando se trata de las leyes civiles, o de los derechos de ciertos individuos; cuando se trata de instruir seriamente los espíritus en el exacto cumplimiento de sus deberes y de disponerlos a que los observen concienzudamente, es indigno de tan importante empresa dejar aparecer la menor traza de este lujo del espíritu y la imaginación, que por otra parte puede convenir, y con mayor razón, de este arte de persuadir y seducir los espíritus, que puede sin duda emplearse para un fin legítimo y bello, pero que es la causa de que se altere la pureza interior de las máximas y de las 78 En el texto hay: und nicht blosse Wohlredenheit Elc-quenz und styl.disposiciones del espíritu, aunque la acción sea objetivamente legítima. No basta hacer el bien; es necesario hacerlo por el solo motivo de que es bien.
Además, el concepto de estas especies de cosas humanas, cuando se expresa claramente por medio de ejemplos, y se muestra fiel a las reglas de la armonía del lenguaje o de la conveniencia de la expresión, este solo concepto tiene ya sobre los espíritus, relativamente a las ideas de la razón (que al mismo tiempo constituyen la elocuencia), una influencia muy grande por sí mismo para que no sea necesario agregar a él las tramas de la persuasión, y estas pudiendo emplearse con tanta ventaja para embellecer y ocultar el vicio y el error, no pueden impedir que no se sospeche algún ardid del arte.En la poesía todo es leal y sincero. Ella se da por un simple juego de la imaginación, que no pretende agradar más que por su forma, conformando con las leyes del entendimiento; ella no intenta sorprender ni seducir por una exhibición sensible79.
79 Debo confesar que un bello poema me ha proporcionado siempre un puro contento, mientras que la lectura de los mejores discursos de un orador del pueblo romano o del Parlamento, o del púlpito, me ha parecido siempre mezclada de un sentimiento desagradable o de vituperio por la superchería de un arte que en las cosas importantes busca el atraer a los hombres como máquinas sobre una opinión, a la cual una tranquila reflexión quitaría todo su peso.El arte de bien decir o la elocuencia (la retórica), pertenece a las bellas artes: mas el arte de la oratoria (ars oratoria), en tanto que arte de encaminar la debilidad humana a sus propios fines (ya se les suponga o ya sean en realidad tan buenos como se quiera), no merece ninguna estima. También este arte no se elevó a más alto grado en Atenas o en Roma que en un tiempo en que el Estado marchaba a su perdi-ción, y en que el verdadero patriotismo se había extinguido.
El que junta a una vista clara de las cosas una gran riqueza o una gran pureza del lenguaje, y que con una imaginación fecunda y feliz en la Después de la poesía, yo colocaría, si se considera el atractivo y la emoción del espíritu, un arte que se aproxima principalmente a las artes de la palabra, y que se puede juntar a ellas muy naturalmente, a saber, la música.En efecto; si este arte no habla más que por medio de sensaciones sin conceptos, y por consiguiente, no deja, como la poesía, algo a la reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu de una manera más variada y más íntima, aunque más pasajera; pero es más bien un goce que una cultura (el juego de pensamientos que excita no es más que el efecto de una asociación en cierto modo mecánica), y a los ojos de la razón, tiene menos valor que ninguna de las demás bellas artes.
También necesita, como todo goce, mucha va-exhibición de sus ideas, interesa al corazón en el verdadero bien, aquel es el vir bonus dicendi peritus, el orador sin arte, más lleno de autoridad, tal como reclama Cicerón, aunque no haya permanecido siempre fiel a este ideal.riedad, y no puede repetir muchas veces la misma cosa sin causar fastidio. He aquí como se puede explicar el atractivo de este arte, que se comunica tan universalmente. Toda expresión toma en la palabra un tono apropiado a su significación; este tono designa más o menos una afección del que habla, y la excita también en el oyente, y esta afección a su vez despierta en este la idea expresa), de en la palabra por este tono. La modulación es, pues, para las sensaciones como una lengua universal, inteligible para todo hombre. Por lo que la música la emplea en toda su extensión, y así conforme a la ley de la asociación, comunica universalmente las ideas estéticas que se hallan ligadas a ella naturalmente.
Mas como estas ideas estéticas no son conceptos ni pensamientos determinados, la forma de la composición de estas sensaciones (la armonía y la melodía), en lugar de la forma del lenguaje, la que, sólo por un acuerdo proporcionado de todas las partes entre sí (acuerdo que descansa sobre la relación del número de las vibraciones del aire en tiempos iguales, en tanto que los tonos formados por estas vibraciones se hallan ligados simultánea o sucesivamente, y que, por consiguiente, pueden ser reducidos matemáticamente a reglas ciertas), sirve para expresar la idea estética de un todo bien ordenado, comprendiendo una cantidad inexplicable de pensamientos, conforme a cierto tema que constituye la afección dominante del trozo.Aunque esta forma matemática no sea representada por conceptos determinados, ella sola es el objeto de la satisfacción que la simple reflexión del espíritu sobre esta cantidad de sensaciones simultáneas o sucesivas, junta al juego de estas sensaciones, como una condición universalmente admisible de su belleza; ella sola puede permitir al gusto atribuirse de antemano algún derecho sobre el juicio de cada uno.
Mas lo que hay de matemático en la música no tiene ciertamente la menor parte en el atractivo y la emoción que la misma produce, esto no es allí más que la condición indispensable (conditio sine qua non) de esta proporción, en el enlace como en la sucesión de las impresiones, que permite reunirlas, impidiéndoles destruirse recíprocamente, por la cual aquellas se concier-tan para producir, por medios de afecciones correspondientes, un movimiento, una excitación continua del espíritu, y, por lo tanto, un goce personal duradero.Si, por el contrario, se estima el valor de las bellas artes conforme a la cultura que dan al espíritu y se toma por medida la extensión de las facultades que en el juicio deben concurrir para el conocimiento, la música ocupa entonces el último lugar entre las bellas artes, puesto que no es más que un juego de sensaciones (mientras que por el contrario, a no considerar más que el placer, es quizá la primera).
Las artes figurativas van delante de ella bajo este punto de vista, concediendo a la imaginación un libre, juego, mas sin embargo apropiado al entendimiento, contienen también una ocupación, por- que producen una obra, que es para los conceptos del entendimiento como un vehículo duradero que se recomienda por sí mismo, y que sirve de este modo para realizar la unión de estos conceptos con la sensibilidad, y para dar por tanto un carácter de urbanidad a las facultades superiores de conocer.Estas dos clases de artes, siguen procedimientos diferentes: la primera va de ciertas sensaciones a las ideas indeterminadas; la segunda de las ideas determinadas a las sensaciones. Esta produce impresiones duraderas, aquélla no deja más que impresiones pasajeras. La imaginación puede reproducir las impresiones de la una y formarse una agradable distracción, mas las de la segunda, muy pronto desaparecen por completo, o si la imaginación las renueva involuntariamente, nos sirven más bien de pena que de placer.
Ade-más80, hay en la música como una falta de ur-80 Rosenkranz ha suprimido este pasaje, y la nota que le acompaña, sin duda, porque los ha encontra- banidad, porque por la naturaleza misma de los instrumentos, extiende su acción más lejos que se desea en la vecindad; ella se abre en cierto modo paso, y viene a turbar la libertad de los que no son de la reunión musical, inconveniente que no tienen las artes que hablan a la vista, puesto que no hay más que volver los ojos para evitar su impresión.Se podría casi comparar la música a los olores que se extienden a lo lejos. El que saca de su bolsillo un mocador perfu-mado, no consulta la voluntad de los que se hallan a su alrededor, y les impone un goce que no pueden evitar si han de respirar, aunque esto haya pasado por moda81. do algo pueriles. Además, se sabe que el autor de la Crítica del Juicio no tenía más que un mediano gusto para la música.
Sobre esta materia se hallarán ame-nos detalles en una encantadora biografía de los últimos años de la vida de Kant, por M. Cousin (V. Fragmentos literarios).-J. B. 81 Los que han recomendado el cántico de los cánticos en los ejercicios religiosos domésticos, han olvi- Entre las artes figurativas yo daría la preferencia a la pintura, puesto que ella es, en tanto que arte de dibujo, el fundamento de las demás de esta clase, y puesto que puede penetrar mucho más adelante en la región de las ideas, y extender mucho el campo de la intuición, conforme a estas ideas. OBSERVACIÓN Hay, como hemos mostrado muchas veces, una diferencia esencial entre lo que agrada simplemente en el juicio, y lo que agrada en la sensación. En este último caso, no se puede, como en el primero, exigir de cada uno la misma satisfacción. El goce (aun cuando la causa dado que una tan estrepitosa devoción (que recuerda muchas veces la de los fariseos) incomoda al público, porque obliga a los vecinos o a cantar o a interrumpir sus meditaciones.
de él se halle en las ideas) parece consistir siempre en el sentimiento del desenvolvimiento fácil de toda la vida del hombre, y por consiguiente, del bienestar corporal, es decir de la salud; de suerte que Epicuro, que consideraba todo goce como llevando en el fondo una sensación corporal, no iba descaminado en esto, sino que solamente no se comprendía al referir al goce la satisfacción intelectual, y aun la satisfacción práctica.Cuando se tiene ante los ojos la distinción que acabamos de recordar, se puede explicar cómo un goce puede desagradar al mismo que lo experimenta (como la alegría que siente un hombre que está en la miseria, pero que tiene buenos sentimientos, con la idea de la herencia de su padre, que le ama, pero que es avaro), o como un profundo pesar puede agradar al que lo siente (como la tristeza que deja a una viuda la muerte de su excelente marido), o como un goce puede agradar también (como el que dan las ciencias que cultiva-mos), o como un pesar (por ejemplo, el aborre- cimiento, la envidia, la venganza) puede también desagradarnos.
