text
stringlengths
90
1.93k
Pero la teoría de los fenómenos celestes difiere aun específicamente tanto del método de la ética como de los otros problemas físicos; por ejemplo, aquí existen elementos indivisibles y otras cosas similares, en donde una sola explicación corresponde a los fenómenos.Ello no sucede, en efecto, con los meteoros[171]. Estos no tienen ninguna causa simple en cuanto a su origen, y poseen más de una categoría de esencia que corresponde a los fenómenos. Luego, no se puede estudiar ciencia natural según axiomas y leyes vacíos[172]. Se repite sin cesar que los fenómenos celestes se deben explicar no aplós (simple, absolutamente) sino pollaxós (de muchos modos). Y ello vale para la salida y puesta del sol y de la luna[173], del crecimiento y decrecimiento de ésta[174], de la aparición del resplandor en la faz lunar[175], de los cambios del día y de la noche[176], y de los restantes fenómenos celestes. ¿Cómo debe explicarse ahora esto? Cualquier explicación es suficiente. Sólo debe descartarse el mito.
Sin embargo, éste será eliminado si siguiendo los fenómeno se deduce de ellos lo invisible[177].Es indispensable atenerse a los fenómenos, a la percepción sensible. Por consiguiente hay que recurrir a la analogía. Así, por medio de las explicaciones se puede disipar el terror y liberarse de él, al dar las causas de los fenómenos celestes y del resto, es decir, de cuanto se produce constantemente y provoca el angustioso pavor de los demás hombres[178]. La abundancia de razones, la multiplicidad de posibilidades no sólo deben calmar la conciencia y alejar los motivos de angustia, sino a la vez negar, en los cuerpos celestes, la unidad y su ley constante y absoluta. Tales cuerpos pueden comportarse ora de una manera ora de otra; esta posibilidad sin ley constituiría el carácter de su realidad; todo en ellos sería inconstante e inestable[179]. La multiplicidad de las explicaciones debe, al mismo tiempo, anular la unidad del objeto.
Así, pues, mientras Aristóteles, de acuerdo con los otros filósofos griegos, considera los cuerpos celestes como eternos e inmortales, porque se comportan siempre de la misma manera; en tanto les atribuye un elemento propio, superior, no sometido a la fuerza del peso, Epicuro afirma, en directa contradicción con aquél, que todo sucede a la inversa.Según él, la teoría de los meteoros es específicamente distinta de toda otra doctrina física porque en ellos todo acontece de modo múltiple e irregular, todo debe explicarse por causas diversas y de un número determinado.
Más todavia, él rechaza con vehemencia e indignado la opinión contraria: los que se atienen a un solo modo de explicación y excluyen todos los demás, los que admiten en los fenómenos celestes lo único, esto es, lo eterno, y lo divino, caen en la vana manía de explicarlo todo y en los artificios serviles de los astrólogos; franquean los límites de la ciencia natural y se arrojan en brazos del mito; buscan consumar lo imposible y se afanan tras el absurdo; no saben tampoco cómo ponen en peligro a la misma ataraxia.Debe despreciarse su estéril charla[180]. Es necesario alejarse del prejuicio según el cual la indagación sobre esos objetos no es ni bastante profunda ni demasiado sutil en cuanto sóllo apunta a nuestra ataraxia y felicidad[181]. En cambio, es norma absoluta que nada puede atribuirse a una naturaleza indestructible y eterna que turbe la ataraxia y provoque algún peligro. La conciencia debe comprender que ésta es la ley absoluta[182].
Epicuro concluye, por tanto, puesto que la eternidad de los cuerpos celestes turbaría la ataraxia de la autoconciencia, que es una consecuencia necesaria y rigurosa que ellos no sean eternos.Mas, ¿cómo debe entenderse esta opinión particular de Epicuro? Todos los autores que han escrito sobre la filosofía epicúrea han presentado esta doctrina como incoherente con el resto de la física, con la teoría de los átomos. La polémica contra el estoicismo, la superstición y la astrología serían razones suficientes. Y hemos visto que el mismo Epicuro distingue el método que se emplea, en la teoría de los fenómenos celestes del de las otras partes de la física. Pero, ¿en qué determinación de su principio yace la necesidad de esta distinción? ¿Cómo llega a esta idea? Y él polemiza no sólo contra la astrología sino también contra la astronomía, la ley eterna y la racionalidad del sistema celeste. En fin, el antagonismo con los estoicos no explica nada.
