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Es un objeto de desprecio, si se considera en su interior; y a menos que la creación no tenga absolutamente fin último, es necesario que este hombre, que como tal también pertenece a ella, pero que en tanto que hombre malo es el sujeto de un mundo sometido a leyes morales, haga abstracción conforme a estas leyes, de su fin subjetivo (de su dicha), para que su existencia pueda conformarse con el fin último de la creación.Cuando, pues, descubrimos en el mundo un orden de fines, y que como la razón lo exige necesariamente, subordinamos los fines condicionales a uno último incondicional, es decir, a un objeto final, es evidente desde luego que no se trata entonces de un objeto interior de la naturaleza, dado como existente, sino del objeto de su existencia misma, así como de todas sus disposiciones, por consiguiente, del último objeto de la creación, y en este, de la condición su- prema que solo puede determinar un objeto final (es decir, del motivo que determina una inteligencia suprema a producir las cosas del mundo).
Luego colocando en el hombre, considerado solamente como ser moral, el objeto de la creación, tenemos desde luego una razón, o al menos la principal condición para estar autorizados a mirar el mundo como un conjunto de fines, como un sistema de causas finales; pero tenemos principalmente, respecto a la relación, necesaria para nosotros, conforme a la constitución misma de nuestra razón, de los fines de la naturaleza a una causa inteligente del mundo, un principio que nos permite concebir la naturaleza y los atributos de esta causa primera, considerada como el principio supremo de un reino de fines, y que determina en ella el concepto de este modo, lo que la teleología física era incapaz de hacer, puesto que no podía darnos más que conceptos indeterminados, y por consiguiente inútiles, bajo el punto de vista teórico y bajo el punto de vista práctico.Apoyados sobre este principio así determinado de la causalidad del Ser supremo, no miramos solamente este ser como la inteligencia legisladora de la naturaleza, sino también como el supremo legislador del mundo moral.
En su relación con el Soberano bien, que no es posible más que bajo su imperio, o con la existencia de seres racionales bajo leyes morales, le atribuiremos la omnisciencia, a fin de que pueda penetrar en lo más profundo de nuestros corazones (porque allí es verdaderamente donde se debe buscar el valor moral de las acciones de los seres racionales); la omnipotencia, a fin de que pueda apropiar la naturaleza entera a este fin supremo; la suma bondad y la suma justicia, para que estos atributos (en unión de la sabiduría) constituyan las condiciones de la causalidad de una causa suprema del mundo, considerada como produciendo el soberano bien, conforme a las leyes morales; y concebiremos también en este ser todos los atributos trascendentales, como la eternidad, la omnipresencia, etc.(porque el bien y la justicia son atributos morales), puesto que este mismo objeto final los supone.
De esta manera, la teleología moral llena los vacíos de la teleología física, y funda, por último, una teología; porque si la teleología física nada da a la otra sin saberlo, y obra consecuen-temente, no podrá fundar por sí misma más que una demonología incapaz de todo concepto determinado.Mas el principio de relación del mundo a una causa suprema, concebida como Dios, en tanto que se considera en el mundo el destino moral de ciertos seres, este principio no funda sólo una teología, completando la prueba física teleológica, y por consiguiente, tomando esta por base, sino que se basta también a sí mismo, y él mismo llama la atención sobre los fines de la naturaleza, y nos provoca al estudio de este arte maravilloso que se oculta detrás de sus formas, empeñándonos en buscar incidental- mente en los fines de la naturaleza una confirmación de las ideas suministradas por la razón pura práctica.
En efecto, el concepto de seres del mundo sometidos a leyes morales, es un principio a priori, conforme al cual el hombre debe juzgarse necesariamente, y la razón reconoce también a priori como un principio que le es necesario para juzgar teleológicamente la existencia del mundo, que si hay realmente una causa que obra con intención y en vista de un fin, esta relación moral debe contener la condición de la posibilidad de una creación tan necesariamente, como la que se funda sobre las leyes físicas (si esta causa inteligente tiene su objeto final).Toda la cuestión está en saber si tenemos un motivo suficiente por la razón (especulativa o práctica) para atribuir un objeto final a la causa suprema que obra conforme a fines.
Porque que este objeto, conforme a la constitución subjetiva de nuestra razón, y aun conforme a lo que podemos concebir de la razón de otros seres, no puede ser más que el hombre sometido a leyes morales, es lo que podemos tener por cierto a priori; mientras que, por el contrario, es imposible a priori conocer los fines de la naturaleza en el orden físico, y principalmente comprender que una naturaleza no pueda existir sin ellos.OBSERVACIÓN Supongamos un hombre en un momento en que su espíritu es llevado al sentimiento moral.
Aunque halle en medio de una bella naturaleza un placer tranquilo y sereno en el sentimiento de su existencia, siente también en sí la necesidad de dar gracias por ello a cualquier ser, o bien si en otra ocasión halla el mismo placer en el sentimiento de sus deberes, que no puede ni quiere cumplir más que por un voluntario sacrificio, siente la necesidad de pensar que ha cumplido por esto mismo con una orden, y ha obedecido al señor soberano; o bien todavía, si ha obrado sin reflexión contra su deber, pero sin tener que responder a los hombres, siente que los remordimientos interiores levantan en él la voz severa, como si fuera la palabra de un juez, ante el cual hubiese de comparecer; en una palabra, tiene necesidad de una inteligencia moral, puesto que el objeto mismo para que existe, exige un ser que sea su causa y ella del mundo, conforme a este objeto.
Sería inútil suponer móviles ocultos detrás de estos sentimientos, porque se hallan inmediatamente ligados a las más puras disposiciones morales, puesto que el reconocimiento, la obediencia y la humildad (la sumisión a un castigo merecido), dicen disposiciones de espíritu favorables al deber, y que el que intente desenvolver sus disposiciones morales, coloca voluntariamente ante sí por el pensamiento un ser que no existe en el mundo, a fin de llenar también sus deberes para con él, si hay lugar.Es, pues, al menos una cosa posible, cuyo principio se halla en nuestros sentimientos morales, y es la necesi- dad puramente moral de admitir la existencia de un ser, que de a nuestra moralidad más fuerza y aun extensión (al menos según nuestro modo de representación), proponiéndose un nuevo objeto, es decir, el admitir fuera del mundo un legislador moral sin pensar en la prueba teórica, y todavía menos en nuestro interés personal, sino por un motivo puramente moral y libre de toda influencia extraña, (pero completamente subjetiva), bajo la sola autoridad de una razón puramente práctica que saca sus leyes de sí misma.
Y aunque semejante disposición de espíritu se produzca rara vez o no se prolongue, aunque sea fugitiva y sin efecto duradero, a menos que no se aplique a discernir el objeto representado en esta sombra, y que se esfuerce en reducirla a conceptos claros, no se puede, sin embargo, negar que no hay en nosotros una disposición moral que nos lleve, como principio subjetivo, a no contentarnos, en la consideración de la naturaleza, con una finalidad establecida por medio de causas natura- les, sino a suponerle una causa suprema que gobierna la naturaleza conforme a principios morales.
Añadamos a esto que nos sentimos obligados por la ley moral a inclinarnos a un objeto supremo universal, pero incapaces al mismo tiempo, así como toda la naturaleza, para alcanzar este objeto, y que esto no es, sin embargo, más que inclinándonos en cuanto podemos a ponernos en armonía con el objeto final de una causa inteligente del mundo (si existe semejante causa), de suerte que hallamos en la razón práctica un motivo puramente moral para admitir esta causa (puesto que se puede sin contradicción), para no hallarnos expuestos a mirar nuestros esfuerzos como completamente perdidos y dejarnos desalentar por esto.De todo esto, es necesario, pues, aquí deducir únicamente, que si el temor ha podido producir los dioses, la razón es la que por medio de sus principios morales, ha podido producir el concepto de Dios (aun cuando seamos muy ignorantes, como sucede comúnmente en la
Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro, también conocida como Diferencia de la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro o Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro, la tesis que Karl Marx presentó en marzo del 1841 para obtener el título de doctor en la Universidad de Jena, en Bélgica, es un estudio comparativo que se sitúa en una distinción fundamental: el horizonte que ambos pensadores otorgan al carácter de la necesidad. Así, Demócrito limita su horizonte a la posibilidad real y a partir de allí deduce la necesidad. Es decir, que el hombre asume la realidad contingente del mundo como necesario y por ello le atribuye esencias. En contraposición, Epicuro no considera la existencia relativa como existencia absoluta: «La realidad contingente sólo tiene valor de posibilidad, y la posibilidad abstracta es precisamente el antípoda de la posibilidad real. La segunda se contiene dentro de los límites definidos como el entendimiento: la primera es ilimitada como la fantasía".
Karl Marx Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro ePUB v1.4 jcastro94 13.09.12 Título original: Differenz der demokritischen und epikureischen Naturphilosophie Karl Heinrich Marx, 1841.Traducción: Editorial Ayuso, Madrid Diseño/retoque portada: jcastro94 Editor original: jcastro94 (v1.0 a v1.4) Corrección de erratas: No ePub base v2.0 La filosofía no lo oculta. Hace suya la profesión de fe de Prometeo: «¡En una palabra, odio a todos los dioses!". Y opone esta divisa a todos los dioses del cielo y de la tierra que no reconozcan como suprema divinidad a la autoconciencia humana. Esta no tolera rival. Prefacio La forma de este trabajo hubiera sido, por un lado más rigurosamente científica y, por otro, menos pedante en ciertos puntos si su intento primitivo no se hubiese circunscripto a convertirlo en una tesis de doctorado. Razones extrínsecas me deciden, sin embargo, a publicarlo según su presente aspecto. Creo, además, que he resuelto aquí un problema hasta ahora insoluble dentro de la historia de la filosofía griega.
Los especialistas saben que para el tema de esta disertación no existen trabajos anteriores de ninguna clase.Hasta nuestros días todos se han contentado con repetir las simplezas de Cicerón y Plutarco. Gassendi, que liberó a Epicuro de la prohibición que le habían impuesto los padres de la Iglesia y toda la Edad Media, período de irracionalidad victoriosa, sólo presenta en su exposición un momento interesante. Busca acomodar su conciencia católica con su ciencia pagana, a Epicuro con la Iglesia, trabajo perdido por otra parte. Es como si se quisiera arrojar el hábito de una monja cristiana sobre el cuerpo bellamente floreciente de la Lais griega. Gassendi, por cierto, aprendió más filosofía en Epicuro que lo que pudo enseñarnos sobre él. Debe considerarse este estudio sólo como anticipo de un escrito más amplio en el que expondré con detalles el ciclo de la filosofía epicúrea, estoica y escéptica y sus relaciones con toda la especulación helénica. Allí he de eliminar las faltas de forma y otras semejantes del presente ensayo.
Hegel ha determinado, en verdad, con exactitud en sus grandes líneas lo general de los mencionados sistemas, pero en el plan maravillosamente vasto y audaz de su historia de la filosofía, del que puede hacerse arrancar la historia de esta disciplina, no era posible, por una parte, entrar en los pormenores, y, por otra, su concepción de lo que llamó lo especulativo por excelencia le impidió a este gigantesco pensador reconocer en esos sistemas el alto significado que ellos tienen para la historia de la filosofía griega y el espíritu griego en general.Estos sistemas constituyen la clave de la verdadera historia de la filosofía helénica. En cuanto a sus relaciones con la vida griega, se halla una indicación más profunda en un escrito de mi amigo Klippen, Friedrich der Grosse und seine Widersacher (Federico el Grande y sus adversarios). Si hemos agregado, como apéndice, una crítica de la polémica de Plutarco contra la teología de Epicuro, ello se debe a que esta controversia no es un caso aislado, sino la expresión de un hecho que representa en sí, de modo eminente, el vínculo entre el entendimiento teologizante y la filosofía.