La satisfacción o el desagrado descansa aquí sobre la razón, y se confunde con la aprobación o la desaprobación; mas el goce y el pesar, no pueden fundarse más que sobre el sentimiento o la previsión de un bienestar o de un malestar posibles (cualquiera que sea el principio).Todo juego de sensaciones libre y variado (no teniendo objeto), produce un goce, porque excita y desenvuelve el sentimiento de la salud, ya el juicio de la razón refiera o no una satisfacción al objeto de este goce y aun al goce mismo, el cual puede elevarse hasta la afección, aunque no tomemos ningún interés por el objeto, o que no refiramos a él al menos un interés proporcionado al grado de la afección. Se pueden dividir estas especies de juegos en juego de suerte, música82 y juego de espíritu83. El primero supone 82 Touspiel, propiamente juego de tonos; mas esta expresión sería extraña en francés. J.
B. un interés, sea de vanidad, sea de utilidad, mas este interés está tan lejos de ser tan grande co-mo el que se refiere a la manera de que nos valemos para procurárnoslo; el segundo no supone más que el cambio de sensaciones de que cada uno tiene una relación con la afección, mas sin tener el grado de una afección, y excita las ideas estéticas; el tercero resulta simplemente de un cambio de las representaciones en el juicio, que no produce ciertamente, ningún pensamiento que contenga algún interés, sin que a pesar de esto anime al espíritu.Todas nuestras reuniones muestran cuánto placer hallamos en los juegos, sin proponernos, no obstante, ningún fin interesado; porque sin juego casi ninguna se podría sostener. Mas las afecciones de la esperanza, del temor, del goce, de la cólera, de la risa, son un juego en ellas, sucediéndose alternativamente, y mostrando tanta vivacidad, que parece excitada toda la 83 Cedanckenspiel.
vida del cuerpo por un movimiento interior; es lo que prueba esta vivacidad de espíritu que excita el juego, aunque nada se gane o nada se aprenda.Mas como lo bello no entra para nada en los juegos de suerte, debemos dejarlos aquí a un lado. La música y las cosas que excitan la risa son dos especies de juegos de ideas estéticas, o si se quiere de representaciones intelectuales, que en definitiva no nos suministran ningún pensamiento, y que no pueden causar-nos un vivo placer más que por su variedad; por donde vemos claramente que la animación, en estos dos casos, es puramente corporal, aunque sea provocada por ideas del espíritu, y que el sentimiento de la salud excitado por un movimiento de los órganos correspondiente al juego del espíritu, constituye el placer considerado tan delicado y espiritual, de una reunión o sociedad, donde reina la alegría.
Este no es el juicio de la armonía en los tonos o en los relieves, el cual por la belleza que nos descubre, no sirve aquí más que como un vehí- culo necesario, aunque como un desenvolvimiento favorable de la vida del cuerpo, como la afección que reúne las entrañas y el diafragma, en una palabra, como el sentimiento de la salud (que no se siente sin semejante ocasión) que constituye el placer que se encuentra, de suerte que se puede llegar al cuerpo por el alma, y hacer de ésta la medicina de aquel.En la música, este juego va de la sensación del cuerpo a las ideas estéticas (de los objetos de nuestras afecciones), y de estas vuelve después al cuerpo, pero con una doble fuerza.
En la bufonería (que como la música merece más bien ser colocada entre las artes agradables que entre las bellas artes) el juego empieza por el de los pensamientos que todos ocupan también al cuerpo, en tanto que son expresados de una manera sensible, y como el entendimiento se detiene de pronto en esta exhibición, en donde no halla lo que esperaba, nosotros sentimos el efecto de esta interrupción, que se manifiesta en el cuerpo por la oscilación de los órganos, renueva así el equilibrio de estos, y tiene sobre la salud una influencia favorable.En todo lo que es capaz de excitar fuertes estrépitos de risa, debe haber algo de absurdo (en donde, por consiguiente, el entendimiento no puede hallar por sí mismo la satisfacción). La risa es una afección que se experimenta cuando se halla perdida de pronto una gran esperanza. Este cambio, que no tiene ciertamente nada placen-tero para el entendimiento, nos regocija, sin embargo, mucho indirectamente, durante un momento.
La causa de esto debe estar, pues, en la influencia de la representación sobre el cuerpo, y en la relación del cuerpo sobre el espíritu, no que la representación sea objetivamente un objeto de agrado, como cuando se recibe la nueva de un gran beneficio (porque como una esperanza perdida puede causar un goce); pero es que en tanto que simple juego de representaciones produce un equilibrio en las fuerzas vitales.Yo supongo que se cuenta esta anécdota: un indio de Surate, comiendo en casa de un inglés, y viendo destapar una botella de cerveza y es-caparse toda con agitación, manifestaba su asombro con exclamaciones; el inglés le pregunta, qué había en aquello de tanto asombro; y el indio respondió: ¡yo no me asombro de que esto se escape de la botella, sitio que me pregunto cómo habéis podido encerrarlo en ella!
Esta anécdota nos hace reír y nos proporciona un verdadero placer, y este placer no proviene de que nos encontremos más hábiles que este ignorante, o de cualquier otra causa que pueda agradar al entendimiento, sino de que se haya despertado nuestra esperanza, y de pronto se halla destruida.Supongamos todavía que el heredero de un pariente muy rico, queriendo celebrar en honor del difunto ricos y solemnes funerales, se queje de no poder conseguirlo, diciendo que cuanto más dinero da a sus parientes para que aparezcan afligidos, más gozo-sos se muestran; romperíamos en reír, y la cau- sa de esto es todavía que nuestra esperanza se halla de pronto destruida. Y notamos también que no es necesario que la cosa que se espera se cambie en su contraria -porque estos sería todavía alguna cosa, y aquello podría ser muchas veces un objeto de pesar-; es necesario que ella sea reducida a nada.
En efecto, si alguno excita-se en nosotros alguna gran esperanza por el relato de una historia, y habiendo llegado al desenlace, reconociésemos la falsedad, experimentaríamos un desagrado como, por ejemplo, cuando se refiere que hombres afectados de un fuerte dolor, han encanecido en una noche.Si, por el contrario, otro queriendo agradar por reparar el efecto producido por esta historia, refiere al por menor el pesar de un mercader, que habiendo venido de las Indias a Europa con todos sus bienes en mercaderías, se ve obligado en una tormenta a arrojarlo todo al mar, y se desconsuela hasta tal punto, de que se arruga y encanece en la misma noche, nos re-iremos y tendremos placer, puesto que nuestro propio desprecio en una cosa que por otra parte nos es indiferente o más bien la idea que seguimos es para nosotros como una pelota, con la cual jugamos por algún tiempo, mientras que pensamos en recibirla y retenerla.
El placer no proviene de que veamos confundirse un embustero o un tonto, porque esta última historia, referida con seria afectación, excitaría por sí misma las carcajadas de una reunión, y la otra no sería regularmente juzgada digna de atención.Es necesario notar que en esta especie de casos la bufonería debe contener siempre alguna cosa que pueda producir por un momento la ilusión; es por lo que cuando la ilusión se disipa, el espíritu se queda atrás para experimen-tarla de nuevo, y de este modo, por efecto de una tensión y de un relajamiento que se suce-den rápidamente, es llevado y balanceado, por decirlo así, de un punto a otro, y como la causa que en cierto modo tiraba la cuerda, viene a retirarse de un golpe (y no insensiblemente), resulta de aquí un movimiento del espíritu y un movimiento interior del cuerpo, correspondiente al primero, que se prolongan involuntariamente, y fatigándonos por completo, nos distraen (producen en nosotros efectos favorables a la salud).
En efecto, si se admite que a todos nuestros pensamientos se halla ligado algún movimiento en los órganos del cuerpo, se comprenderá fácilmente como en este cambio repentino del espíritu que pasa alternativamente de un punto a otro para considerar su objeto, pueden sentirse en las partes elásticas de nuestras entrañas una tensión y un relajamiento alternativos, que se comunican al diafragma (como experimentan las personas cosquillosas); en este estado los pulmones repelen el aire por intervalos muy próximos, y producen de este modo un movimiento favorable a la salud; y en esto y no en el estado anterior del espíritu, es donde es necesario colocar la verdadera causa del placer que referimos a un pensamiento que en el fondo no representa nada.Voltaire decía que el cielo nos había dado dos cosas en compensación de todas las miserias de la vida, la esperanza y el sue-ño84.