La superstición de éstos y todas sus opiniones se hallaban ya refutadas cuando los cuerpos celestes fueron presentados como combinaciones casuales de átomos y sus procesos como movimientos fortuitos de estos mismos átomos.Su naturaleza eterna resultaba así aniquilada, consecuencia que Demócrito[183] se contentó con extraer de aquella premisa. Aun su misma existencia quedaba así suprimida[184]. Para los atomistas no se necesitaba, pues, un nuevo método. Pero no es esta toda la dificultad. Surge una antinomia más enigmática. El átomo es la materia en la forma de la autonomía, de la individualidad, por así decir, la gravedad representada. Mas la suprema realidad de la gravedad son los cuerpos celestes. En ellos se resuelven todas las antinomias entre la forma y la materia, entre el concepto y la existencia, las que constituyen el desarrollo del átomo y en las que se realizan todas las determinaciones requeridas.
Los cuerpos celestes son eternos e inmutables; poseen su centro de gravedad en sí mismos, no fuera de ellos; su único acto es el movimiento, y separados por el espacio vacío se desvían de la línea recta, forman un sistema de repulsión y de atracción en el que conservan íntegra su autonomía y producen, finalmente, por sí mismos, el tiempo, como forma de su aparición.Los cuerpos celestes son, entonces, los átomos que han llegado a ser reales. En ellos la materia ha recibido en sí misma la individualidad. Aquí es donde Epicuro debió ver la forma suprema de la existencia de su principio, el ápice y punto culminante de su sistema. Pretendió aceptar los átomos para que la naturaleza tuviese fundamentos eternos. Supuso que lo que le importaba era la individualidad sustancial de la materia.
Mas cuando descubre la realidad de la naturaleza —pues no conoce otra naturaleza que la mecánica— la materia autónoma, indestructible en los cuerpos celestes, cuya eternidad e inmutabilidad son demostradas por la fe del vulgo, el juicio de la filosofía y el testimonio de los sentidos, entonces su único empeño es atraerla hasta la caducidad terrestre, y aun se vuelve colérico contra los adoradores de la naturaleza autónoma que posee en sí el punto de la individualidad.Esta es su mayor contradicción. Epicuro advierte, en efecto, que sus categorías precedentes se derrumban aquí, que el método de su teoría se modifica. Y la enseñanza más profunda de su sistema, su consecuencia más rigurosa es que él experimenta ésto y lo expresa conscientemente. Hemos visto, en verdad, cómo toda la filosofía epicúrea de la naturaleza está impregnada por la contradicción entre la esencia y la existencia, entre la forma y la materia. Mas, en los cuerpos celestes esta contradicción es extinguida, y los momentos contradictorios son conciliados.
En el sistema celeste la materia ha concebido la forma en sí, ha asumido la individualidad en sí y ha alcanzado de este modo su autonomía.Pero en este punto ella deja de ser la afirmación de la autoconciencia abstracta. En el mundo de los átomos como en el de los fenómenos, la forma luchaba con la materia; una de estas determinaciones destruía a la otra y precisamente en esta contradicción la autoconciencia individual abstracta sentía su naturaleza objetivada. La forma abstracta, que en figura de materia luchaba con la materia abstracta era ella misma. Mas ahora que la materia se ha reconciliado con la forma y se ha hecho autónoma la autoconciencia individual sale de su crisálida, se proclama verdadero principio y se opone a la naturaleza que ha devenido independiente. Por otra parte, esto puede expresarse así: La materia en cuanto ha recibido en sí la individualidad, la forma, como acaece en los cuerpos celestes, cesa de ser una individualidad abstracta. Ha devenido individualidad concreta, universalidad. En los meteoros, frente a la abstracta autoconciencia individual, se destaca pues su refutación devenida concreta, lo universal, que ha llegado a ser existencia y naturaleza.