Entre otras cosas no trataremos, en la crítica, de demostrar la falsedad general del punto de vista de Plutarco cuando arrastra a la filosofía ante el tribunal de la religión.Sobre ésto baste, en lugar de otro razonamiento, este pasaje de David Hume: «Es por cierto una especie de injuria para la filosofía cuando se la constriñe —a ella, cuya autoridad soberana debería ser reconocida en todas partes— a justificarse, en cada oportunidad, a causa de sus consecuencias y a defenderse desde el instante que entra en conflicto con cada arte y ciencia. Esto hace pensar en un rey que fuera acusado de alta traición contra sus propios súbditos". La filosofía, mientras una gota de sangre haga latir su corazón absolutamente libre y dominador del mundo, declarará a sus adversarios junto con Epicuro: «No es impío aquel que desprecia a los dioses del vulgo, sino quien se adhiere a la idea que la multitud se forma de los dioses". La filosofía no oculta esto. La profesión de fe de Prometeo: «En una palabra, ¡yo odio a todos los dioses!
", es la suya propia, su propio juicio contra todas las deidades celestiales y terrestres que no reconocen a la autoconciencia humana como la divinidad suprema.Nada debe permanecer junto a ella. Pero a los despreciables individuos que se regocijan de que en apariencia la situación civil de la filosofía haya empeorado, ésta, a su vez, les responde lo que Prometeo a Hermes, servidor de los dioses: Has de saber que yo no cambiaría mi mísera suerte por tu servidumbre. Prefiero seguir a la roca encadenado antes que ser el criado fiel de Zeus. En el calendario filosófico Prometeo ocupa el lugar más distinguido entre los santos y los mártires. Berlín, marzo de 1841. Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro Primera parte: Diferencia general entre la filosofía democrítea y epicúrea de la naturaleza I. Objeto de la disertación Parece acontecerle a la filosofía griega lo que no debe suceder en una buena tragedia: presentar un desenlace débil.
Con Aristóteles, el Alejandro Magno de la filosofía helénica, creeríamos que termina en Grecia la historia objetiva de la filosofía, y aún los estoicos, a pesar de su energía viril, no lograron, como los espartanos habían conseguido en sus templos, encadenar Atenea a Hércules, de manera que ella no pudiera huir.A los epicúreos, estoicos y escépticos se les considera casi como un complemento inadecuado, sin ninguna relación con sus vigorosos antecesores. La filosofía epicúrea sería un agregado sincrético de la física democrítea y de la moral cirenaica; el estoicismo, una mezcla de la especulación cosmológica de Heráclito, de la concepción ética del mundo de los cínicos y hasta un poco de lógica aristotélica; el escepticismo, finalmente, resulta el mal necesario opuesto a tales corrientes dogmáticas. Se vinculan así, sin advertirlo, esas escuelas filosóficas a la filosofía alejandrina, convirtiéndolas en un eclecticismo estrecho y tendencioso.
La filosofía alejandrina, en último término, es considerada como una extravagancia, una desintegración absoluta, un desorden, en fin, donde se podría, a lo sumo, reconocer la universalidad de la intención.Existe, no obstante, una verdad muy simple: el nacimiento, el florecimiento y la muerte constituyen el círculo férreo en que se halla confinado todo lo humano y que debe ser recorrido. No habría, entonces nada extraño en el hecho de que la filosofía griega, después de haber alcanzado la más elevada floración con Aristóteles, se hubiera marchitado inmediatamente. Pero la muerte de los héroes semeja a la puesta del sol y no al estallido de una rana que se ha inflado. Y, además, el nacimiento, el florecimiento y la muerte son representaciones muy generales, muy vagas, en que todo se puede hacer entrar, pero donde nada es aprehendido. La muerte está ella misma preformada en lo viviente; sería necesario, entonces, tanto como la forma de la vida, captar esta otra, según su estructura, mediante un carácter específico.
En definitiva, si arrojamos una mirada sobre la historia, ¿resultan el epicureísmo, el estoicismo y el escepticismo fenómenos particulares?¿No son ellos el arquetipo del espíritu romano, la forma en que Grecia emigra a Roma? ¿No poseen una esencia tan característica, intensa y eterna que el mundo moderno mismo ha debido concederles la plenitud del derecho de ciudadanía espiritual? Insisto sobre este aspecto sólo para traer a la memoria la importancia histórica de esos sistemas; mas de lo que se trata aquí no es de su significado general para la historia de la cultura; lo que interesa es su conexión con la filosofía griega anterior. ¿No deberíamos, en vista de tal relación, sentirnos por lo menos en la necesidad de efectuar investigaciones al comprobar que la filosofía helénica termina en dos grupos diferentes de sistemas eclécticos, de los cuales uno constituye el ciclo de las filosofías epicúrea, estoica y escéptica, y el otro es conocido con el nombre de especulación alejandrina?
¿No es, además, un fenómeno extraordinario que después de las filosofías platónica y aristotélica, que se dilatan hasta la totalidad, aparecen nuevos sistemas que no se vinculan a esas ricas formas del espíritu, sino que, desandando el tiempo, se vuelven hacia las escuelas más simples: las filosofías de la naturaleza se aproximan a la física, la escuela ética se acerca a Sócrates?¿Cómo es posible, por otra parte, que los sistemas posteriores a Aristóteles encuentren de alguna manera sus fundamentos ya preparados en el pasado? ¿Que Demócrito sea relacionado con los cirenaicos y Heráclito con los cínicos? ¿Es un azar que en los epicúreos, los estoicos y los escépticos todos los momentos de la autoconciencia sean presentados en absoluto, pero cada momento como una existencia peculiar? ¿Esos sistemas en conjunto forman la construcción completa de la autoconciencia?
El carácter, en fin, por el cual el pensamiento griego comienza míticamente con los Siete Sabios, rasgo que se encarna, en efecto, como el centro de esta filosofía, en Sócrates —su demiurgo—, me refiero a la esencia del sabio, del sofós, ¿se ha afirmado fortuitamente en esos sistemas como la realidad de la ciencia verdadera?Me parece que si los sistemas anteriores son más significativos e interesantes por el contenido, los posaristotélicos, y en particular el ciclo de las escuelas epicúrea, estoica y escéptica, lo son más por la forma subjetiva, el carácter de la filosofía griega. Porque es precisamente la forma subjetiva, el soporte espiritual de los sistemas filosóficos, lo que hasta aquí se ha olvidado casi por completo, para considerar sólo sus determinaciones metafísicas. Prometo exponer, en un estudio más desarrollado, las filosofías epicúrea, estoica y escéptica, en su conjunto, y su relación total con la filosofía griega anterior y posterior.
Me bastará, por el momento, con desarrollar ese encadenamiento, apoyándome por así decir en un ejemplo y considerándolo en un solo aspecto: su vínculo con la especulación anterior.Elijo como modelo la relación entre la filosofía de la naturaleza en Epicuro y Demócrito. No creo que ese punto de partida sea el más cómodo. Por un lado, en efecto, existe un viejo prejuicio, en todas partes admitido, según el cual se identifican las físicas de Demócrito y Epicuro hasta no ver en las modificaciones introducidas por este último nada más que ideas arbitrarias; y estoy obligado, por otra parte, a entrar, en cuanto a los detalles, en ciertas aparentes micrologías. Pero, precisamente, porque ese prejuicio es tan viejo como la historia de la filosofía y puesto que las divergencias se hallan tan ocultas que sólo se revelan ante el microscopio, el resultado será aún más importante si logramos demostrar que a pesar de su afinidad existe entre las físicas de Demócrito y Epicuro una diferencia esencial que se extiende hasta los menores detalles.
Lo que se puede probar en lo pequeño es aún más fácil de mostrar cuando se toman las relaciones en dimensiones mayores, mientras que, por el contrario, las consideraciones demasiado generales, dejan subsistir la duda de si el resultado se confirmará en lo particular.II. Juicio sobre la relación de la física democrítea y la epicúrea Para poder apreciar la diferencia general entre mi punto de vista y las opiniones anteriores, basta con examinar rápidamente los juicios de los antiguos sobre la relación de la física de Demócrito y la de Epicuro. El estoico Posidonio, Nicolás y Soción censuran a Epicuro por haber dado como de su propiedad la doctrina democrítea sobre los átomos y la de Aristipo sobre el placer[1]. El académico Cotta pregunta en Cicerón: «¿Qué hay, por cierto, en la física de Epicuro que no pertenezca a Demócrito? Él modificó, en efecto, algunos detalles, pero en general no hace más que repetirlo»[2]. Y Cicerón mismo dice: «En la física, a propósito de la cual mayormente se vanagloriaba, Epicuro no es más que un simple advenedizo.
La mayor parte de ella pertenece a Demócrito; cuando se separa de él o quiere corregirlo, lo altera y lo desfigura»[3].No obstante, si bien muchos autores reprochan a Epicuro haber expresado injurias contra Demócrito, Leoncio, según Plutarco, afirma, al contrario, que Epicuro estimaba a Demócrito puesto que éste, antes que él, había profesado la verdadera doctrina y descubierto con anterioridad los principios de la naturaleza[4]. En el tratado De placitis philosophorum se dice que Epicuro practicó la filosofía según Demócrito[5]. Plutarco, en su Colotes, va más lejos. Al comparar sucesivamente a Epicuro con Demócrito, Empédocles, Parménides, Platón, Sócrates, Estilpón, los cirenaicos y los académicos, se esfuerza en probar «que de toda la filosofía griega Epicuro se ha apropiado lo falso y no ha comprendido lo verdadero»[6], y el tratado De eo quod secundum Epicurum non beate vivi possit abunda en insinuaciones malévolas del mismo género. Esta opinión desfavorable de los autores antiguos se vuelve a hallar en los padres de la Iglesia.
Cito en nota sólo un pasaje de Clemente de Alejandría[7], uno de los padres de la Iglesia, que merece particular mención a propósito de Epicuro, porque al interpretar las palabras en que el apóstol Pablo pone a los fieles en guardia contra los filósofos en general, formula una advertencia frente a la filosofía de Epicuro, ya que éste no se ha permitido fantasear[8] ni una sola vez sobre la providencia.Pero el hábito ya aceptado de acusar a Epicuro de plagio aparece en su forma más sorprendente en Sexto Empírico, quien pretende[9] convertir algunos pasajes absolutamente inadecuados de Homero y Epicarmo en las fuentes principales de la filosofía epicúrea. Es sabido que, en conjunto, los autores modernos sostienen también que Epicuro, como filósofo de la naturaleza, es un simple plagiario de Demócrito. Las palabras siguientes de Leibniz pueden representar aquí, en general, la opinión de aquéllos: «De ese gran hombre (Demócrito), casi no sabemos más que lo que le ha tomado Epicuro, quien no era capaz de escoger siempre lo mejor»[10].
Así, pues, mientras Cicerón reprocha a Epicuro por desvirtuar la doctrina de Demócrito, mas le deja, por lo menos, la voluntad de mejorarla y el discernimiento de ver sus defectos[11]; en tanto que Plutarco lo acusa de inconsecuencia y de inclinación predeterminada hacia lo peor y llega hasta a sospechar de sus intenciones, Leibniz le niega aún la aptitud de extraer con destreza los pasajes de Demócrito.Sin embargo, todos concuerdan en decir que Epicuro ha tomado su física de Demócrito. III. Dificultades relativas a la identidad de las filosofías democrítea y epicúrea de la naturaleza En otros testimonios históricos muchos argumentos defienden la identidad de la física de Demócrito y la de Epicuro. Los principios —los átomos y el vacío— son indiscutiblemente los mismos. Sólo en las determinaciones particulares parece prevalecer alguna divergencia arbitraria, es decir, accesoria. Mas subsiste entonces un enigma singular, insoluble.