Habríase podido excitar la risa, si pudiésemos disponer de los medios propios para excitarla entre los hombres sensatos, y si el verdadero talento cómico no fuera tan raro, que es común lo de imaginar las cosas que quiebran la cabeza, como hacen los delirantes místicos, o bien las cosas en que se quiebra el cuello, como hacen los genios, o por último, las cosas que parten el corazón85, como hacen los romanceros 84 De Dios que nos crea, la clemencia infinita, -Para endulzar los malos de esta vida, -Ha colocado entre nosotros dos seres bienhechores.-De la tierra por siempre amables habitantes. -Sostienen en el trabajo tesoros, en la indigencia. -El uno es el dulce sueño, y el otro la esperanza. -(Enriada, cant. VIII.) 85 He procurado conservar aquí las expresiones enérgicas empleadas por Kant: kopfbrechend, halsbre-chend, herzbrechend, porque hacen mal en la traducción latina los términos abstractos: abscondite, praeci- sentimentales (y los moralistas del mismo género).
Se puede, pues, según me parece, conceder a Epicuro que todo placer, aun cuando sea ocasionado por conceptos que despierten ideas estéticas, es una sensación animal, es decir, corporal, y no se hará por esto el menor perjuicio al sentimiento espiritual del respeto por las ideas morales, porque este sentimiento no es un placer, sino una estima de sí (de la humanidad en nosotros) que nos eleva por cima de la necesidad del placer; yo añado, que aunque menos noble, la satisfacción del gusto no sufrirá en esto demasiado.Se encuentra una mezcla de estas dos últimas cualidades, el sentimiento moral y el gusto en la simpleza, que no es otra cosa que la sinceridad natural de la humanidad triunfante del pitanter, molliter. Solamente yo no he podido, como Kant, conservar en todos los casos la misma expresión metafísica. -J. B. arte de fingir, viniendo a ser una segunda naturaleza. Nos reímos de la simplicidad que atestigua cierta inexperiencia en este arte, y nos ale-gramos al ver a la naturaleza descubrir el artificio.
Se espera, a lo que se observa todos los dí-as, un exterior formado y compuesto a propósito para seducir por la belleza de su apariencia, y he aquí en su inocencia y en su pureza primitiva, la naturaleza que no se esperaba, y que el que la deja aparecer no intentaba descubrir.A la vista de esta bella, pero falsa apariencia, que ordinariamente tiene tanta influencia sobre nuestra manera de juzgar, y que se halla aquí de pronto destruida, y de este engaño de los hombres puesto en su desnudez, se produce en nuestro espíritu un doble movimiento en sentidos opuestos, el cual da al cuerpo una sacudida saludable. Mas viendo que la sinceridad del alma (o al menos su inclinación a la sinceridad) que es infinitamente superior a toda simulación, no es destruida por completo en la naturaleza humana, sentimos algo serio en este juego de la imaginación: el sentimiento de la estima viene a mezclarse con este.
Mas también, como éste no es allí más que un fenómeno pasajero, y el arte de la simulación cesa bien pronto de mostrare al descubierto, se mezcla con él al mismo tiempo cierta compasión o cierto movimiento de ternura, que puede muy bien ligarse, y en el hecho se halla muchas veces unido co-mo una especie de juego con nuestra franca risa, y que diminuye ordinariamente al que la ocasiona el embarazo de no estar todavía formado para el trato social.Arte y simpleza son, pues, dos cosas contradictorias; pero es posible a las bellas artes aunque esto les ocurra rara vez, el representar la simpleza en toda persona imaginaria. No se debe confundir la simpleza con una simplicidad franca que no mancha la naturaleza por medio del artificio, pues que únicamente ignora el arte de vivir en sociedad. Se puede también referir lo jocoso86, entre las cosas que complaciéndonos, nos causan el placer de la risa, y pertenecen a la originalidad del espíritu, mas no al talento de las bellas artes.
Lo jocoso87, en el buen sentido, significa en efecto, el talento de colocarse voluntariamente en cierta disposición de espíritu en donde se juzgan todas las cosas de un modo distinto que de ordinario (aun en sentido inverso) y sin embargo, conforme a ciertos principios de la razón.El que se halla sometido a esta disposición de espíritu involuntariamente, se llama extrava-gante88; mas el que la toma voluntariamente y con intención (por excitar la risa por medio de un contraste chocante, se llama jocoso89. Pero lo jocoso pertenece mucho más a las artes agradables que a las bellas artes, puesto que el objeto 86 Die laurige Manier. 87 Laune. 88 Launisch. 89 Launige. de estas últimas debe conservar siempre algo de dignidad, y exige, por consiguiente, cierta seriedad en la exhibición, como el gusto en el juicio.
Segunda sección Dialéctica del juicio estético § LIV Para que una facultad de juzgar pueda ser dialécticamente considerada, es necesario primero que ella por sí sea raciocinante, es decir, que sus juicios aspiren a priori a la universali-dad90, porque en la oposición de estos juicios 90 Se puede llamar juicio raciocinante (judicium ratiocinans) todo juicio que se proclama universal, porque como tal, puede servir de premisa mayor en un raciocinio.Se puede llamar, por el contrario juicio* raciocinado (judicium ratiocinatum), un juicio concebido como la conclusión de un raciocinio, por consiguiente, un fundamento a priori. entre sí es en lo que consiste la dialéctica. Por esto es por lo que la oposición que se manifiesta entre los juicios estéticos sensibles (sobre lo agradable o desagradable), no es dialéctica. De otro lado, la oposición de los juicios del gusto entre sí, en tanto que cada uno de nosotros se limita a invocar su propio gusto, no constituye una dialéctica del gusto, porque nadie piensa hacer de su juicio una regla universal.
No queda, pues, otro concepto posible de una dialéctica del gusto que el de una dialéctica de la crítica del gusto (no del gusto mismo) considerada en sus principios: allí, en efecto, se empeña una lucha natural e inevitable en nuestros conceptos sobre el principio de la posibilidad de los juicios del gusto en general.La crítica trascen- *Yo empleo estas expresiones, raciocinado y raciocinante, a falta de otras mejores; el sentido que debe dárseles aquí está, por lo demás, determinado por la misma nota de Kant. -J. B. dental del gusto no debe abrazar una parte que lleve el nombre de dialéctica del juicio estético, más que si hay entre los principios de esta facultad una antinomia que haga dudosa su legitimidad, y por consiguiente, su posibilidad íntima. § LV Exposición de la antinomia del gusto El primer lugar común del gusto se halla contenido en esta proposición, después de la cual, cualquiera que no tenga gusto cree ponerse al abrigo de todo reproche: cada uno tiene su gusto.
Lo que significa que el motivo de esta especie de juicios es puramente subjetivo (que es un placer o un dolor), y que aquí el juicio no tiene el derecho de exigir el asentimiento de otro.El segundo lugar común del gusto, el que invocan los mismos que atribuyen al gusto el derecho de formar juicios universales, es este: no se puede disputar sobre gusto. Lo que significa que el motivo de un juicio del gusto puede muy bien ser objetivo, pero que no se puede referir a conceptos determinados, y que, por consiguiente, en este juicio no se puede decidir nada por medio de pruebas, aunque se pueda contestar con razones. Sí hay, en efecto, entre contestar y disputar la semejanza de que en uno y otro caso se intenta ponerse recíprocamente de acuerdo, hay la diferencia de que en el último caso se espera llegar a este fin, invocando por motivos conceptos determinados, y admitiendo de este modo, como principios del juicio, conceptos objetivos. Mas cuando esto es imposible, es imposible también disputar.
Fácilmente se ve que entre estos dos lugares comunes falta una proposición, que no es ciertamente tomada como proverbio, sino que cada uno admite implícitamente, y es: que se puede contestar en materia de gusto (no disputar).Mas esta proposición es la contraria de la primera. Porque allí donde es permitido contestar, se puede esperar el venir a un acuerdo, y por consiguiente, se puede contar con principios del juicio que no tendrán sólo un valor particular, y que por tanto, no sean solamente subjetivos, y esto es precisamente lo que niega esta proposición: cada uno tiene su gusto. El principio del gusto da, pues, lugar a la antinomia siguiente: 1.º Tesis. El juicio del gusto no se funda sobre conceptos; porque si no se podría disputar sobre este juicio (decidir por medio de pruebas). 2.º Antítesis. El juicio del gusto se funda sobre conceptos; porque de otro modo no se podría en él contestar nada, cualquiera que fuese la diversidad de esta especie de juicios (es decir, que no se podría atribuir a este juicio ningún derecho al asentimiento universal).
§ LVI Solución de la antinomia del gusto No hay más que un medio de quitar la contradicción de estos principios, que supone todo juicio del gusto (y que no son otra cosa que las dos propiedades del juicio del gusto, expuestas anteriormente en la analítica), y es mostrar que el concepto a que se refiere el objeto en esta especie de juicios no tiene el mismo sentido en las dos máximas del juicio estético trascendental, pero que al mismo tiempo la ilusión que resulta de la confusión del uno con el otro, es natural e inevitable.El juicio del gusto se debe referir a algún concepto, porque de otro modo, no podría en manera alguna aspirar a un valor necesario y universal. Pero no puede ser probado por un concepto. En efecto; un concepto puede o ser determinable, o indeterminado en sí y al mismo tiempo indeterminable. A la primera especie de conceptos pertenece el concepto del entendimiento determinable por predicados de la intuición sensible que le pueden corresponder; a la segunda, el concepto trascendental de lo supra-sensible, por el que da la razón un fundamento a esta intuición, pero que no puede determinarlo bastante teóricamente.