Lo universal reconoce, entonces, en los meteoros a su mortal enemigo; atribuye a ellos, como lo hace Epicuro, toda la angustia y la turbación de los hombres; pues la angustia y la disolución de lo individual abstracto es lo universal.Aquí no se oculta ya el verdadero principio de Epicuro, la autoconciencia abstracta individual. Esta sale de su escondite y, liberada de su máscara material, busca, mediante la explicación de la posibilidad abstracta —lo que es posible quizá de otra manera; lo contrario de lo posible es igualmente posible— aniquilar la realidad de la naturaleza que ha devenido autónoma. De ahí la polémica contra aquellos que explican los cuerpos celestes aplós, es decir, según una manera determinada, pues lo uno es lo necesario y lo autónomo en sí. Mientras la naturaleza como átomo y fenómeno expresa, en consecuencia, la autoconciencia individual y su contradicción, la subjetividad de esta última sólo se presenta en la forma de la materia misma; en cambio, cuando aquélla deviene autónoma la autoconciencia se refleja en sí misma y se opone a la materia en su propia figura como forma autónoma.
Habría que decir de antemano que una vez que el principio de Epicuro se actualiza deja de tener realidad para él.Luego si la autoconciencia individual fuese puesta realiter bajo la determinación de la naturaleza o ésta bajo la determinación de la autoconciencia individual, entonces tal determinación, es decir, su existencia, habría cesado, ya que sólo. lo universal, que se distingue libremente de sí, puede conocer al mismo tiempo su afirmación. En la teoría de los meteoros aparece también el alma de la filosofía natural de Epicuro. Nada sería eterno de lo que destruye la ataraxia de la autoconciencia individual. Los cuerpos celestes perturban la ataraxia de aquélla, su armonía consigo misma, porque son la universalidad existente, puesto que en ellos la naturaleza ha devenido autónoma. El principio de la filosofía de Epicuro no es pues la Gastrología de Arquéstrato, como piensa Crisipo[185], sino el carácter absoluto y la libertad de la autoconciencia, aun cuando la autoconciencia sólo es concebida en la forma de la individualidad.
Si la autoconciencia individual abstracta es puesta como principio absoluto, entonces, toda ciencia verdadera y .real resulta, en efecto, suprimida en cuanto no es la individualidad la que domina en la naturaleza misma de las cosas.Mas también se derrumba todo aquello que frente a la conciencia humana está en relación trascendental y por tanto pertenece al entendimiento imaginativo. Si, en cambio, la autoconciencia, que sólo se conoce en la forma de la universalidad abstracta, se erige en principio absoluto, se abre entonces ampliamente la puerta a la mística supersticiosa y servil. La prueba histórica de esto la tenemos en la filosofía estoica. La autoconciencia universal abstracta tiene, en efecto, en sí el impulsó a afirmarse en las cosas mismas en las cuales sólo ella se consolida en tanto las niega.
Epicuro es, en consecuencia, el más grande iluminista griego y a él le corresponde el elogio de Lucrecio[186]: «Cuando la vida humana ostensiblemente envilecida yacía en tierra oprimida bajo el peso de la religión, la que desde las regiones del cielo mostraba su cabeza amenazando a los mortales con horrible mirada, un griego fue el primer hombre que se levantó contra ella y elevó sus ojos en desafío.Ni la fama de los dioses ni el rayo ni los estruendos amenazantes del cielo lo intimidaron... Por tanto la religión a su vez fue aplastada bajo sus pies; su victoria nos exalta al cielo». La diferencia entre la filosofía natural democrítea y la de Epicuro, que hemos expuesto al fin de la parte general, se halla ulteriormente confirmada y desarrollada en todas las esferas de la naturaleza. En Epicuro, pues, la atomística se desarrolla y completa sus contradicciones como ciencia natural de la autoconciencia, la que es un principio absoluto bajo la forma de la individualidad abstracta hasta la suprema consecuencia, es decir, hasta su disolución y su consciente oposición a lo universal.
Para Demócrito, por el contrario, el átomo resulta sólo la expresión general objetiva del estudio empírico de la naturaleza.El átomo es, en efecto, para él, categoría pura y abstracta, una hipótesis, que es el resultado de la experiencia y no su principio energético, que por tanto, permanece sin realizarse, así como la investigación real de la naturaleza no es ya determinada por esa experiencia. Apéndice I. De las notas sobre la disertación El devenir filosofía del mundo y el devenir mundo de la filosofía También respecto de Hegel es simple ignorancia de sus discípulos cuando ellos explican moralmente con una palabra tal o cual determinación de su sistema de acomodación y demás. Olvidan ellos que en un tiempo apenas trascurrido, como se les puede probar con evidencia mediante sus propios escritos, se adherían entusiastamente a todas las unilateralidades de aquél.