Dos filósofos enseñan en absoluto la misma ciencia y lo hacen por cierto de la misma manera; sin embargo —¡qué inconsecuencia!— se hallan en diametral oposición en todo lo que concierne a la verdad, la certeza, la aplicación de esta ciencia, y, de un modo general, respecto de la relación entre el pensamiento y la realidad.Yo digo que están en oposición diametral y trataré ahora de demostrarlo. A) Parece difícil fijar la opinión de Demócrito sobre la verdad y la certeza del saber humano. Nos hallamos en presencia de pasajes contradictorios; o mejor, no son los fragmentos sino las ideas de Demócrito las que se contradicen. En efecto, la afirmación de Trendelenburg en Comentario sobre la psicología de Aristóteles, según la cual sólo los autores posteriores revelan dicha contradicción, que Aristóteles habría ignorado, es realmente inexacta.
Pues se dice en la Psicología de Aristóteles: «Demócrito considera el alma y el entendimiento como una sola y misma cosa; según él lo verdadero es el fenómeno»[12], y en la Metafísica leemos, al contrario: «Demócrito pretende que no existe la verdad o que ella está oculta»[13].¿Estos pasajes de Aristóteles no se contradicen? Si el fenómeno es lo verdadero, ¿cómo lo verdadero puede estar oculto? El hecho de estar oculto no comienza sino en el momento en que el fenómeno y la verdad se separan. Ahora bien, Diógenes Laercio refiere que se ha colocado a Demócrito entre los escépticos. El cita su máxima: «En realidad nosotros no sabemos nada, pues la verdad permanece oculta»[14]. Afirmaciones análogas se encuentran en Sexto Empírico[15]. Esta opinión de Demócrito, escéptica, incierta, y en el fondo contradictoria consigo misma, está sólo desarrollada sobre todo en la forma en que se determina la relación del átomo con el mundo de la apariencia sensible.
Por una parte, el fenómeno sensible no pertenece a los átomos mismos.Ese fenómeno no es sensible, sino que posee una apariencia subjetiva. «Los principios verdaderos son los átomos y el vacío; el resto es opinión, apariencia»[16]. «Sólo en la opinión existen lo caliente y lo frío; en verdad no hay más que átomos y vacío»[17]. No resulta, entonces, un objeto de la pluralidad de los átomos, sino que por combinación de los átomos todo objeto parece devenir uno"[18]. En consecuencia, sólo la razón debe considerar los principios, los que a causa de su misma pequeñez son en absoluto inaccesibles al ojo humano; por eso se les llama ideas[19]. Además, por otra parte, el fenómeno sensible es el único objeto verdadero, y la aísthesis es la frónesis, mas lo verdadero es mutable, inestable, es fenómeno. Pero, decir que el fenómeno es lo verdadero resulta contradictorio. Por consiguiente, ora un aspecto ora el otro es convertido en subjetivo y objetivo. La contradicción parece así resuelta porque ella es dividida en dos mundos.
Demócrito reduce, por tanto, la realidad sensible a la apariencia subjetiva; mas la antinomia, eliminada del mundo de los objetos, existe en su propia autoconciencia, en la que el concepto del átomo y la intuición sensible se enfrentan hostilmente.Demócrito no escapa entonces a la antinomia. No es aquí aún el lugar para explicar esto. Basta con que no se pueda negar su existencia. Escuchemos, por el contrario, a Epicuro. El sabio, dice él, se comporta dogmáticamente y no en forma escéptica[20]. Mejor aún, lo que le asegura por cierto la ventaja sobre todos es que él sabe con convicción[21]. «Todos los sentidos son heraldos de la verdad»[22]. «Nada puede refutar a la percepción sensible; ni la sensación semejante a la semejante, a causa de su similitud de valor, ni la desemejante a la desemejante, pues ambas no juzgan el mismo objeto, ni tampoco el concepto puede refutarlas porque éste depende por entero de la percepción sensible», se dice en la Canónica[23].
Pero, mientras Demócrito reduce el mundo sensible, a una apariencia subjetiva, Epicuro hace de él un fenómeno objetivo.Y es a conciencia que se diferencia en este punto, pues afirma que comparte los mismos principios, mas no convierte las cualidades sensibles en simples opiniones[24]. Una vez admitido, entonces, que la percepción sensible fue el criterio de Epicuro y que el fenómeno objetivo le corresponde, se puede considerar como exacta la consecuencia ante la cual Cicerón se encoge de hombros. «El sol le parece grande a Demócrito porque él es un sabio versado perfectamente en geometría; Epicuro supone que tiene alrededor de dos pies de diámetro, pues éste juzga que es tan grande como parece»[25]. B) Esta diferencia en los juicios teoréticos de Demócrito y Epicuro sobre la certeza de la ciencia y la verdad de sus objetos, se realiza en la energía y en la praxis científica dispares de estos hombres. Demócrito, para quien el principio no deviene fenómeno y permanece sin realidad ni existencia, tiene, por el contrario, frente a él como mundo real y concreto, el mundo de la percepción sensible.
El mundo es, en efecto, una apariencia subjetiva, aunque por eso mismo, separado del principio y abandonado en su realidad independiente; mas es al mismo tiempo el único objeto real que como tal tiene valor y significado.Por ese motivo Demócrito es empujado a la observación empírica. Al no hallar satisfacción en la filosofía se arrojó en brazos del conocimiento positivo. Hemos visto más arriba que Cicerón lo llama vir eruditus. El es versado en física, ética, matemática, en las disciplinas enciclopédicas, en todas las artes[26]. Ya el catálogo de sus libros, registrado por Diógenes Laercio, testimonia su saber[27]. Empero, la erudición tiene por característica extenderse en amplitud, reunir datos e investigar en lo externo; así vemos a Demócrito recorrer la mitad del mundo para recoger experiencias, conocimientos y observaciones.
«De todos mis contemporáneos —se vanagloria— yo soy el que ha recorrido la mayor parte de la tierra y explorado los países más remotos; he visto los climas y regiones más variados; he oído a los sabios más ilustres y nadie me ha sobrepasado en la composición de figuras con demostraciones ni aun los llamados arpedonaptas de Egipto»[28].Demetrio en los Homónimos, y Antístenes en las Sucesiones, informan que Demócrito se detuvo en Egipto junto a los sacerdotes para aprender geometría, así como también permaneció entre los caldeos en Persia y que llegó hasta el Mar Rojo. Algunos afirman que se encontró con los gimnosofistas de la India y que visitó a Etiopía[29]. Fue empujado tan lejos, en parte que el deseo de aprender, que no le daba reposo, pero también por el hecho de no hallar satisfacción en el verdadero conocimiento, es decir, en el saber filosófico. El saber que él tiene por auténtico es vacío; el que le ofrece un contenido carece de verdad.
La anécdota de los antiguos puede ser una fábula, pero es verdadera en cuanto expresa la contradicción de su naturaleza.Demócrito mismo se habría privado de la vista para que la visión sensible no oscureciera en él[30] la penetración del espíritu. Es el mismo hombre que, según Cicerón, había recorrido la mitad del mundo. Mas no logró hallar lo que buscaba. Una figura totalmente opuesta nos presenta Epicuro. Él se siente satisfecho y feliz con la filosofía. «Será necesario —dice— que sirvas a la filosofía para obtener la verdadera libertad. Quien se dedica y entrega a la filosofía no debe espera, muy pronto se verá emancipado. Pues servir a la filosofía significa libertad»[31]. «Que el joven, enseña Epicuro consecuentemente, no dude en filosofar ni el anciano renuncie a filosofar, porque nadie es demasiado joven ni demasiado maduro para recobrar la salud del alma.
Pero quien diga que el tiempo de filosofar no ha llegado aún o que ha pasado, se asemeja a aquel que pretende que el momento de ser feliz todavía no está en sazón o que ya se ha esfumado»[32].Mientras Demócrito, a quien no le ha satisfecho la filosofía, se abandona al conocimiento empírico, Epicuro desprecia las ciencias positivas: ellas no contribuyen en nada a la perfección verdadera[33]. Se le llama enemigo de la ciencia: despreciador de la gramática[34]. Se le acusa aun de ignorancia; «pero, dice un epicúreo en Cicerón, no era Epicuro quien carecía de erudición sino que los ignorantes son los que creen que aquello que es vergonzoso para el niño no saberlo, debe sin embargo repetirlo el anciano»[35]. Empero, en tanto Demócrito trata de instruirse junto a los sacerdotes egipcios, los caldeos de Persia y los gimnosofistas indios, Epicuro se jacta, por su parte, de no haber tenido maestros, de ser un autodidacto[36]. Algunos —dice él, según Séneca— persiguen la verdad sin la menor ayuda. Entre éstos él se ha abierto camino.
Y de ellos, de los autodidactos, hace los mayores elogios.Los otros no serían más que cerebros de segunda clase? [37] Mientras Demócrito ha viajado por todos los países del mundo, Epicuro apenas abandonó dos o tres veces su Jardín de Atenas y se dirigió a Jonia, no para dedicarse a investigaciones sino para visitar a sus amigos[38]. En tanto, finalmente, Demócrito, desesperando del saber, se quita él mismo la vista, Epicuro, en cambio, cuando siente aproximarse la hora de la muerte, se introduce en un baño caliente, pide vino puro y recomienda a sus amigos que permanezcan fieles a la filosofía[39]. C) Las distinciones hasta aquí desarrolladas no deben atribuirse a la individualidad accidental de ambos filósofos; son tendencias opuestas que toman cuerpo. Vemos como diferencias de energía práctica lo que, más arriba, se expresa en forma de divergencia de la conciencia teorética. Consideremos, finalmente, la forma de reflexión que representa la referencia del pensamiento al ser, la relación misma.
En la relación general que el filósofo da conjuntamente del mundo y el pensamiento, él solo se objetiva a sí mismo del modo en que su conciencia particular se comporta ante el mundo real.Pero, Demócrito, como forma de reflexión de la realidad, emplea la necesidad[40]. Aristóteles dice de él que reconduce todo a la necesidad[41]. Diógenes Laercio expresa que el torbellino de los átomos, de lo que todo se origina, es la necesidad democrítea[42]. Más satisfactoriamente habla a este respecto el autor de De placitis philosophorum; la necesidad sería, según Demócrito, el destino y la justicia, la providencia y la creadora del mundo; pero la sustancia de esta necesidad sería la antitipia, el movimiento, el impulso de la materia[43]. Un pasaje análogo se halla en las églogas físicas de Estobeo[44] y en el libro VI de la Praeparatio evangelica, de Eusebio[45].
En las églogas éticas de Estobeo se conserva la sentencia siguiente en Demócrito, reproducida[46] casi en la misma forma, en el libro XIV de Eusebio[47]: «Los hombres han forjado el fantasma del azar, manifestación de su propio desconcierto, pues el azar se halla en lucha con todo pensamiento vigoroso».También Simplicio atribuye a Demócrito un pasaje donde Aristóteles habla de la vieja doctrina que suprime el azar[48]. Epicuro escribe, en cambio: «La necesidad, a la que algunos convierten en dominadora absoluta, no existe; hay algunas cosas fortuitas, otras dependientes de nuestro arbitrio. Es imposible persuadir a la necesidad; el azar, al contrario, es inestable. Sería preferible seguir el mito sobre los dioses que ser esclavo del hado de los físicos. Pues aquél deja la esperanza de la misericordia por haber honrado a los dioses, pero éste presenta la inexorable necesidad. Sin embargo, debe admitirse[49] el azar y no la divinidad, como cree el vulgo. Es un infortunio vivir en la necesidad, mas vivir en ella no es una necesidad.