Luego el juicio del gusto se refiere a objetos sensibles, pero no para determinar en ellos un concepto por medio del entendimiento; porque este no es juicio de conocimiento.Este no es, pues, más que un juicio particular, en tanto que representación particular intuitiva, relativa al sentimiento de placer, y considerándolo sólo bajo este punto de vista, se restringiría su valor para el individuo que juzgaría el objeto de este modo: un objeto de satisfacción para mí, puede no tener el mismo carácter para otros; cada uno tiene su gusto. No obstante, sin duda alguna en el juicio del gusto la representación del objeto (al mismo tiempo que la del sujeto) tiene un carácter que nos autoriza a mirar esta especie de juicios co-mo extendiéndose necesariamente a cada uno, y que necesariamente debe tener por fundamento algún concepto, pero que no pueda ser determinado por la intuición, que no haga conocer nada, y del cual, por consiguiente, sea imposible sacar ninguna prueba para el juicio del gusto.
Pero un concepto semejante no es más que el concepto puro que nos da la razón sobre lo supra-sensible, que sirve de fundamento al objeto (y también al sujeto que juzga) considerado como objeto de los sentidos, por consiguiente, como fenómeno.En efecto, si supri-mimos toda consideración de este género, la aspiración del juicio del gusto a un valor universal, sería nula; o si el concepto sobre el cual se funda, no fuera más que un concepto confuso del entendimiento, como el de la perfección, al cual se pudiera hacer corresponder la intui- ción sensible de lo bello, sería al menos posible en sí fundar el juicio sobre pruebas, lo que es contrario a la tesis.
Pero toda la contradicción se desvanece, cuando yo digo que el juicio del gusto se funda sobre un concepto (de cierto principio en general de la finalidad subjetiva de la naturaleza para el juicio) que, a la verdad, siendo indeterminable en sí e impropio para el conocimiento, nada puede darnos a conocer ni probar relativamente al objeto, pero que, no obstante, da al juicio un valor universal (aunque este juicio sea en cada uno un juicio particular que acompaña inmediatamente la intuición); porque la razón determinante de este juicio descansa quizá en el concepto de lo que puede considerarse como el substratum supra-sensible de la humanidad.Para resolver una antinomia, basta mostrar que es posible que dos proposiciones contrarias apariencia, no se contradicen en realidad, y pueden manchar juntas, aunque la explicación de la posibilidad de su concepto exceda nuestra facultad de conocer. Se puede también comprender con esto, cómo esta apariencia es natural e inevitable para la razón humana, y por qué subsiste todavía, aunque no engaña más, después que se ha explicado.
En efecto; en los dos juicios contrarios damos el mismo sentido al concepto, sobre el cual debe fundarse el valor universal de un juicio, y sin embargo, sacamos dos predicados opuestos.Se debería entender en la tesis que el juicio del gusto no se funda sobre conceptos determinados y en la antítesis, que está fundado sobre un concepto indeterminado (el del substratum suprasensible de los fenómenos), y entonces no habría entre ellos contradicción. Todo lo que podemos hacer aquí es quitar la contradicción que se manifiesta en las pretensiones opuestas del gusto. En cuanto a dar un principio objetivo y determinado con cuya ayuda nos podemos dirigir, experimentar y demostrar los juicios del gusto, es absolutamente imposible, porque estos no serían juicios del gusto. No se puede más que mostrar el principio subjetivo, o sea la idea indeterminada de lo supra-sensible, como la única clave de que podemos servirnos respecto de esta facultad, cuyos orígenes son para nosotros mismos desconocidos, porque no podemos saber nada más.
La antinomia que acabamos de exponer y de resolver, tiene su principio en el verdadero concepto del gusto, es decir, en el de un juicio estético reflexivo, y por esto hemos visto que los dos principios, en apariencia contradictorios, pueden ser conciliados, los dos pueden ser verdaderos, y esto basta.Si, por el contrario, se coloca la razón determinante del gusto en lo agradable, como lo hacen algunos (a causa de la particularidad de la representación que sirve de fundamento al juicio del gusto), o en el principio de la perfección, como otros quieren (a causa de la universalidad de este juicio), y se saca del uno o del otro principio la definición del gusto, resultará una antinomia, que será impo- sible resolver de otro modo que mostrando que las proposiciones opuestas son falsas; lo que pro-baría que el concepto sobre el cual se funda cada una de ellas se contradice por sí mismo.
Se ve pues, que la crítica aplica a la solución de la antinomia del juicio estético el mismo método que para las antinomias de la razón pura teórica; y que las antinomias dan aquí por resultado como en la crítica de la razón práctica, llevar-nos a ver más allá de lo sensible, y buscar en lo supra-sensible el punto de reunión de todas nuestras facultades a priori, puesto que no queda otro medio de poner la razón de acuerdo consigo misma.PRIMERA OBSERVACIÓN Como hallamos muchas veces ocasión en la filosofía trascendental de distinguir las ideas de los conceptos del entendimiento, puede ser útil tener a nuestro servicio términos técnicos pro- pios para expresar esta diferencia. Yo creo que no se me llevará a mal el que presente aquí algunos. Las ideas en el sentido más general de la palabra, son representaciones referentes a un objeto según cierto principio (subjetivo u objetivo), en tanto que ellas no pueden venir a ser nunca un conocimiento de este objeto.
O bien las referimos a una intuición, según el principio puramente subjetivo de un concierto de las facultades de conocer (la imaginación y el entendimiento), y se llaman entonces estéticas, o bien las referimos a un concepto, según un principio objetivo, pero sin que puedan jamás suministrar un conocimiento del objeto, y las llamamos ideas racionales91.En este último caso, el concepto es un concepto trascendente: el concepto del entendimiento, por el contrario, al cual se puede someter siempre una experiencia 91 Veruunftideen. correspondiente y adecuada, se llama por esta, misma razón inmanente. Una idea estética no puede jamás ser un conocimiento, puesto que es una intuición (de la imaginación), para la que nunca se puede hallar concepto adecuado. Una idea racional no puede ser tampoco un conocimiento, puesto que contiene un concepto (el de lo suprasensible) para el cual no se puede dar nunca una intuición apropiada. Por lo que y creo que se puede denominar la idea estética, una representación inexponible92 de la imaginación, y la idea racional un concepto indemostrable93 de la razón.
Es condición de una como de otra no producirse sin razón, sino (según la precedente definición de una idea en general), conforme a ciertos principios de las facultades de conocer, a los cuales se refieren (y 92 Es la expresión misma de que se vale Kant.93 Es también la expresión de Kant. que son subjetivas para aquella, objetivas para esta). Los conceptos del entendimiento deben, como tales, ser siempre demostrables (si por demostración se entiende simplemente, como en la anatomía, la exhibición); es decir, que el objeto que les corresponde, debe poderse dar siempre en la intuición (pura o empírica); porque por esto solamente es por lo que pueden venir a ser conocimientos. El concepto de la cuantidad puede darse en la intuición a priori del espacio, por ejemplo, en el de la línea recta o de cualquier figura: el concepto de causa en la impenetrabilidad, el choque de los cuerpos, etc.
Por consiguiente, los dos pueden aplicarse a una intuición empírica, es decir, que el pensamiento de ellos puede ser mostrado (o demostrado) por un ejemplo; además, uno no está seguro de que el pensamiento no esté vacío, es decir, sin objeto.No nos servimos en la lógica ordinariamente de la expresión de demostrable o indemostra- ble, más que relativamente a las proposiciones; mas estas serían designadas con más propiedad, bajo el nombre de mediata o inmediatamente ciertas; porque la filosofía pura tiene también proposiciones de estas dos clases, si se entiende por ellas proposiciones verdaderas, susceptibles o no de prueba.
Pero si es cierto que puede probar, en tanto que filosofía, por medio de principios a priori, no puede demostrar, a menos que no se descarte por completo de este sentido conforme al cual, demostrar (ostendere exhibire), significa dar a su concepto una exhibición (sea por medio de una prueba, sea simplemente por una definición) en una intuición que puede ser a priori o empírica, y que en el primer caso se llama construcción del concepto, y en el segundo es una exposición del objeto, por lo cual se afirma la realidad objetiva del concepto.Así es que se dice de un anatomista que demuestra el ojo humano cuando comete a la intuición el concepto que había tra- tado primero de una manera discursiva por medio del análisis de este órgano.
Conforme a esto, el concepto racional del substratum supra-sensible de todos los fenómenos en general, o aun de lo que debe ser mirado como el principio de nuestra voluntad en su relación con las leyes morales, es decir, de la libertad trascendental, este concepto es ya, en cuanto a la especie, un concepto indemostrable y una idea racional, mientras que el de la virtud lo es en cuanto al grado; porque no se puede hallar nada en la experiencia que corresponda al primero en cuanto a la cualidad; y para el segundo no hay aquí efecto empírico que alcance al grado que prescribe la idea racional como una regla de esta cualidad.Del mismo modo que en una idea racional, la imaginación, con sus intuiciones, no alcanza al concepto dado, así en una idea estética, el entendimiento, por medio de sus conceptos, no alcanza jamás toda esta intuición interior que la imaginación junta a la representación dada. Pero como reducir una representación de la imaginación a conceptos, se llama exponerlos, la idea estética puede llamarse una representación inexponible de la imaginación (en su libre juego).
Ya tendré ocasión en lo sucesivo de decir algo de esta especie de ideas; yo quiero solamente notar aquí, que estas dos especies de ideas, las ideas racionales y las ideas estéticas, deben tener ambas clases sus principios en la razón, las primeras, en los principios objetivos, las segundas, en los principios subjetivos del uso de esta facultad.Podemos, conforme a esto, definir el genio, la facultad de las ideas estéticas; por donde se muestra al mismo tiempo, porque en las producciones del genio, es la naturaleza (del sujeto), y no un fin reflexivo la que da su regla (al arte de la producción de lo bello).
En efecto, como no es necesario juzgar lo bello conforme a conceptos, sino conforme a la disposición que muestra la imaginación a concertarse cono la facultad de los conceptos en general, no es ne- cesario buscar aquí ni regla ni precepto; lo que es simplemente naturaleza en el sujeto, sin poder reducirse a reglas o a conceptos, es decir, el substratum supra-sensible de todas sus facultades (que ningún concepto del entendimiento puede alcanzar); por consiguiente, lo que hace del concierto de todas nuestras facultades de conocer el último fin dado a nuestra naturaleza para lo inteligible; he aquí lo que sólo puede servir de medida subjetiva a esta finalidad estética, pero incondicional de las bellas artes, que debe tener la pretensión legítima de agradar a todos.Así como no se puede asignar a esta finalidad ningún principio objetivo, no hay más que una sola cosa posible, y es que tiene por fundamento a priori, un principio subjetivo, y sin embargo universal.
SEGUNDA OBSERVACIÓN Una observación importante por sí misma se presenta aquí, y es que hay tres especies de antinomias de la razón pura, que todas convienen en que la obligan a abandonar esta suposición, por otra parte muy natural, que los objetos sensibles son cosa en sí, para mirarlos más bien como simples fenómenos, y suponerles un substratum inteligible (algo supra-sensible, cuyo concepto no es más que una idea, y no puede dar lugar a un verdadero conocimiento).Sin estas antinomias, la razón no podría jamás de-cidirse a aceptar un principio que redujera a este punto el campo de la especulación, y con-sentir en sacrificar tantas y tan brillantes esperanzas; porque en este momento mismo, en el que, en compensación de semejante pérdida, ve abrirse bajo el punto de vista práctico, una más vasta perspectiva, parece no renunciar sin dolor a sus esperanzas y a su antigua adhesión.
Si hay tres especies de antinomias, es que hay tres facultades de conocer, el entendimiento, el juicio y la razón, de las que cada una (en tanto que facultad de conocer superior), debe tener sus principios a priori.En tanto que juzga de estos principios mismos y de su uso, la razón exige absolutamente, respecto de cada uno de ellos, para lo condicional dado, lo incondicional; pero nunca se puede hallar lo incondicional, cuando se considera lo sensible como perteneciente a las cosas en sí, en lugar de no tener más que un simple fenómeno, y de suponer en él como cosa en sí algo supra-sensible (el substratum inteligible de la naturaleza, fuera de nosotros y en nosotros).
Hay, pues; 1.º para la facultad de conocer una antinomia de la razón, relativamente al uso teórico del entendimiento que lleva a lo incondicional; 2.º para el sentimiento de placer y de pena, una antinomia de la razón, relativamente al uso estético del juicio; 3.º para la facultad de querer, una antinomia relativamente al uso práctico de la razón legislativa por sí misma; porque los principios superiores de todas estas facultades son a priori, y conforme a la exigencia inevitable de la razón, es ne- cesario que juzguen y puedan determinar abso-lutamente94 su objeto, conforme a estos principios.En cuanto a las dos antinomias que resultan del uso metódico y del uso práctico de estas facultades superiores de conocer, hemos demostrado además que eran inevitables, cuando en esta especie de juicios no se consideraban los objetos dados como fenómenos, y que no se les suponía un abstratum supra-sensible, sino también que bastaba hacer esta suposición para resolverlos.
En cuanto a la antinomia a que da lugar el uso del juicio, conforme a la exigencia de la razón, y en cuanto a la solución que de esto hemos dado aquí, no hay más que dos medios de evitarlas: o bien negando que el juicio estético del gusto tenga por fundamento principio alguno a priori, se pretenderá que toda aspiración un asentimiento universal y necesario, es vana y sin razón, y que un juicio del gus-94 Unbeding.to debe tenerse por exacto desde que suceda que muchos vienen en su acuerdo, no porque este acuerdo nos haga sospechar principio alguno a priori, sino porque él testifica (como en gusto del paladar) la conformidad contingente de las organizaciones particulares: o bien se admitirá que el juicio del gusto es propiamente un juicio oculto de la razón sobre la perfección que esta descubre en una cosa y en la relación de sus partes con un fin, y que, por consiguiente, este juicio no se denomina estético más que a causa de la oscuridad que se refiere aquí, a nuestra reflexión, pero que en realidad es teleológico.
En este caso, se miraría la solución de la antinomia por ideas trascendentales como inútil y de ningún valor, y conciliaríamos las leyes del gusto con los objetos sensibles, no considerándolos como simples fenómenos, sino como cosas en sí.Mas hemos mostrado en muchos lugares, en la exposición de los juicios del gusto, cuán pocos satisfactorios son estos dos procedimientos. Que si se concede al menos a nuestra deducción que ésta se halla en buen camino, aunque no sea suficientemente clara en todas sus partes, entonces aparecen tres ideas: primeramente, la idea de lo supra-sensible en general, sin otra determinación que la del substratum de la naturaleza; en segundo lugar, la idea de lo suprasensible como principio de la finalidad subjetiva de la naturaleza para nuestra facultad de conocer; en tercer lugar, la idea de lo suprasensible como principio de los fines de la libertad, y del acuerdo de esta con sus fines en el mundo moral.
§ LVII Del idealismo de la finalidad de la naturaleza considerada como arte y como principio único del juicio estético Se puede primero pretender explicar el gusto de dos maneras: o bien se dirá que se juzga siempre conforme a motivos empíricos, y por consiguiente, conforme a motivos que no pueden darse más que a posteriori por medio de los sentidos, o bien se habrá de conceder que se juzga conforme a un principio a priori.La primera de estas dos opiniones sería el empirismo de la crítica del gusto, y la segunda su racionalismo. Conforme a la primera, el objeto de nuestra satisfacción no se distinguiría de lo agradable; conforme a la segunda, si el juicio descansa sobre conceptos determinados, se confundiría con el bien; y así toda la belleza sería desterrada del mundo; no quedaría en su puesto más que un nombre particular, sirviendo quizá para expresar cierta amalgama de las dos precedentes especies de satisfacción. Mas hemos mostrado que hay aquí también a priori principios de satisfacción que no pueden reducirse ciertamente a conceptos determinados, pero que sien- do a priori, conforman con el principio del racionalismo.
Ahora el racionalismo del principio del gusto, admitirá el realismo o el idealismo de la finalidad.Pero como un juicio del gusto no es más que un juicio de conocimiento, y que la belleza no es más que una cualidad del objeto, considerando en sí mismo, el racionalismo del principio del gusto no puede admitir como objetiva la finalidad que se manifiesta en el juicio, es decir, que el juicio formado por el sujeto no se refiere teóricamente, ni por tanto lógicamente (aunque de una manera confusa) a la perfección del objeto, sino estéticamente a la conformidad de la representación del objeto en la imaginación, son los principios esenciales de la facultad de juzgar en general.
Por consiguiente, aun conforme al principio del racionalismo, no puede haber aquí otra diferencia entre el realismo y el idealismo del juicio del gusto, sino que en el primer caso se mira esta finalidad subjetiva como un fin real que se propone la naturaleza (o el arte), y que consiste en convenir con nuestra facultad de juzgar, mientras que en el segundo caso no se le mira más que como una concordancia de sí misma que se establece sin objeto, y de una manera accidental entre la facultad de juzgar y las formas de que se producen en la naturaleza conforme a leyes particulares.Las bellas formas de la naturaleza orgánica hablan en favor del realismo de la finalidad de la naturaleza, o de la opinión que admite como principio de la producción de lo bello una idea de lo bello en la causa que lo produce, es decir, un fin relativo a nuestra facultad de juzgar.
Las flores, las figuras de ciertas plantas, la elegancia inútil para nuestro uso, mas como escogida expresamente para nuestro gusto, que muestran toda especie de animales en sus formas, principalmente la variedad y la armonía de colores en el faisán, en los testáceos, en los insectos, y hasta en las flores más comunes, que agradan tanto a los ojos, y son de tanto atracti- vo, y que quedando en la superficie, y no teniendo nada de común con la figura, la cual podría ser necesaria a los fines interiores de estos animales, parecen haberse hecho para la intuición externa; todas estas cosas son de mucho peso en esta aplicación, que admite en la naturaleza fines reales para nuestro juicio estético.