Por todas partes se hallan abiertas las sendas, numerosas, cortas y fáciles que conducen a la libertad.Agradezcamos, pues, a dios que nadie pueda ser retenido en la vida. Dominar a la necesidad misma está permitido»[50]. Lo mismo expresa Velleio en Cicerón sobre la filosofía estoica: «¿Qué se debe pensar de una filosofía para la cual, como para las comadres ignorantes, todo parece suceder gracias al hado?... Por Epicuro hemos sido redimidos y puesto en libertad»[51]. Así Epicuro niega aun el juicio disyuntivo, a fin de no verse constreñido a reconocer ninguna necesidad[52]. Se afirma también, en efecto, que Demócrito ha utilizado el azar; mas de esos dos pasajes, que sobre esto se hallan en Simplicio[53], uno torna al otro sospechoso porque muestra abiertamente que Demócrito no emplea las categorías del azar sino Simplicio, quien se las ha atribuido a aquél como consecuencia. Él dice, en efecto, que Demócrito no indica ningún fundamento de la creación del mundo en general; parece convertir al azar en fundamento.
Pero no se trata aquí de la determinación del contenido sino de la forma que Demócrito ha empleado conscientemente.Otro tanto vale para el testimonio de Eusebio: Demócrito habría erigido al azar en amo de lo universal y lo divino y juzgado que todo acaece allí a través de él en tanto lo descartaba de la vida humana y de la naturaleza empírica, y aun calificaba de insensatos a sus partidarios[54]. En parte vemos aquí las simples deducciones del obispo cristiano Dionisio, y, por otro lado, que allá donde comienzan lo universal y lo divino el concepto democríteo de la necesidad cesa de diferenciarse del azar. Un punto es históricamente cierto: Demócrito emplea la necesidad; Epicuro, el azar, y cada uno de ellos rechaza con aspereza polémica la opinión contraria. La consecuencia más importante de esta diferencia reside en la forma de explicar los fenómenos físicos particulares. La necesidad aparece, en efecto, en la naturaleza finita como necesidad relativa, como determinismo.
La necesidad relativa sólo puede ser deducida de la posibilidad real, es decir, es un conjunto de condiciones, de causas, de fundamentos, etcétera, que sirve de medio a esa necesidad.La posibilidad real es la explicación de la necesidad relativa. Y la encontramos empleada por Demócrito. Citamos ya como justificación algunos pasajes tomados de Simplicio. Si un hombre que se siente sediento bebe y, en consecuencia, aplaca su deseo, Demócrito no dará como causa de ello el azar sino la sed. En efecto, aunque parezca que él emplea el azar en la creación del mundo, afirma, sin embargo, que en particular éste nada origina sino que lleva a otras causas. Así, por ejemplo, la excavación es la causa del hallazgo del tesoro, o el crecimiento la causa del olivo[55]. El entusiasmo y la seriedad con los que Demócrito introduce este modo de explicación en el estudio de la naturaleza, la importancia que concede a la teoría de tales motivaciones se expresan ingenuamente en esta confesión: «Prefiero hallar una nueva causa que ceñir la corona real de Persia»[56].
Una vez más Epicuro se opone de manera directa a Demócrito.El azar es una realidad que sólo tiene valor de posibilidad; pero la posibilidad abstracta es, por cierto, lo opuesto de la real. Esta última está encerrada en límites precisos, como el entendimiento; la otra no conoce fronteras, como la imaginación. La posibilidad real trata de demostrar la necesidad y la realidad de sus objetos; la abstracta no se ocupa del objeto que es explicado, sino del sujeto que explica. Sólo se necesita que el objeto sea posible, pensable. Lo que es posible abstractamente, lo que puede ser pensado no constituye para el sujeto pensante ni un obstáculo ni un límite ni una dificultad imprevista. Poco importa que esta posibilidad sea igualmente real, porque el interés no se extiende aquí sobre el objeto como tal. Epicuro procede, pues, con ilimitada negligencia en la explicación de los diversos fenómenos físicos particulares. Esto se aclarará mejor en la carta a Pitocles que examinaremos luego. Basta aquí observar su actitud frente a los juicios de los físicos precedentes.
En los pasajes en que el autor de De placitis philosophorum y Estobeo registran las diversas opiniones sobre las sustancias de los astros, la magnitud y la figura del sol, etcétera, se dice siempre de Epicuro: El no rechaza ninguna de tales apreciaciones; todas pueden ser exactas, pues él se atiene a lo posible[57].Además, Epicuro polemiza también contra el modo de explicación intelectual determinante y por tanto unilateral de la posibilidad real. Así Séneca expresa en sus Quaestiones naturales: «Epicuro afirma que todas esas causas pueden existir, y busca, a la vez, muchas otras explicaciones; critica a los que sostienen que una cualquiera de esas causas es la adecuada, porque es arriesgado juzgar apodícticamente sobre aquello de lo cual sólo se deducen conjeturas»[58]. Se ve, pues, que no hay ningún interés en investigar las causas reales de los objetos. El no trata simplemente de tranquilizar al sujeto que explica. Desde que todo lo posible es admitido como tal, hecho que responde al carácter de la posibilidad abstracta, es evidente que el azar del ser es sólo traducido en el azar del pensamiento.
La única regla prescripta por Epicuro, «que la explicación no debe contradecir a la percepción sensible», se entiende por sí misma; porque lo posible abstracto consiste, en efecto, en estar exento de contradicción; por eso es indispensable evitarla[59].En fin, Epicuro reconoce que su modo de explicación «sólo se propone la ataraxia de la autoconciencia no el conocimiento de la naturaleza en sí y para sí»[60]. No tenemos necesidad, sin duda, de exponer con pormenores que aquí también Epicuro se halla en oposición absoluta frente a Demócrito. Vemos, en consecuencia, que ambos pensadores se oponen paso a paso. Uno es escéptico; el otro, dogmático. Uno considera al mundo sensible como apariencia subjetiva; el otro, como fenómeno objetivo. El que juzga el mundo sensible como aparienciasubjetiva se dedica a la ciencia empírica de la naturaleza y a los conocimientos positivos y representa la inquietud de la observación que experimenta, aprende en todas partes y recorre el mundo.
El otro, que tiene por real el mundo fenoménico, rechaza el empirismo; la calma del pensamiento, que halla su satisfacción en sí misma, la autonomía, que extrae su saber ex principio interno, están encarnadas en él.Pero la contradicción va más lejos aún. El escéptico y empírico, que tiene a la naturaleza sensible por apariencia subjetiva, la considera desde el punto de vista de la necesidad y busca explicar y aprehender la existencia real de las cosas. Por el contrario, el filósofo y dogmático, que acepta el fenómeno como real, sólo ve en todas partes el azar, y su modo de explicación tiende más bien a suprimir toda realidad objetiva de la naturaleza. Estas contradicciones parecen encerrar cierta dosis de absurdo. Mas cuesta trabajo suponer que estos hombres, que se oponen en todo, se adhirieran a la misma doctrina. Y sin embargo, en apariencia, se hallan encadenados entre sí. Estudiar sus relaciones generales será el objeto del próximo capítulo*. Segunda parte: Diferencia particular entre la física democrítea y la epicúrea I.
La desviación de los átomos de la línea recta Epicuro admite un triple movimiento de los átomos en el vacío[61].El primero es la caída en línea recta; el segundo se produce porque el átomo se desvía de la línea recta, y el tercero se debe al rechazo de numerosos átomos. Al admitir el primero y tercer movimiento Epicuro está de acuerdo con Demócrito; los diferencia la desviación del átomo de su línea recta[62]. Se ha hablado mucho en broma sobre ese movimiento de desviación. En particular Cicerón es inagotable cuando trata el tema. Así dice, entre otras cosas: «Epicuro sostiene que los átomos son empujados por su peso hacia abajo, en línea recta; que ese movimiento es el natural de los cuerpos. Mas él reflexiona en seguida que si todos los átomos fueran impulsados de arriba hacia abajo jamás uno de ellos podría chocar con otro. Nuestro hombre acudió entonces al recurso de una mentira. Expresó que el átomo se desviaba apenas un poco, lo que, por otra parte, es absolutamente imposible.
De este modo se originan las aproximaciones, las mezclas y uniones de los átomos entre sí, y de ahí también el mundo y todas las partes del mundo y lo que existe en él.Aparte de que esta invención es pueril, Epicuro no llega a lo que quiere»[63]. Hallamos otra fórmula en Cicerón, en el libro primero del tratado Sobre la naturaleza de los dioses: «Después de comprender que si los átomos eran conducidos hacia abajo por su propio peso, nada estaría en nuestro poder, ya que su movimiento es determinado y necesario, Epicuro descubrió el medio de evitar la necesidad, que había escapado a Demócrito. El dice que el átomo, aunque empujado de arriba a abajo por su peso y gravedad, se desvía levemente. Aceptar esto es más humillante que no poder defender lo que él pretende»[64].
Pierre Bayle juzga del mismo modo: «Antes de él (de Epicuro) no se habían admitido en los átomos sino los movimientos provocados por el peso y el choque... Epicuro creía que aún en medio del vacío los átomos se desviaban un tanto de la línea recta y así se originaba la libertad, según él... Observemos al pasar que ese no fue el único motivo que lo llevó a inventar tal movimiento de desviación; lo utilizó también para explicar el choque de los átomos, porque él vio bien que al suponer que éstos se movían todos con igual velocidad mediante líneas rectas que descendían de arriba a abajo, no lograría hacer comprender jamás que los átomos pudiesen mezclarse, y por ende la generación del mundo hubiera sido imposible.Fue necesario, entonces, que él aceptara que los átomos se desviaban de la línea recta»[65]. Por el momento no he de discutir la exactitud de estas reflexiones.
Alguien podrá notar, al pasar, que Schaubach, el comentarista más reciente de Epicuro, ha entendido mal a Cicerón cuando dice: «Los átomos serían todos empujados por su peso hacia abajo, y paralelamente también por razones físicas; mas debido a un impulso recíproco recibirían otra dirección, según Cicerón (De Natura deorum, I, 25), un movimiento oblicuo, merced a causas fortuitas, y ello para toda la eternidad»[66].En primer lugar, en el pasaje citado, Cicerón no hace del choque el fundamento de la desviación oblicua sino al contrario, convierte a la desviación oblicua en el motivo del choque. En segundo término, él no habla de causas fortuitas; antes bien, censura que no se indique ninguna causa, pues sería contradictorio en sí y por sí aceptar, a la vez, el choque y no obstante las causas fortuitas como base de la dirección oblicua. A lo sumo, podría hablarse de causas fortuitas del choque mas no de la dirección oblicua. En las reflexiones de Cicerón y Bayle hay, por lo demás, una singularidad demasiado evidente que, no obstante, debemos señalar.
Ambos atribuyen, en efecto, a Epicuro motivos que se elimanan recíprocamente.Por un lado Epicuro admitiría la desviación de los átomos para explicar el choque; por otro, el choque para dar cuenta de la libertad. Mas si los átomos no chocan sin la desviación, ésta es superflua como causa de la libertad, porque lo contrario de la libertad comienza, como lo vemos en Lucrecio[67], con el choque determinista y violento de los átomos. Pero si los átomos chocan sin la desviación ésta es superflua como causa del choque. Yo digo que esta contradicción se produce si las causas de la desviación del átomo de la línea recta se consideran de modo tan simple e ilógico como en Cicerón y Bayle. En resumen; hallaremos en Lucrecio, el único de todos los antiguos que comprendió la física de Epicuro, una exposición más profunda. Volvamos ahora al examen de la desviación misma. Así como el punto es suprimido en la línea, todo cuerpo que cae queda suprimido en la línea recta que él describe. Su cualidad específica no importa mucho aquí.