Pero además de que esta opinión tiene contra sí la razón que no da una máxima para evitar en lo posible el multiplicar inútilmente los principios, la naturaleza revela también por todas partes en sus libres formaciones una tendencia mecánica a la producción de formas, que parecen haber sido hechas expresamente para el uso estético de nuestro juicio, y no encontramos; en esto la menor razón para sospechar que obre para esto algo más que el simple mecanismo de la naturaleza, en tanto que naturaleza; de suerte que las concordancias de estas formas en nuestro juicio pueden muy bien derivar de este mecanismo, sin que ninguna idea sirva de principio a la naturaleza.Yo entiendo por libre formación de la naturaleza, aquella por cuyo media, una parte de un fluido en reposo, viniendo, a evaporarse o desaparecer (y alguna vez solamente a perder su calórico), lo que queda toma, solidificándose, una figura o una textura, que varía según la diferencia de materias, pero que ella misma siempre para la misma figura.
Es necesario suponer para esto un verdadero fluido, a saber, un fluido en donde la materia esté enteramente disuelta, es decir, no una simple amalgama de partes sólidas en suspensión.La formación se hace entonces por una reunión precipitada95, es decir, por una modificación repentina, no por un paso sucesivo del estado fluido al estado sólido, sino como de un sólo golpe, y esta transformación se llama entonces cristalización. El ejemplo más común de esta especie de formación, es la congelación del agua, en la cual se forman primero las peque-95 Durch Aschisseu. ñas agujas de hielo que se cruzan en ángulos de sesenta grados, mientras que, otros vienen a unirse a cada punto de estos ángulos, hasta que toda la masa se congela, de tal suerte que durante este tiempo, el agua que se halla entre las agujas de hielo no pasa por el estado pastoso, sino que queda, por el contrario, tan por completo fluida, como si su temperatura fuese mucho más alta, y sin embargo, no tiene más que la temperatura del hielo.
La materia que se desprende, y que en el momento de la solidifi-cación se disipa súbitamente, es una cantidad considerable de calórico, que no servía más que para mantener el estado fluido, y que despren-diéndose de él, deja este nuevo hielo a la temperatura del agua antes fluida.Muchas sales, muchas piedras de forma cris-talina son producidas de la misma manera por sustancias etéreas que se han puesto en disolución el agua no se sabe cómo. Aun del mismo modo, según toda apariencia, los grupos de muchas sustancias minerales, de la galena cúbi- ca, de la mica de plata, roja, etc., se forman también en el agua por la reunión precipitada de partes que alguna causa obliga a quitar este vehículo y a coordinarse de manera que tomen formas exteriores determinadas.
De otro lado, todas las materias que no se habían mantenido en estado fluido más que por el calor y que se han solidificado por el calor y que se han solidificado por el enfriamiento, cuando se quiebran, muestran también en el interior una textura determinada y nos hacen juzgar por esto, que si su propio peso o el contacto del aire no lo hubiese impedido, mostrarían al exterior la forma que les es específicamente propia, y es lo que se ha observado en ciertos metales que se habían endurecido en la superficie después de la fusión, y de los que se había trasvasado la parte restante todavía interiormente, pudo cristalizarse libremente.Muchas de estas cristalizaciones minerales, como los espatos, la piedra hematida, ofrecen muchas veces formas tan bellas, que el arte po- dría cuando más concebir otras parecidas. Las estalactitas que hallamos en la cueva de Anti-paros son producidas simplemente por el agua que pasa gota a gota a través de las capas de yeso.
El estado fluido, según toda apariencia, es en general anterior al estado sólido, y las plantas, como los cuerpos de los animales, son formados por una materia fluida nutritiva, en tanto que esta materia se forma por sí misma en reposo: sin duda ella es primero sometida a cierta disposición originaria de medios y de fines (que no se debe juzgar estética, sino teleológicamente conforme al principio del realismo, como lo mostraremos en la segunda parte); pero al mismo tiempo también quizá se com-ponga y se forme en libertad conforme a la ley general de la afinidad de las materias.
Luego como los vapores esparcidos en la atmósfera, que es una mezcla de diferentes gases, producen por efecto del enfriamiento cristales de nieve, que es una mezcla de diferentes gases, producen por efecto del enfriamiento cristales de nieve, que según las diversas circunstancias atmosféricas en que se forman, aparecen muy artísticamente formados y son singularmente bellos; así, sin quitar nada al principio teleológico, en virtud del cual juzgamos la organización, se puede pensar muy bien que la belleza de las flores, de las plumas de las aves, de las conchas, en la forma como en el color, pueden atribuirse a la naturaleza y a la propiedad que tiene de producir libremente, sin ningún objeto particular, y conforme a las leyes químicas, por el arreglo de la materia necesaria para la organización, ciertas formas que muestran además una finalidad estética.
Pero lo que prueba directamente que el principio de la idealidad de la finalidad sirve siempre de fundamento a los juicios que formamos sobre lo bello de la naturaleza, y lo que no impide admitir como principio de aplicación un fin real de la naturaleza para nuestra facultad de representación, es que en general, cuando juzgamos de la belleza, buscamos en nosotros mismos a priori la medida de nuestro juicio, y que cuando se trata de juzgar si una cosa es bella o no, el juicio estético es el mismo legislativo.Esto sería, en efecto, imposible en la hipótesis del realismo de la finalidad de la naturaleza lo que deberíamos encontrar bello, y el juicio del gusto estaría sometido a principios empíricos. Por lo que en esta especie de juicios, no se trata de saber lo que es la naturaleza, ni aun qué fin se propone en relación a nosotros, sino qué efecto produce sobre nosotros.
Decir que la naturaleza ha formado sus figuras para nuestra satisfacción, sería todavía reconocer en ella una finalidad objetiva, y no admitir solamente una finalidad subjetiva, que descanse sobre el juego de la imaginación en libertad; según esta última opinión somos nosotros los que recibimos la naturaleza con favor, sin que ella nos preste ninguno.La propiedad que tiene la naturaleza de suministrarnos la ocasión de percibir en la relación de las facultades de conocer, ejercitán- dose sobre algunas de sus producciones una finalidad interna, que, debemos mirar, en virtud de un principio supra-sensible, como necesaria y universal; esta propiedad no puede ser un fin de la naturaleza, o más bien no podemos mirarla como tal, porque entonces el juicio que fuera determinado por ella, sería heterónomo, y no libre y autónomo, como conviene a un juicio del gusto. En las bellas artes, el principio del idealismo de la finalidad es todavía más claro. Tienen de común con la naturaleza que no se puede admitir un realismo estético fundado sobre sensaciones (porque esto no sería de las bellas artes, sino de las artes agradables).
De otro lado, la satisfacción producida por ideas estéticas no debe depender de ciertos fines propuestos al arte (que entonces no tendría más que un objeto mecánico); por consiguiente, aun en el racionalismo del principio descansa aquella sobre la idealidad y no sobre la realidad de los fines: de esto resulta claramente que las bellas artes, co- mo tales, no deben considerarse como producciones del entendimiento y de la ciencia, sino del genio, y que así reciben su regla de las ideas estéticas, las cuales son esencialmente diferentes de las ideas racionales de fines determinados.Del mismo modo que la idealidad de los objetos sensibles, considerados como fenómenos, es la sola manera de explicar cómo sus formas pueden ser determinadas a priori, también el idealismo de la finalidad en el juicio de lo bello de la naturaleza y del arte, es la sola suposición que permite a la crítica explicar la posibilidad de un juicio del gusto, es decir, de un juicio que reclama a priori un valor universal (sin fundar sobre conceptos la finalidad que es representada en el objeto). § LVIII De la belleza como símbolo de la moralidad Para probar la realidad de nuestros conceptos, se necesitan siempre las intuiciones.
Si se trata de conceptos empíricos, estas últimas se llaman ejemplos.Si se trata de conceptos puros del entendimiento, estas son los esquemas. En cuanto a la realidad objetiva de los conceptos de la razón, es decir, de las ideas, pedir la prueba de ellas, bajo el punto de vista del conocimiento teórico, es pedir algo imposible, pues que en esto no puede haber intuición que les corresponda. Toda hipótesis (exhibición, subjectio sub ads-pectum), en tanto que representación sensible96, es doble: es esquemática cuando la intuición que corresponde a un concepto recibido por el entendimiento es dada a priori; simbólica cuando corresponde a un concepto que solo la razón puede concebir, pero al cual ninguna intuición sencilla puede corresponder; se halla sometida a una intuición con la que concierta un proce-96 Versinnlichung. dimiento del juicio que no es más que análogo al que se sigue en el esquematismo, es decir, que no conforma con este más que por la regla y no por la intuición misma, por consiguiente, por la forma sola de la reflexión, y no por su contenido.
Es culpable que los nuevos lógicos empleen la palabra simbólica para designar el modo de representación opuesto al modo intuitivo; porque el modo simbólico no es más que una especie de modo intuitivo.Este último (el modo intuitivo), puede, en efecto, dividirse en modo esquemático y modo simbólico. Los dos son hipótesis, es decir, exhibiciones (exhibitiones); no se halla en ellos más que simples caracteres, o signos sensibles destinados a designar los conceptos a que los asociamos. Estos últimos no contienen nada que pertenezca a la intuición del objeto, sino que sirven solamente de medio de reproducción según la ley de asociación a que se halla sometida la imaginación, por consiguiente a un fin subjetivo. Tales son las pala- bras o los signos visibles (algébricos y aun mímicos) en tanto que simples expresiones de los conceptos97. Todas las intuiciones que se hallan sometidas a conceptos a priori son, pues, o esquemas o símbolos: los primeros contienen exhibiciones directas, los segundos, exhibiciones indirectas del concepto.
Los primeros producen demos-trativamente; los segundos, por medio de una analogía (por cuyo medio nos servimos aún de intuiciones empíricas).En este último caso, el juicio tiene una doble función; primera, aplicar el concepto al objeto de una intuición sensible, y después aplicarlo a un objeto distinto, del que el primero no es más que el símbolo, la regla de la reflexión que nos hacemos sobre esta intui-97 El modo intuitivo del conocimiento debe ser opuesto al modo discursivo (no al modo simbólico). Luego el primero es, o esquemático por el medio de la demostración, o simbólico como representación fundada sobre una simple analogía. ción. Así es que nos representamos simbólica-mente un estado monárquico por un cuerpo animado, cuando es dirigido conforme a una constitución y leyes populares, o por una simple máquina, como por ejemplo, un molino a brazo, cuando es gobernado por una voluntad única y absoluta.
Entre un estado despótico y un molino a brazo no hay ninguna semejanza, pero la hay entre las reglas, por cuyo medio reflexionamos sobre estas dos cosas y sobre su causalidad.Este punto ha sido, hasta ahora poco esclare-cido, aunque merece un profundo examen; pe-ro no es este el lugar para insistir sobre él. Nuestra lengua está llena de semejantes exhibiciones indirectas, fundadas sobre una analogía, en las que la expresión no contiene un esquema propio de un concepto, sino solamente un símbolo para una reflexión. Tales son las expresiones, fundamento (apoyo, base), depender (tener alguna cosa por otra más elevada), dimanar de cualquier cosa (por seguir), sustancia a sostén de los accidentes (como se expresa Locke). Lo mismo se ve en otra infinidad de hipótesis simbólicas que sirven para designar conceptos, no por medio de una intuición directa, sino conforme a una analogía con la intuición, es decir, haciendo pasar la reflexión que hace el espíritu sobre un objeto de intuición a otro concepto al que una intuición quizá no pueda corresponder jamás directamente.
Si ya podemos llamar conocimiento a un simple modo de representación (y esto es muy permitido cuando no se trata más que de un principio que determine el objeto teóricamente, respecto a lo que él es en sí, pero que lo determine prácticamente, mostrándonos lo que la idea de este objeto debe ser para nosotros y para el uso a que se destina), entonces todo nuestro conocimiento de Dios (es simplemente simbólico, y el que lo mira como esquemático, así como los atributos del entendimiento, de la voluntad, etc., que no prueban su realidad objetiva más que en los seres del mundo, aquel cree que en el antropomorfismo, lo mismo que el que descarta toda especie de modo intuitivo, cree en el deísmo, o sea aquel sistema, según el cual no se conoce absolutamente fuera de Dios, ni aun bajo el punto de vista práctico.
Por lo que yo digo que lo bello es el símbolo de la moralidad, y que sólo bajo este punto de vista (en virtud de una relación natural para cada uno, y que cada uno exige de los demás como un deber) es como agrada y pretende el asentimiento universal, porque el espíritu se siente en esto como ennoblecido, y se eleva por cima de esta simple capacidad, en virtud de la cual recibimos con placer las impresiones sensibles, y estima el valor de los demás conforme a esta misma máxima del juicio.Es lo inteligible lo que el gusto tiene en cuenta, como he mostrado en el párrafo precedente: es hacia él, en efecto, hacia donde se dirigen nuestras facultades superiores de conocer, y sin él habría contradicción entre su naturaleza y las pretensiones que presenta el gusto.
En esta facultad, el juicio no se ve, como cuando no es más que empírico, sometido a una heteronomia de las leyes de la experiencia; se da a sí mismo su ley relativamente a los objetos de una tan pura satisfacción, como hace la razón relativamente a la facultad de querer; y por esta posibilidad interior que se manifiesta en el sujeto, como por la posibilidad exterior de una naturaleza que se conforma con la primera, se ve ligado a alguna cosa que se revela en el sujeto mismo y fuera de él, y que no es ni la naturaleza ni la libertad, sino que se halla ligado a un principio de esta misma, es decir, con lo supra-sensible, en el cual la facultad teórica se confunde con la facultad práctica de una manera desconocida, pero semejante para todos.Nosotros indicare-mos algunos puntos de esta analogía haciendo notar al mismo tiempo las diferencias. 1. Lo bello agrada inmediatamente (mas sólo en la intuición reflexiva, no como la moralidad, en el concepto). 2.
Agrada independientemente de todo interés (el bien moral está, en verdad, liga- do a un interés necesariamente, pero no a un interés que precede al juicio de satisfacción, porque este mismo juicio es lo que le produce).3. La libertad de la imaginación (por consiguiente, de nuestra sensibilidad), se representa en el juicio de lo bello como conformándose con la legalidad del entendimiento (en el juicio moral, la libertad de la voluntad es concebida como el acuerdo de esta facultad consigo misma, según las leyes universales de la razón). 4. El principio subjetivo del juicio de lo bello es representado como universal, es decir, como aceptable para todos, aunque no se puede determinar por ningún concepto universal (el principio objetivo de la moralidad es también representado como universal, es decir, como admisible para todos los sujetos, así como para todas las acciones de cada sujeto, mas también como pudiendo ser determinado por un concepto universal). Esto es porque el juicio moral no es capaz de principios constitutivos determinados, sino que sólo es posible por máximas fundadas sobre estos principios y sobre su universalidad.)
La consideración de esta analogía es frecuente aun entre las inteligencias vulgares, y se designan muchas veces objetos bellos de la naturaleza o del arte, por medio de nombres que parecen tener por principio un juicio moral.Se califica de majestuosos y de magníficos árboles o edificios: se habla de campos graciosos y que ríen: los colores mismos son llamados inocen-tes, modestos, tiernos, porque excitan sensaciones que contienen algo análogo a la conciencia de una disposición de espíritu producida por juicios morales. El gusto nos permite de este modo pasar, sin un salto muy brusco, del atractivo de los sentidos a un interés moral habitual, representando la imaginación en su libertad como pudiendo ser determinada de acuerdo con el entendimiento, y aun aprendiendo a hallar en los objetos sensibles una satisfacción libre e independiente de todo atractivo sensible.
Apéndice § LIX De la metodología del gusto La división de la crítica en doctrina elemental y metodología la cual precede a la ciencia, no puede aplicarse a la crítica del gusto, puesto que no hay ni puede haber ciencia de lo bello, y porque el juicio del gusto no puede determinarse por principios.En efecto, la parte científica de cada arte, y todo lo que mira la verdad en la exhibición de su objeto, es sin duda una condición indispensable (condiditio sine qua non) de las bellas artes, pero esto no constituye las mismas bellas artes. No hay, pues, para las bellas artes más que una manera98 (modus) y no un método (metodus). El maestro debe mostrar lo que debe hacer el discípulo, cómo lo debe hacer, y las reglas generales a las que en definitiva reduce su manera de proceder, pueden servirle de ocasión para hallar las principales cosas que por aquellas le prescriben. Se debe, sin embargo, atender a un cierto ideal que el arte debe tener a la vista, aunque no pueda jamás alcanzarlo por completo.
Esto no se consigue más que excitando la imaginación del discípulo para apropiarse a un concepto dado, y para esto haciéndole notar lo insuficiente de la expresión respecto a la idea, que el concepto mismo no alcanza, puesto que es estético, y por medio de una crítica severa, que le impedirá tomar los ejemplos que se le propongan como tipos o modelos que imitar, que no pueden ser sometidos a una regla superior, ni a su propio juicio, y así es como el genio, y con él la libertad de la imaginación, evi-98 Manier.tarán el peligro de ser ahogados por las reglas, sin las cuales no puede haber bellas artes, ni gusto que las juzgue exactamente.
La propedéutica de todas las bellas artes en tanto que se trata del último grado de perfección, no parece que consiste en los preceptos, sino en la cultura de las facultades del espíritu por medio de estos conocimientos preparatorios que se llaman humanidades, probablemente porque humanidad significa de un lado el sentimiento de la simpatía universal, y de otro la facultad de poderse comunicar íntima y universalmente, dos propiedades que, juntas, componen la sociabilidad propia de la humanidad, y por las cuales esta salta los límites asignados al animal.