En su caída una manzana describe también una vertical, de igual modo que lo hace un trozo de hierro.Todo cuerpo, mientras se lo considera en el movimiento de la caída, no es, pues, otra cosa que un punto que se mueve, un punto privado de su autonomía, que en un determinado ser —la línea recta que dibuja— pierde su individualidad. Por eso Aristóteles observa con justa razón contra los pitagóricos: «Vosotros decís que el movimiento de la línea es la superficie, y el del punto, la línea; así, entonces, los movimientos de las mónadas serán igualmente líneas»[68]. La consecuencia, tanto para las mónadas como para los átomos, sería, pues, que aunque ellos se mantienen en continuo movimiento[69], no existen ni la mónada ni el átomo sino que más bien desaparecen en la línea recta; porque la solidez del átomo tampoco existe aun en cuanto sólo es concebido como cayendo en línea recta. Ante todo si el vacío es representado como vacío espacial, el átomo resulta la negación inmediata del espacio abstracto, es decir, un punto espacial.
La solidez, la intensidad, que se afirma respecto de la exterioridad del espacio en sí, sólo puede sobreagregarse mediante un principio que niega el espacio en su esfera total, como acaece con el tiempo en la naturaleza real.Además, si no se quisiera conceder ésto, el átomo en tanto que su movimiento es una línea recta, resulta simplemente determinado por el espacio; posee un ser relativo que le es prescrito y una existencia puramente material. Pero hemos visto que un momento del concepto del átomo es la forma pura, la negación de toda relatividad, de todo vínculo con otro ser. Hemos observado al mismo tiempo que Epicuro objetiva ambos momentos que se contradicen en efecto, pero que yacen en el concepto de átomo. Sin embargo, ¿cómo puede Epicuro realizar la pura determinación de la forma del átomo, el concepto de pura individualidad, que niega todo ser determinado por otra cosa? Puesto que él se mueve en el dominio del ser inmediato, todas las determinaciones son inmediatas. También las determinaciones contrarias se oponen como realidades inmediatas.
Pero la existencia relativa que se contrapone al átomo, el ser que él debe negar, es la línea recta.La negación inmediata de este movimiento es otro movimiento, que representa también espacialmente la desviación de la línea recta. Los átomos son cuerpos puros autónomos, o más bien, el cuerpo pensado en su autonomía absoluta, como los cuerpos celestes. Ellos se mueven, en efecto, como éstos, aunque no en línea recta sino oblicua. El movimiento de la caída es el movimiento de la dependencia. Si entonces Epicuro representa en el movimiento del átomo, según la línea recta, su materialidad misma, él ha logrado mediante la desviación de la línea recta, la determinación formal, y estas determinaciones opuestas están representadas como movimientos directamente contradictorios. Por eso afirma con razón Lucrecio que la desviación quiebra[70] las fati foedera, (los pactos del destino), y como él aplica[71] en seguida esto a la conciencia, se puede decir del átomo que la desviación es ese algo en su interior que puede luchar y resistir.
Mas cuando Cicerón censura a Epicuro «no alcanzar siquiera el resultado según el cual ha imaginado este proceso, ya que si todos los átomos se desviaran, no se unirían nunca, o bien algunos se separarían y otros se verían, por su movimiento, empujados rectamente, y así sería necesario entonces atribuir a los átomos tareas determinadas: unos tendrían que moverse en línea recta y otros oblicuamente»[72] este reproche tiene su justificación porque los dos momentos incluidos en el concepto de átomo están representados como movimientos inmediatamente distintos, y deben, pues, ser asignados a individuos diferentes, inconsecuencia que es, no obstante, lógica, puesto que la esfera del átomo es la inmediatez.Epicuro advierte muy bien la contradicción que yace aquí. Así busca representar la desviación del modo menos sensible que pueda. Ella no está «ni en un lugar cierto ni en un tiempo determinado»[73]; ella se produce en el más pequeño espacio posible[74].
También observa Cicerón[75], y, según Plutarco, muchos autores antiguos[76], que la desviación del átomo acaece sin causa; y nada más humillante, dice Cicerón, puede sucederle a un físico[77].Pero, ante todo, una causa física, tal como la quiere Cicerón, empujaría la desviación de los átomos dentro del determinismo, del que ella debe precisamente liberarnos. Así, pues, el átomo no se ha completado del todo antes de haber sido colocado en la determinación por la desviación. Buscar la causa de esta determinación equivale entonces a inquirir la causa que convierte al átomo en principio, cuestión evidentemente despojada de sentido para quien el átomo es la causa de todo, pero él mismo carece de causa.
Cuando, en fin, Bayle[78], apoyado sobre la autoridad de Agustín[79], según la cual Demócrito atribuyó a los átomos un principio espiritual —autoridad por lo demás sin la menor importancia, dada su contradicción con Aristóteles y los autores antiguos— reprocha a Epicuro haber inventado la desviación en lugar de ese principio espiritual, habría así, por el contrario, con la expresión del alma del átomo, obtenido simplemente una palabra, mientras que en la desviación está representada la verdadera alma del átomo, el concepto de individualidad abstracta.Antes de examinar la consecuencia de la desviación del átomo de la línea recta, es aún de la mayor importancia subrayar un momento completamente subestimado hasta ahora. La desviación del átomo de la línea recta no es, en efecto, una determinación particular que acaece por azar en la física epicúrea. La ley que ella expresa penetra, profundamente a través de toda la filosofía de Epicuro, de tal modo que, como se comprende de suyo, la determinación de su aparición depende de la esfera en que ella es aplicada.
La individualidad abstracta puede, en efecto, actualizar su concepto, su determinación formal, el puro ser para sí, su independencia de la existencia inmediata, la supresión de toda relatividad, sólo si ella prescinde del ser que se le contrapone; pues para superarlo verdaderamente ella debería idealizarlo, lo que sólo la universalidad es capaz de hacer.Así como el átomo se libera de su existencia relativa —la línea recta— a medida que prescinde de ella y se separa de ella, así también toda la filosofía epicúrea se aleja del ser limitativo, en todo aquello en que el concepto de individualidad abstracta, la autonomía y la negación de todo vínculo con otra cosa, debe ser representada en su existencia. De igual modo, el fin de la acción es la prescindencia, la fuga ante el dolor y la angustia, la ataraxia[80]. Por tanto, el bien consiste en el alejamiento del mal[81], y el placer en la exclusión de las penas[82].
Finalmente, allá donde la individualidad abstracta aparece en su suprema libertad y autonomía, en su totalidad, el ser de que se separa es lógicamente todo ser; y por eso los dioses evitan el mundo, no se preocupan por él y habitan fuera de él.Han sido objeto de burla estos dioses de Epicuro que, semejantes a los hombres, moran en los intermundo real, no tienen cuerpo sino un casi cuerpo ni sangre sino casi sangre, y hieráticos en su calma bienaventurada no atienden ninguna súplica, no se preocupan ni de nosotros ni del mundo y son reverenciados no por interés sino por su belleza, su majestad y su excelsa naturaleza[84]. Y sin embargo, estos dioses no son una ficción de Epicuro. Han existido. Son las divinidades plásticas del arte griego.
Cicerón, el romano, ironiza con justa causa sobre ellos[85]; mas Plutarco, el griego, ha olvidado toda la concepción helénica cuando dice que esta doctrina de los dioses suprime el temor y la superstición; no les acuerda ni alegría ni valor, sino que nos relaciona con ellos del mismo modo que con los peces de Hircania, de los que no esperamos ni perjuicio inutilidad[86].La calma teórica es un momento capital del carácter de las divinidades griegas, como lo dice el mismo Aristóteles: «Lo excelso no tiene necesidad de ninguna acción porque ello es en sí el fin»[87]. Consideremos ahora la consecuencia que inmediatamente se deriva de la desviación del átomo. Se expresa en ella que el átomo niega todo movimiento y relación en que él es determinado por algo distinto como ser particular. Es así manifiesto que el átomo prescinde del ser que se le opone y se sustrae a él. Pero lo que aquí está contenido, la negación del átomo de toda relación con algo distinto, debe ser realizada y puesta positivamente.
Esto sólo puede acontecer si el ser con el cual él se relaciona no es otro que él mismo, es decir, también un átomo, y puesto que es determinado inmediatamente, una pluralidad de átomos.Así el rechazo (repulsión) de los átomos múltiples es la realización necesaria de la lex atomi, (ley del átomo), como Lucrecio llama a la declinación. Mas, porque aquí toda determinación es puesta como un modo de ser particular el rechazo se agrega como tercer movimiento a los precedentes. Lucrecio dice con razón que si les átomos no se desviaran no habría rechazo ni mezcla entre ellos y el mundo jamás se hubiera formado[88]. Pues los átomos son el único objeto para sí mismos; sólo pueden relacionarse entre ellos, y también expresado espacialmente, mezclarse, mientras que toda existencia relativa en la que ellos se vincularon con otra cosa, es negada. Y esta existencia relativa es, según hemos visto, su movimiento original: la caída en línea recta. Así, pues, los átomos sólo se mezclan al desviarse de esta línea.
El hecho no tiene nada que ver con la fragmentación puramente material[89].Y, en efecto, la individualidad existente inmediatamente sólo se realiza, según su concepto, en tanto que ella se relaciona con otra realidad, que es ella misma, cuando la otra se opone en la forma de una existencia inmediata. Así el hombre sólo cesa de ser producto natural cuando el otro que se relaciona con él no es una existencia diferente sino él mismo un hombre individual, aunque no el espíritu todavía. Pero para que el hombre como hombre devenga para sí mismo su único objeto real debe haber aniquilado en él su ser relativo, la fuerza del deseo y de la simple naturaleza. El rechazo (repulsión) es la primera forma de autoconciencia; corresponde por tanto a la autoconciencia que se aprehende como ser inmediato, como individualidad abstracta. En el rechazo se realiza también el concepto de átomo según el cual éste es la forma abstracta, pero a la vez es lo opuesto, la materia abstracta, pues aquello con lo cual el átomo se relaciona son en efecto átomos, mas otros átomos.
No obstante, si yo me comporto conmigo mismo como con algo inmediatamente otro el mío es un comportamiento material.Es la suprema exterioridad que puede ser pensada. En el rechazo de los átomos, su materialidad, que fue puesta por la caída en línea recta, y su determinación formal, que lo fue por la desviación, se reúnen sintéticamente. Demócrito, en contraste con Epicuro, transforma en un movimiento violento, en un acto de la ciega necesidad, lo que para éste es la realización del concepto de átomo. Hemos visto ya más arriba que Demócrito da como sustancia de la necesidad el torbellino (dine), el que proviene del rechazo (Repellieren) y del choque recíproco (Aneinanderstossen) de los átomos. El aprehende, pues, en el rechazo el lado material, la dispersión, el cambio, y no el aspecto ideal, según el cual toda relación con otra cosa es negada y el movimiento es puesto como autodeterminación.
Esto se ve claramente, pues Demócrito se imagina de modo absolutamente sensible un solo y mismo cuerpo dividido en innumerables partes por el espacio vacío, como el oro, que es quebrado en trozos[90].El, entonces, casi no concibe lo uno como concepto del átomo. Con razón Aristóteles polemiza contra él: «Por tanto Leucipo y Demócrito, que consideran que los cuerpos primeros se mueven siempre en el vacío y el infinito, deberían decirnos de qué clase es el movimiento y cuál es el movimiento adecuado a su naturaleza. Luego, si cada uno de los elementos es movido a la fuerza por algo distinto, es entonces necesario que cada uno de ellos tenga igualmente un movimiento natural, fuera del violento; este primer movimiento no debe ser impuesto sino natural. De lo contrario el proceso se extiendeal infinito»[91]. La desviación epicúrea de los átomos ha modificado también toda la estructura interna del mundo de los átomos, mientras se hace valer la determinación de la forma y se realiza la contradicción que yace en el concepto de átomo.
Epicuro fue, por tanto, el primero en comprender, aunque todavía de manera sensible, la esencia del rechazo, en tanto que Demócrito sólo ha conocido su existencia material.Así hallamos formas más concretas del rechazo empleadas por Epicuro: en materia política, el contrato[92], y en la social, la amistad[93], que él ha exaltado como lo supremo. II. Las cualidades del átomo El poseer cualidades se contradice con el concepto de átomo, porque, como dice Epicuro, toda cualidad es variable, mientras que los átomos no se modifican[94]. Sin embargo, es una consecuencia necesaria de dicho concepto atribuírselas. Pues la pluralidad de los átomos del rechazo, que son separados por el espacio sensible, deben por necesidad diferenciarse inmediatamente entre sí y de su esencia pura, es decir, tener cualidades. En el desarrollo siguiente no tomaré para nada en cuenta la afirmación de Schneider y de Nürnberg, según la cual Epicuro no ha atribuido cualidades a los átomos y que los parágrafos 44 y 54, de la carta a Heródoto, en Diógenes Laercio, son interpolados.
Si ello fuese cierto, ¿cómo quitar todo valor a los testimonios de Lucrecio, Plutarco y de todos los autores que hablan de Epicuro?Además, no es sólo en esos dos parágrafos donde Diógenes Laercio menciona las cualidades del átomo; lo hace en diez, que son: 42, 43, 44, 54, 55, 56, 57, 58, 59 y 61. La razón que hacen valer aquellos críticos: «que no consiguen concordar las cualidades del átomo con su concepto», es muy superficial. Spinoza dice que la ignorancia no es argumento. Si cada uno quisiese eliminar en los antiguos los pasajes que no comprende qué pronto se llegaría a la tabula rasa! A través de las cualidades el átomo adquiere una existencia que se opone a su concepto, es puesto como ser alienado, diferente de su esencia. Esta contradicción constituye el interés supremo de Epicuro.
Tan pronto como él ha puesto una cualidad y ha extraído así la consecuencia de la naturaleza material del átomo, contrapone al mismo tiempo las determinaciones que aniquilan de nuevo esta cualidad en su propia esfera y hacen valer, al contrario, el concepto de átomo.Él determina por tanto todas las cualidades de tal forma que ellas se contradicen entre sí. Demócrito, en cambio, no considera en ninguna parte las cualidades con relación al átomo mismo y no objetiva tampoco la contradicción entre el concepto y la existencia que yace en ellas. Todo su interés apunta más bien a representar las cualidades con referencia a la naturaleza concreta que con aquéllas debe ser formada. Ellas son para él simplemente hipótesis pára el esclarecimiento de la multiplicación fenoménica. El concepto de átomo nada tiene que ver, en efecto, con las cualidades. Para demostrar nuestra afirmación es necesario, ante todo, que nos entendamos sobre las fuentes que parecen contradecirse aquí.
En el tratado De placitis philosophorum se dice: «Epicuro afirma que los átomos tienen tres cualidades: magnitud, forma y peso.Demócrito no admitía más que dos: magnitud y forma; Epicuro le agrega la tercera; el peso»[95]. El mismo pasaje figura reproducido, palabra por palabra en la Praeparatio evangelica, de Eusebio[96]. Esto se halla confirmado por el testimonio de Simplicio, y Filópono[98], según el cual Demócrito sólo atribuyó a los átomos las diferencias de magnitud y forma. Directamente opuesto se presenta Aristóteles, quien en su obra Generatione et Corruptione asigna diferencia de peso[99] a los átomos de Demócrito. En otro texto (primer libro del tratado De caelo) Aristóteles deja sin resolver la cuestión de si Demócrito atribuía peso a los átomos. Dice, en efecto: «Así, ninguno de los cuerpos será absolutamente liviano, si todos tienen peso; pero si todos son livianos ninguno poseerá peso»[100].
Ritter, en su Historia de la filosofía antigua, rechaza, apoyándose en la autoridad de Aristóteles, las opiniones de Plutarco, de Eusebio y de Estobeo[101]; en cuanto a los testimonios de Simplicio y de Filópono no se ocupa de ellos.Veamos si estos pasajes son realmente tan contradictorios. En los textos citados Aristóteles no habla ex-profeso de las cualidades de los átomos. Expresa, por el contrario, en el libro VII de la Metafísica: «Demócrito establece tres diferencias en los átomos. Para él, el cuerpo fundamental es, según la materia, uno e idéntico a sí mismo; mas se diferencia por el rythmós, es decir, la figura; por la tropé, la posición, y por la diathigé, que significa el orden»[102]. De este texto resulta, sin duda, que el peso no es mencionado como cualidad de los átomos de Demócrito. Las partículas esparcidas de la materia, que se mantienen separadas entre sí por el vacío, deben tener formas particulares y éstas les advienen absolutamente del exterior por la gravitación del espacio.
Esto surge aún con más claridad del siguiente pasaje de Aristóteles: «Leucipo y su contemporáneo Demócrito afirman que los elementos son lo lleno y lo vacío... Para ellos éstos son el fundamento del ser como materia.Así como aquellos que admiten una sola sustancia fundamental hacen nacer lo demás de sus modificaciones, y suponen lo raro y lo denso como principios de las cualidades; del mismo modo éstos enseñan que las diferencias en los átomos constituyen las causas de los otros seres. Por tanto, el ser fundamental sólo se diferencia por la figura, la posición y el orden... De este modo, por ejemplo, A se distingue de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición»[103]. Se advierte claramente en este pasaje que Demócrito considera las cualidades de los átomos sólo con respecto a la formación de las diferencias en el mundo de los fenómenos, y no por relación al átomo mismo. Se desprende, además, que Demócrito no designa el peso como una cualidad esencial de los átomos. Esta, para él, es una cualidad obvia, porque todo lo corporal es pesado.
Igualmente la magnitud no resulta, según él, una cualidad fundamental; es una determinación accidental, que a los átomos les ha sido dada ya con la figura.Sólo las diferencias de las figuras —pues ninguna otra está contenida en la forma, el lugar y la posición— le interesan a Demócrito. La magnitud, la figura y el peso, combinadas como acontece en Epicuro, son las diferencias que el átomo posee en sí mismo; la figura, la posición y el orden son las diferencias que le corresponden con respecto a otro objeto. Mientras nosotros sólo encontramos en Demócrito simples determinaciones hipotéticas destinadas a explicar el mundo de los fenómenos, descubriremos en Epicuro la consecuencia del principio mismo. Consideremos, por tanto, en particular, las determinaciones de las cualidades del átomo. En primer lugar, los átomos poseen magnitud[104]. Por otra parte, la magnitud es también negada. Ellos no tienen, en efecto, toda magnitud[105], pero es necesario concederles cierto cambio de tamaño[106].
En verdad, sólo se les debe atribuir la negación de la magnitud, es decir, lo pequeño[107], y no lo mínimo, pues esto sería no sólo una determinación meramente espacial sino también lo infinitamente pequeño que expresa la contradicción[108].Rosinio, en sus anotaciones a los fragmentos de Epicuro, traduce entonces inexactamente un pasaje y subestima por completo otro cuando dice: «Pero de esta manera Epicuro demuestra la raridad de los átomos por su increíble pequeñez al sostener, según el testimonio de Diógenes Laercio, X, 44[109], que ellos no tenían ninguna magnitud». No he de tener en cuenta que, según Eusebio, Epicuro fue el primero en atribuir[110] a los átomos una pequeñez infinita, mientras que Demócrito había admitido átomos más grandes (del tamaño del mundo, dice aún[111] Estobeo).
Por un lado, esto contradice el testimonio de Aristóteles[112] y por otro, Eusebio, o más bien, el obispo de Alejandría, Dionisio, a quien, aquél resume, se contradice a sí mismo; pues en el mismo libro se expresa que Demócrito suponía como principios de la naturaleza cuerpos indivisibles[113], sólo concebibles por la razón.Resulta claro entonces que Demócrito no es consciente de la contradicción; ésta no le preocupa mientras que para Epicuro constituye el interés principal. La segunda propiedad de los átomos de Epicuro es la figura[114]. Mas también esta determinación contradice el concepto de átomo y debe ser admitido su contrario. La individualidad abstracta es lo abstracto igual-a-sí y por tanto carece de forma. Las diferencias de forma de los átomos son, pues, indeterminables[115], mas no absolutamente infinitas[116]. Por el contrario, los átomos se distinguen[117] por un número determinado y finito de formas. De esto surge con claridad que no hay[118] tantas figuras diversas como átomos existen[119], en tanto que Demócrito admite la infinitud de las figuras.
Si todo átomo tuviese una figura particular debería haber[120] átomos de magnitud infinita, porque ellas poseerían en sí una diferencia infinita, la diferencia en sí frente a todos los demás, como las mónadas leibnizianas.La afirmación de Leibniz de que no existen dos objetos iguales es invertida y hay un número infinito de átomos de la misma figura[121], con lo que claramente se niega de nuevo la determinación de la figura, porque una figura que no se diferencia más de otra deja de ser tal. Es, en fin, muy importante que Epicuro mencione como tercera cualidad el peso[122]; pues en el centro de gravedad la materia posee la individualidad ideal que constituye una determinación fundamental del átomo. Una vez que los átomos son transferidos al plano de la representación deben ser también pesados. Mas el peso contradice asimismo directamente el concepto de átomo. Es la individualidad de la materia como un punto ideal que yace fuera de ella misma. Pero el átomo mismo es esta individualidad, el centro de gravedad, por así decir, representado como una existencia individual.
Para Epicuro el peso existe, entonces sólo como peso diferenciado y los átomos mismos son centros sustanciales de gravedad, igual que los cuerpos celestes.Si se aplica esta consecuencia a lo concreto resulta naturalmente lo que el viejo Brucker halla tan extraño[123] y lo que Lucrecio nos asegura[124], es decir, que la tierra no tiene centro al que cada cosa tienda y que no existen las antípodas. Puesto que el peso, además, sólo pertenece a los átomos diferenciados del resto, es decir, alienados y dotados de cualidades, se entiende entonces que allá donde ellos no son pensados como múltiples en su diferencia mutua sino sólo con respecto al vacío, la determinación del peso desaparece. Los átomos, por diferentes que sean en cuanto a la masa y la forma, se mueven con la misma velocidad en el espacio vacío[125]. Epicuro, en consecuencia, hace intervenir el peso sólo en el rechazo (repulsión) y en las composiciones que de él resultan, lo que ha dado origen a la consideración de que únicamente los conglomerados de átomos tienen peso, mas no los átomos mismos[126].
Gassendi alaba a Epicuro porque éste, guiado exclusivamente por la razón, ha anticipado la experiencia según la cual todos los cuerpos, aunque muy diferentes en peso y en masa, conservan, sin embargo, la misma velocidad cuando caen de arriba hacia abajo[127].El examen de las cualidades de los átomos nos da, pues, el mismo resultado que el de la desviación, es decir, que Epicuro ha objetivado la contradicción —en el concepto de átomo— entre la esencia y la existencia, y ha creado así la ciencia de la atomística, mientras que en Demócrito no hay realización del principio mismo sino que se subraya sólo el aspecto material y se han adelantado hipótesis con vistas al empirismo. III. Los átomos principios y los átomos elementos Schaubach en su disertación ya mencionada, sobre las concepciones astronómicas de Epicuro, afirma: «Epicuro ha hecho, como Aristóteles, una distinción entre principios (átomoi arjai, Dióg. Laercio, X, 41), y elementos (átoma stoijeia, Dióg. Laercio, X, 86).
Los primeros son los átomos cognoscibles por la razón y no ocupan espacio...[128] Se les llama átomos no porque son los cuerpos más pequeños sino porque no son divisibles en el espacio.Se podría creer, según estas consideraciones, que Epicuro no ha atribuido a los átomos ninguna cualidad que se refiera al espacio[129]. Sin embargo, en la carta a Heródoto (Dióg. Laercio, X, 44-54) él no sólo asigna peso a los átomos sino también magnitud y figura... Yo considero que estos átomos derivados de los primeros pertenecen a la segunda especie, si bien son concebidos, no obstante, como partículas elementales de los cuerpos»[130]. Examinemos más exactamente el pasaje de Diógenes Laercio citado por Schaubach.