El siglo y los pueblos cuya corriente por la sociedad legal, solo fundamento de un estado duradero luchan contra las grandes dificultades que presenta el problema de la unión de la libertad (y por consiguiente, también de la igualdad) con cierta violencia (más bien con la del respeto y la sumisión al deber que con la del miedo), este siglo y estos pueblos deberían hallar primero el arte de sostener una comunicación recíproca de ideas entre la parte más ilustrada y la más inculta, de aproximar el desenvolvimiento y la cultura de la primera al ni-vel de la simplicidad natural y de la originalidad de la segunda, y de establecer de este mo-do este intermedio entre la civilización y la simple naturaleza que constituye para el gusto, en tanto que sentido común para los hombres, una medida exacta, pero que no pueda determinarse conforme a reglas generales.
Un siglo más avanzado pasará difícilmente sin estos modelos, puesto que se separa siempre más de la naturaleza, y que, por último, si no tiene ejemplos permanentes de ella, apenas estará en estado de formarse un concepto de la feliz unión, en un solo y mismo pueblo, de la violencia legal, que exige la más alta cultura, con la fuerza y la sinceridad de la libre naturaleza, sintiendo su propio valor.
Mas como el gusto es en realidad una facultad de juzgar de la representación sensible de las ideas morales (por medio de cierta analogía de la reflexión sobre estas dos cosas), y como de esta facultad, así como de una capacidad más alta todavía para el sentimiento derivado de estas ideas (que se llama sentimiento moral), es de donde se deriva este placer que el gusto proclama admisible para la humanidad en general, y no para el sentimiento particular de cada uno, se ve claramente que la verdadera propedéutica para fundar el gusto es el desenvolvimiento de las ideas morales y la cultura del sentimiento moral, porque solamente a condición de que la sensibilidad esté de acuerdo con este sentimiento, es como el verdadero gusto puede recibir una forma determinada e inmutable.
FIN DEL TOMO PRIMERO Segunda parte Crítica del juicio teleológico § LX De la finalidad objetiva de la naturaleza Los principios trascendentales del conocimiento nos autorizan a admitir una finalidad, por la cual la naturaleza en sus leyes particulares se concierta subjetivamente con la facultad de comprensión del juicio humano, y nos permite juntar las experiencias particulares en un sistema; porque entre las diversas producciones de la naturaleza, se puede admitir también la posibilidad de otras que tienen cierta forma específica por carácter, es decir, que como si fuesen hechas expresamente para nuestra facul- tad de juzgar, sirven con su variedad y su unidad, como para fortificar y sostener las fuerzas del espíritu (que se hallan en juego en el ejercicio de esta facultad) lo que les ha valido el nombre de bellas formas.Más que la contingencia de la naturaleza se hallan en la relación de medios a fines, y que su posibilidad no se pueda comprender suficientemente más que por medio de esta especie de causalidad, es de lo que no hallamos la razón en la idea general de la naturaleza, considerada como el conjunto de los objetos sensibles.
En efecto: en el precedente caso, la representación de las cosas, siendo algo en nosotros, pudiera muy bien ser concebida a priori como apropiada al destino interior de nuestras facultades de conocer.Mas ¿cómo fines que no son los nuestros y que tampoco pertenecen a la naturaleza (que nosotros no admitimos como un ser inteligente), pueden y deben constituir una especie de causalidad, o al menos un carácter completamente particular de conformidad con las le- yes? Esto es lo que es imposible de presumir a priori con algún fundamento. Con mayor razón, la experiencia misma no puede demostrar la realidad de esto, si no se ha introducido ya in-geniosamente el concepto de fin en la naturaleza de las cosas. No sacamos, pues, este concepto de los objetos y del conocimiento empírico que de ellos tenemos; y por consiguiente, nos servimos de él, más bien para comprender la naturaleza por analogía con un principio subjetivo del enlace de las representaciones, que para el conocimiento por medio de principios objetivos.
Además, la finalidad objetiva, como principio de la posibilidad de las cosas de la naturaleza, está tan lejos de conformarse necesariamente con el concepto de la misma, que ella es la que se invoca para probar la contingencia de la naturaleza y de sus formas.En efecto; cuando se habla de la estructura de un ave, de las célu-las formadas en sus huesos, de la disposición de sus alas para el movimiento, de la de su cola que le sirve como de timón, después se dice que todo esto es contingente, si se le considera relativamente al simple nexus afectivus de la naturaleza, y no se invoca todavía una especie particular de causalidad, la de los fines (nexus finalis), es decir, se muestra que la considerada como simple mecanismo, habría podido tomar otras mil formas, sin quebrantar la unidad de este principio, y que por consiguiente, no se puede esperar hallar a priori la razón de esta forma en el concepto mismo de la naturaleza, sino que es necesario buscarlo fuera de este concepto.
Hay, sin embargo, razón para admitir, al menos de una manera problemática, el juicio teleológico en la investigación de la naturaleza, pero a condición de que no se haga de él un principio de investigación y observación más que por analogía con la causalidad determinado por fines, y que no se pretenda explicar nada por este medio.Pertenece al juicio reflexivo y no al juicio determinante. El concepto de las relaciones y formas finales de la naturaleza, es la menos un principio además que sirve para reducir sus fenómenos a reglas, allí donde no bastan las leyes en una causalidad puramente mecánica. Recurrimos, en efecto, a un principio teleológico, siempre que atribuimos la causalidad al concepto de un objeto, como si este concepto estuviese en la naturaleza (y no en nosotros mismos), o que, por mejor decir, nos repre-sentásemos la posibilidad de un objeto por analogía con este género de causalidad (que es la nuestra), concibiendo de este modo la naturaleza, como siendo técnica por su propio poder, en lugar de no tener en su causalidad más que un simple mecanismo, como sucedería, si no se le atribuyese este modo de acción.
Si, por el contrario, admitimos en la naturaleza causas que obran con intención, y si, por consiguiente, damos por fundamento a la teleología no simplemente un principio regulador, que nos sirva para juzgar los fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, sino un principio constitutivo que determine el origen de sus producciones, entonces el concepto de un fin de la naturaleza no pertenecerá al juicio reflexivo, sino al juicio determinante.O más bien, este concepto no pertenecería propiamente al juicio (como el de la belleza, en tanto que finalidad formal subjetiva); como concepto racional, introduciría en la ciencia de la naturaleza una nueva especie de causalidad. Mas esta especie de causalidad no hacemos más que sacarla de nosotros mismos para atribuirla a otros seres, sin querer por esto asimilarlos a nosotros. Primera sección Analítica del juicio teleológico § LXI De la finalidad objetiva que es simplemente formal a diferencia de lo que es material.
Todas las figuras geométricas trazadas conforme a un principio, revelan una finalidad objetiva, muchas veces maravillosa por su variedad, es decir, que sirven para resolver muchos problemas con un sólo principio, y cada uno de estos de una manera infinitamente varia.La finalidad es aquí evidentemente objetiva o intelectual, y no simplemente subjetiva y estética. Porque ella expresa la propiedad que tiene la figura de engendrar muchas figuras propues-tas, y es además reconocida por la razón. Mas la finalidad no constituye, sin embargo, la posibilidad del concepto del objeto mismo, es decir, que no se considera como siendo posible únicamente en relación a este uso. Esta figura tan simple que se llama círculo, contiene el principio de la solución de una multitud de problemas, de los que cada uno exigiría por sí muchos trabajos preparatorios, mientras que esta solución se ofrece por sí misma como una de las admirables e infinitamente numerosas propiedades de esta figura.
Si se trata, por ejemplo, de construir un triángulo con una base dada y el ángulo opuesto, el problema es indeterminado, es decir, que se puede resolver de una manera infinitamente varia.Mas el círculo encierra todas estas soluciones del problema, como el lugar geométrico que suministra todos los triángulos que satisfacen a las condiciones dadas. O bien, si se quiere que dos líneas se corten de tal suerte que el rectán-gulo formado por las dos partes de la una sea igual al formado por las de la otra, la solución del problema presenta mucha dificultad. Mas para que dos líneas se dividan en esta proporción, basta que se corten en el interior del círculo, y terminen en su circunferencia. Las demás líneas curvas suministrarían también soluciones de este género, que no habría hecho concebir al pronto la regla conforme a la cual las construimos. Todas las secciones cónicas, cualquiera que sea la simplicidad de su definición, sea que se las considere en sí mismas, sea que se las refiera a sus propiedades, son fecundas en principios para la solución de una multitud de problemas posibles.
Causa un verdadero placer el ver el ardor con que los antiguos geómetras investigaban las propiedades de esta especie de líneas, sin inquietarse por esta cuestión propia de espíritus limitados: ¿qué bien nos trae este conocimiento?Así es, por ejemplo, que investigaban las propiedades de la parábola, sin conocer la ley de la gravitación hacia la superficie de la tierra, que les hubiera suministrado la aplicación de la parábola a la trayectoria de los cuerpos solicitados por la gravedad (cuya dirección puede considerarse como paralela a sí misma en toda la duración de su movimiento). Así es también que estudiaban las propiedades de la elipse sin adivinar que en esto había también una gravitación para los cuerpos celestes, y sin conocer la ley que rige la gravedad de estos cuerpos en sus diversas distancias al centro de atracción, y que hace que, aunque estén ente- ramente libres, se vean obligados a describir esta curva. Trabajando así sin saberlo para la posteridad, gozaban al encontrar en la esencia de las cosas una finalidad, cuya necesidad hubiesen podido mostrar a priori.