Helo aquí: «Por ejemplo, que la totalidad del ser consiste de cuerpos y de naturaleza intangible, o que los últimos elementos de las cosas son indivisibles...»[131] Epicuro enseña aquí a Pitocles, a quien escribe, que la teoría de los meteoros se distingue de todas las otras doctrinas físicas, así: que todo es cuerpo y vacío, que existen principios fundamentales indivisibles.Se ve que no hay aquí la menor razón para admitir que se habla de una especie secundaria de átomos. Parecería quizá, que la disyunción entre «todos los cuerpos y la naturaleza intangible» y «los átomos elementos» estableciera una diferencia entre «cuerpo» (soma) y «átomos elementos» (átoma stoijeia), donde acaso soma («cuerpo») designaría los átomos de la primera clase para oponerlos a los átoma stoijeia («elementos»). Mas no debe pensarse en ello. Soma significa «lo corpóreo», opuesto al vacío que, por tanto, se llama[132] asómaton («incorpóreo»). En soma son comprendidos, pues, tanto los átomos como los cuerpos compuestos.
Así, por ejemplo, se dice en la carta a Herodoto: «El todo consiste en cuerpos... Si no existiesen lo que llamamos vacío, lugar y naturaleza intangible... De los cuerpos algunos son compuestos, otros los elementos de los cuales estos cuerpos, compuestos son formados.Estos elementos son indivisibles e inmutables... Es necesario que los principios sean de naturaleza corpórea»[133]. En el pasaje arriba indicado Epicuro habla, entonces, ante todo, de lo corpóreo general a diferencia del vacío; luego de lo corpóreo en particular, los átomos. La referencia de Schaubach a Aristóteles. prueba bastante poco. La distinción entre arjé («principio») y stoijeion («elemento»), en la que insisten[134] preferentemente los estoicos, se halla también, por cierto, en Aristóteles[135]; pero éste indica muy bien la identidad de ambas expresiones[136]. Enseña que stoijeion (elemento) significa en particular el átomo[137]. De igual modo Leucipo y Demócrito llaman stoijeion («elemento») a «lo lleno y lo vacío» (pléres kai kenón)[138].
En Lucrecio, en las cartas de Epicuro conservadas por Diógenes Laercio, en el Colotes de Plutarco[139], en Sexto Empírico[140], se atribuyen a los átomos las cualidades por las cuales ellos son determinados como anulándose a sí mismos.Mas si se considera como una antinomia que los cuerpos perceptibles sólo mediante la razón son dotados de cualidades espaciales, resulta entonces una antinomia mucho mayor que las cualidades espaciales mismas puedan ser percibidas sólo por el entendimiento[141]. Para justificar, además, su opinión, Schaubach cita el siguiente pasaje de Estobeo: «Epicuro dice que los principios (sómata) son simples, en tanto que los compuestos de ellos derivados poseen todos peso». A este texto Se podrían agregar los siguientes, en los que se mencionan los átoma stoijeia («elementos») como especie particular de átomos: Plutarco, De placitis philosophorum, 1, 246 y 249, y Estobeo, Eclog. phys., I, p. 5[142]. En estos pasajes, por lo demás, no se afirma que los átomos originarios carezcan de magnitud, de figura y de peso.
Se ha hablado más bien del peso sólo como de un carácter diferencial de los átomos originarios y los átomos element ales.Mas ya hemos observado en el capítulo precedente que el peso sólo es utilizado en el rechazo (repulsión) y en los conglomerados que de él resultan. Con la invención de la frase átomos elementales (átoma stoijeia) tampoco hemos ganado nada. Es tan difícil pasar de los átomos principios (átoma arjai) a los átomos elementos como atribuirles propiedades directamente. Sin embargo, yo no niego en absoluto esta distinción. Niego sólo que haya dos especies fijas y diferentes de átomos. Existen, más bien, determinaciones diversas de una y la misma especie. Antes de analizar esta diferencia, llamo aún la atención sobre una modalidad de Epicuro. El gusta poner, en efecto, las distintas determinaciones de un concepto como existencias diferentes y autónomas. Así como su principio es el átomo también su modo de conocer es atomístico.
Cada momento de la evolución se transforma inmediatamente en él en una realidad fija, separada, podría decirse, de su conexión con el espacio vacío; toda determinación toma la figura de la individualidad aislada.El ejemplo siguiente hará comprender esto claramente. El «infinito», lo ápeiron, o el infinitio, según traduce Cicerón, es a veces empleado en Epicuro como una naturaleza particular; además, en los mismos pasajes en los que tenemos los elementos determinados como una sustancia fija, hallamos también lo ápeiron autónom[143]. Empero, según las propias determinaciones de Epicuro, el infinito no es ni una sustancia particular ni algo exterior a los átomos y al vacío, sino más bien una determinación accidental de ellos. Lo ápeiron se presenta, en suma, en tres significados. En primer término lo ápeiron expresa para Epicuro una cualidad que es común a los átomos y al vacío. Designa la infinitud del todo que es infinito por la infinita pluralidad de los átomos, por la magnitud infinita del vacío[144].
En segundo lugar, la «infinitud» (apeiría) es la pluralidad de los átomos, de modo que lo que se opone al vacío no es el átomo sino la multiplicidad infinita de los átomos[145].Finalmente, si podemos deducir a Epicuro de Demócrito, lo ápeiron significa, en efecto, lo contrario, el vacío ilimitado, que se opone al átomo determinado en sí y limitado por sí mismo[146]. En todos estos significados —y ellos son los únicos y aun los únicos posibles para la atomística— el infinito es una simple determinación del átomo y del vacío. Se independiza, no obstante, en una existencia particular que es puesta como una naturaleza específica al lado de los principios cuya determinación expresa.
Que el mismo Epicuro pueda haber fijado la determinación en la que el átomo deviene elemento (stoijeion) como una especie originaria y autónoma de átomos —lo que según la preponderancia histórica de una de las fuentes sobre la otra no es, por lo demás, el caso de deducir, o bien, lo que nos parece más verosímil, que haya sido Metrodoro, discípulo de Epicuro, el primero que haya transformado[147] la determinación diferenciada en existencia diferenciada, nosotros debemos atribuir la autonomía de los momentos individuales al modo subjetivo de la conciencia atomística.Aunque se conceda a las determinaciones diferenciadas la forma de una existencia no se ha captado su diferencia. El átomo tiene para Demócrito sólo el significado de un stoijeion («elemento»), de un sustrato material. La diferencia entre el átomo como arjé y stoijeion, como principio y fundamento, pertenece a Epicuro. Lo que sigue mostrará su importancia.
La contradicción entre la existencia y la esencia, entre la materia y la forma, que yace en el concepto de átomo, es puesta en cada átomo individual por el hecho de estar dotado de cualidades.Debido a la cualidad del átomo es enajenado de su concepto, pero al mismo tiempo se completa en su estructura. El rechazo y los conglomerados conexos de átomos cualificados producen el mundo fenoménico. En este paso del mundo de la esencia al del fenómeno, la contradicción evidente en el concepto de átomo alcanza su realización más penetrante. El átomo es, por cierto, según su concepto, la forma absoluta, esencial de la naturaleza. Esta forma absoluta es ahora degradada en la absoluta materia, en el sustrato informe del mundo fenoménico. Los átomos son, en verdad, la sustancia de la naturaleza[148], de donde todo proviene y a donde todo retorna[149]; pero el aniquilamiento constante del mundo fenoménico no conduce a ningún resultado. Surgen nuevos fenómenos; mas el átomo mismo permapece siempre en su base como fundamento[150].
En tanto pensado según su concepto puro el átomo es el espacio vacío, la naturaleza aniquilada, su existencia; en tanto pasa a la realidad el átomo se hunde en la base material que, soporte de un mundo de relaciones múltiples, no existe sino en sus formas exteriores e indiferentes.Esta es una consecuencia necesaria, porque el átomo, supuesto como individualidad abstracta y finitud, no puede realizarse como fuerza idealizadora y extensiva de esa multiplicidad. La individualidad abstracta es la libertad de la existencia, no la libertad en la existencia. Ella no puede brillar a la luz de la existencia. Esta es un elemento en el cual aquélla pierde su carácter y deviene material. Por esta causa el átomo no penetra en la luz de la apariencia[151] ni se sumerge en la base material cuando entra en ella. El átomo, como tal, sólo existe en el vacío. Así, la muerte de la naturaleza se convierte en su sustancia inmortal, y con razón exclama Lucrecio: Mortalem vitam mors cum immortalis ademit («cuando la muerte inmortal ha extinguido la vida mortal», Lucrecio III, 869).
Pero que Epicuro capte y objetive la contradicción en esta su forma suprema, que también distinga el átomo, que como soijeion deviene la base del fenómeno, del átomo que como arjé existe en el vacío, es la diferencia filosófica con Demócrito quien sólo objetiva aquel único momento.Es esta misma diferencia la que separa a ambos pensadores en el mundo de la esencia, en el dominio de los átomos y del vacío. Mas puesto que el átomo cualificado es completo y porque el mundo fenoménico puede surgir sólo del átomo completo y enajenado frente al concepto. Epicuro expresa así que sólo el átomo cualificado deviene stoijeion o que únicamente el átomon stoijeion («átomo elemento») está dotado de cualidades. IV. El tiempo Puesto que en el átomo la materia como relación pura está despojada de todo cambio y de toda relatividad, se sigue de ello inmediatamente que el tiempo debe excluirse del concepto de átomo y del mundo de la esencia.
Luego la materia es, en efecto, eterna y autónoma en cuanto se prescinde en ella del momento temporal.Sobre esto concuerdan por cierto Epicuro y Demócrito. Mas ellos difieren en la manera cómo el tiempo, que está proscripto del mundo de los átomos, es ahora determinado, y adónde es transferido. En Demócrito el tiempo no tiene ningún significado y necesidad para el sistema. Él lo explica para suprimirlo. Es determinado como eterno, según expresan Aristóteles[152] y Simplicio[153], a fin de que el nacimiento y la muerte, es decir, lo temporal, sean descartados del átomo. El tiempo proveería él mismo la prueba de que todo debe tener un origen, un momento de iniciación. Se debe reconocer aquí algo más profundo. El entendimiento imaginante, que no capta la autonomía de la sustancia, interroga por su devenir temporal. Se le escapa, por tanto, que al convertir la sustancia en algo temporal hace igualmente del tiempo algo sustancial, y de tal modo destruye su concepto, pues el tiempo convertido en absoluto no es ya temporal. Pero, por otra parte, esta resolución no es satisfactoria.
Excluido del mundo del ser, el tiempo es transferido a la autoconciencia del sujeto filosofante, mas no tiene nada que ver con el mundo mismo.Otra cosa sucede con Epicuro. Excluido del mundo del ser, el tiempo deviene para él la forma absoluta del fenómeno. Es, en efecto, determinado como accidente. El accidente es la modificación que se refleja en sí misma, el cambio como cambio. Esta forma pura del mundo es ahora el tiempo[154]. La composición es la forma meramente pasiva de la naturaleza, el tiempo, su forma activa. Si yo considero la composición según su existencia, el átomo existe detrás de ella, en el vacío, en la imaginación; si considero el átomo de acuerdo con su concepto, o bien la composición no existe en absoluto, o bien sólo existen la representación subjetiva, pues ella es una relación en la que los átomos independientes, encerrados en sí se separan unos de otros de alguna manera, no se relacionan ya mutuamente.
El tiempo, por el contrario, el cambio de lo finito, por ser puesto como cambio, es ciertamente la forma real que separa el fenómeno de la esencia, se pone como fenómeno, a la vez que lleva de regreso al ser.La composición expresa sólo la materialidad tanto de los átomos como de la naturaleza que de ellos deriva. El tiempo, en cambio, es en el mundo del fenómeno, lo que el concepto es en el mundo del ser, a saber, la abstracción, el aniquilamiento, el retorno de toda existencia determinada en el ser para sí. De estas consideraciones se deducen las consecuencias siguientes: Primeramente, Epicuro convierte la contradicción entre la materia y la forma en el carácter de la naturaleza fenoménica, la que deviene así la contrafigura de lo esencial, del átomo. Esto sucede en cuanto el tiempo se opone al espacio, y la forma activa del fenómeno a la forma positiva. En segundo lugar, sólo en Epicuro el fenómeno es concebido como fenómeno; es decir, como una alienación de la esencia, la que se afirma como tal alienación en su realidad.
En Demócrito, por el contrario, para quien la combinación es forma particular de la naturaleza fenoménica, el fenómeno no muestra en sí mismo que es fenómeno, algo diferenciado de la esencia.Considerado entonces el fenómeno según su existencia, la esencia resulta totalmente confundida con él; juzgado según el concepto, el ser se separa por completo del fenómeno, ya que éste es reducido a apariencia subjetiva. La combinación se comporta de modo indiferente y materialmente con respecto de sus fundamentos esenciales. Mas el tiempo es el fuego de la esencia que consume eternamente el fenómeno y le imprime el carácter de la dependencia y de la inesencialidad. En fin, siendo el tiempo, ,según Epicuro, el cambio en tanto que cambio, la reflexión del fenómeno en sí mismo, la naturaleza fenoménica es a justo título puesta como objetiva y con propiedad la percepción sensible deviene el criterio real de la naturaleza concreta, si bien su fundamento, el átomo, sólo es contemplado por medio de la razón.
Puesto que, en efecto, el tiempo es la forma abstracta de la percepción sensible subsiste entonces la necesidad, según el modo atomístico de la conciencia epicúrea, que él sea fijado en la naturaleza como un ente que tiene una existencia particular.Así, pues, la mutabilidad del mundo sensible en cuanto mutabilidad, su cambio como cambio, este reflejarse del fenómeno en sí, que forma el concepto del tiempo, tiene su existencia particularizada en la sensibilidad consciente. La sensibilidad del hombre es, también, el tiempo corpóreo, el reflejo viviente del mundo sensible en sí. Como esto deriva directamente de la determinación del concepto de tiempo en Epicuro, así se lo puede también demostrar en lo particular completamente determinado. En la carta de Epicuro a Heródoto[155] el tiempo es así determinado para que surja cuando los accidentes de los cuerpos percibidos por los sentidos son pensados como accidentes. La percepción de los sentidos, reflejada en sí, es, pues, aquí la fuente del tiempo y el tiempo mismo.
En consecuencia, no se debe definir el tiempo por analogía ni afirmar de él otra cosa, sino que es necesario atenerse a la evidencia misma, ya que la percepción de los sentidos reflejada en sí, por ser el tiempo mismo, no puede trascenderla.Por el contrario, en Lucrecio, Sexto Empirico y Estobeo[156] el accidente del accidente, el cambio reflejado en sí mismo es determinado como tiempo. El reflejo de los accidentes en la percepción de los sentidos y su reflejo en sí mismo son entonces puestos como una sola y misma cosa. Debido a este nexo entre el tiempo y la sensibilidad, las éidolas, que se hallan en Demócrito, mantienen también una posición más consecuente[157]. Las éidolas son las formas de los cuerpos de la naturaleza que se desprenden de aquéllos, por así decir, como epidermis, y constituyen los fenómenos. Estas formas de las cosas fluyen constantemente de ellas, penetran en los sentidos y de este modo hacen aparecer los objetos. Así en la audición la naturaleza se oye a sí misma; en el olor se huele a sí misma; en la vista se ve a sí misma[158].
La sensibilidad humana es, pues, el medio donde como en un foco los procesos de la naturaleza se reflejan y encienden la luz de los fenómenos.En Demócrito esto es una inconsecuencia porque el fenómeno es sólo subjetivo; en Epicuro resulta una consecuencia necesaria porque la sensibilidad es el reflejo del mundo fenoménico en sí, su tiempo corporizado. En fin, el nexo de la sensibilidad y el tiempo se revela así en que la temporalidad de las cosas y su manifestación para los sentidos es puesta como una para ellos mismos. De este modo precisamente los cuerpos que aparecen a los sentidos se desvanecen[159]. Debido a que se separan de continuo de los cuerpos y penetran en los sentidos, y además, por tener su sensibilidad fuera de sí como otra naturaleza y no en sí mismas, y de aquí porque no cesan de desprenderse, las éidolas se disuelven y perecen. Puesto que el átomo no es más que la forma natural de la autoconciencia abstracta, individual, así la naturaleza sensible sólo es la autoconciencia empírica objetivada e individual, y ésta lo sensible.
Los sentidos son, pues, los únicos criterios en la naturaleza concreta, de igual modo que la razón abstracta lo es en el mundo de los átomos.V. Los meteoros Las opiniones astronómicas de Demócrito pueden ser sagaces para el punto de vista de su tiempo. A ellas no se les ha agregado interés filosófico. Ni superan el ámbito de la reflexión empírica ni se hallan tampoco en relación íntima determinada con la doctrina de los átomos. En cambio, la teoría de Epicuro sobre los cuerpos celestes y los procesos con ellos vinculados, o sobre los meteoros (expresión dentro de la cual encierra ésto) se opone no sólo a la opinión de Demócrito sino también a la de la filosofía griega. La veneración de los cuerpos celestes es un culto que todos los filósofos helenos celebran. El sistema de los cuerpos celestes es la primera existencia ingenua de la razón concreta, determinada naturalmente. La misma posición tiene la autoconciencia griega en el dominio del espíritu. Es el sistema solar espiritual. En los cuerpos celestes los filósofos griegos adoraban, pues, su propio espíritu.
El mismo Anaxágoras, el primero que explicó físicamente el cielo y que lo condujo así a la tierra, aunque en un sentido distinto que Sócrates, respondió un día que se le preguntó para qué había nacido: «Para estudiar el sol, la luna y los astros»[160].Jenófanes, por su parte, contemplaba el cielo, y decía: «Lo uno es la divinidad»[161]. En cuanto a los pitagóricos y Platón, así como a Aristóteles, son conocidas sus relaciones religiosas con los cuerpos celestes. Por cierto, Epicuro se opone a la concepción de todo el pueblo griego. A veces parece, expresa Aristóteles, que el concepto depone en favor del fenómeno y los fenómenos en favor del concepto. Así todos los hombres tienen una representación de los dioses y atribuyen a lo divino el lugar supremo; tanto los bárbaros como los helenos, es decir, todos aquellos que creen en la existencia de los dioses vinculan evidentemente lo inmortal a lo mortal, porque lo contrario es imposible.
Si algo divino existe, como realmente existe por lo demás, también es exacta nuestra afirmación sobre la sustancia de los cuerpos celestes.Mas ello corresponde asimismo a la percepción sensible, para hablar según la convicción humana. En efecto, en todo el tiempo pasado, según el recuerdo mutuamente trasmitido, nada parece haber cambiado ni en todo el cielo ni en una cualquiera de sus partes. También el nombre parece sernos trasmitido por los antiguos hasta el mundo de hoy, puesto que ellos admitían aun las mismas cosas que nosotros aceptamos. Pues no una ni dos sino infinitas veces se nos han presentado las mismas opiniones. Porque, en efecto, el primer cuerpo es algo diferente y exterior a la tierra, al fuego, al aire y al agua, ellos asignaron al lugar más elevado el nombre de éter de thein aei, que corre siempre dándole como sobrenombre el tiempo eterno[162]. Mas los antiguos atribuyeron el cielo y el lugar supremo a los dioses porque sólo aquél es inmortal.
Sin embargo, la doctrina actual demuestra que él es indestructible, increado y despojado de toda vicisitud mortal.De esta manera nuestros conceptos corresponden a la vez a la predicción sobre Dios[163]. Que existe un cielo es evidente. De los antiguos y antepasados se ha trasmitido la creencia, conservada en forma de mito para la posteridad, según la cual los cuerpos celestes son dioses y que lo divino abraza la naturaleza entera. El resto fue añadido míticamente por la fe de la mayoría, como útil para las leyes y la vida. Luego, los hombres hacen a los dioses semejantes a sí mismos y a otros seres vivientes, e imaginan así ficciones y conexiones análogas. Si alguien separa de ello el resto y conserva sólo lo primero, ésto es, la creencia según la cual las sustancias primeras son dioses, debe aceptarlo por divinamente dicho, y que después, como sucedió, toda arte posible y toda filosofía fue inventada y de nuevo extraviada, estas opiniones a igual que las reliquias, llegaron hasta la época actual[164].
Aparte de todo esto, dice por el contrario Epicuro, es necesario pensar que la mayor perturbación del alma humana proviene de que los hombres consideran a los cuerpos celestes como bienaventurados e indestructibles, que tienen deseos y realizan actos que les son contradictorios y conciben recelos contra los mitos[165].En lo que concierne a los fenómenos celestes se debe creer que en ellos el movimiento y la posición, los eclipses, la salida, el ocaso y otros hechos análogos, no surgen por gobernar, ordenar o haber intervenido algún ser que al mismo tiempo posea toda beatitud junto a la indestructibilidad. Pues las acciones no concuerdan con la beatitud sino que ellas presentan la mayor afinidad con la debilidad, el temor y la necesidad. Aun debe pensarse que ciertos cuerpos ígneos, que poseen beatitud, se someten espontáneamente a estos movimientos. Pero si no se está de acuerdo sobre este punto, esta misma contradicción produce la mayor ansiedad de las almas[166].
Si en verdad Aristóteles ha reprochado a los antiguos porque creían que el cielo para sostén necesitaba de Atlas[167], el que «sobre sus espaldas, con terrible peso, apoya y mantiene los pilares del firmamento y la tierra» (Esquilo, Prometheus vinctus).Epicuro, por su parte, critica a quienes piensan que el hombre tiene necesidad del cielo; y a Atlas mismo, sobre quien aquél descansa, lo descubre en la necedad y la superstición humana. Los Titanes representan también la ignorancia y la simpleza. Toda la carta de Epicuro a Pitocles trata de la teoría de los cuerpos celestes, con excepción de la última parte. Esta cierra la epístola con sentencias éticas. Y es apropiado agregar máximas morales a la doctrina de los meteoros. Esta teoría es para Epicuro un caso de conciencia. Nuestro estudio se apoyará principalmente entonces sobre el escrito a Pitocies; lo completaremos con la carta a Heródoto, a la que el mismo Epicuro se refiere en su misiva dirigida a aquél[168].
Primeramente no debe creerse que con el conocimiento de los fenómenos celestes, ya se los tome en conjunto o en particular, se alcance otra finalidad que la ataraxia y la firme confianza, como sucede con el resto de las ciencias de la naturaleza[169].Nuestra vida no está necesitada de ideología y vanas hipótesis sino de que vivamos sin turbación. Así como es tarea de la ciencia natural investigar las causas de las cosas más importantes, también la beatitud se basa en el conocimiento de los meteoros. En sí y por sí la teoría del ocaso, y la salida, de la posición y del eclipse no contiene fundamento particular alguno de beatitud salvo que el terror se apodera de quienes los ven sin comprender su naturaleza y sus principales causas[170]. Sólo se niega hasta aquí la primacía que la doctrina de los fenómenos celestes debería tener ante las otras ciencias y se las coloca en el mismo nivel que éstas.