Si estaban realmente tan deslumbrados por la ciencia completa recibida; al punto que se entregaban a ella con una confianza ingenua y carente de crítica, cuán imprudente es atribuir al maestro, para quien la ciencia no era algo recibido sino en devenir, hasta en cuya extrema periferia palpitaba su propia energía espiritual, una doctrina oculta más allá de su comprensión.Más bien se hacen a sí mismos sospechosos de que antes no tomaban las cosas en serio, y combaten su propia posición pasada en una forma que se la atribuyen a Hegel pero olvidan, en cambio, que éste se hallaba en relación mediata y sustancial con su sistema y ellos en una relación reflexiva. Es concebible que un filósofo cometa tal o cual aparente inconsecuencia en favor de esta o aquella concordancia y aun puede tener conciencia de ello. Pero de lo que no tiene conciencia es de que la posibilidad de esa aparente concordancia tenga su raíz más profunda en una insuficiencia o en un enunciado insuficiente de su principio.
Si un filósofo hubiera realmente aceptado un compromiso, deben los discípulos explicar en base al íntimo y esencial contenido de su conciencia lo que para él mismo revistía la forma de una conciencia exotérica.De este modo lo que aparece como progreso de la conciencia moral (Gewissen) es al mismo tiempo un progreso del saber. No se sospecha de la conciencia moral particular del filósofo sino que se construye la forma esencial de su conciencia (Bewusstsein), elevada a figura y significado determinados y a la vez superada. Considero, además, este viraje no filosófico de una gran parte de la escuela hegeliana como un fenómeno que acompañará siempre el pasaje de la disciplina a la libertad. Hay una ley psicológica según la cual el espíritu teorético, devenido libre en sí mismo, se transforma en energía práctica, como voluntad que surge del reino de las sombras de Amenti, y se vuelve contra la realidad material existente en él.
Desde el punto de vista filosófico es importante, sin embargo, especificar mejor estos aspectos, puesto que de la manera determinada de este cambio puede deducirse ladeterminación inmanente y el carácter histórico universal de una filosofía.Vemos aquí, por así decir, su curriculum vitae, llevado a la más simple expresión, a su punto subjetivo. Mas la praxis de la filosofía es ella misma teorética. Es la crítica que mide la existencia individual en la esencia, la realidad particular en la idea. Sin embargo, esta realización inmediata de la filosofía está, por su esencia íntima, afectada de contradicciones, y esta esencia suya se configura en el fenómeno y le imprime su sello. Mientras la filosofía, como voluntad se enfrenta con el mundo fenoménico, el sistema es rebajado a una totalidad abstracta, es decir, deviene un aspecto del mundo que se opone a otro. Su relación con el mundo es refleja. Animado por el impulso de realizarse entra en tensión contra algo distinto. La autosuficiencia interior y la perfección se quiebran. Aquello que era luz interior se convierte en llama devorante que se dirige hacia lo externo.
Resulta así como consecuencia que el devenir filosofía del mundo es al mismo tiempo el devenir mundo de la filosofía, que su realización es a la vez su pérdida, que lo que ella rechaza hacia el exterior es su propia deficiencia interna, que precisamente en la lucha ella cae en los defectos que combate en su contrario, y que elimina tales defectos sólo cayendo en ellos.Lo que se le opone y lo que ella rechaza es siempre lo que ella misma es, sólo que los factores se hallan invertidos. Este es uno de los aspectos cuando consideramos la cosa puramente objetiva, como la realización inmediata de la filosofía. Pero ella tiene también he aquí otra forma suya un lado subjetivo. Esta es la relación del sistema filosófico, que se actualiza, con sus representantes intelectuales, es decir, con las autoconciencias individuales en las cuales aparece el progreso de la filosofía. Del vínculo que la realización misma de la filosofía mantiene frente al mundo resulta que estas autoconciencias individuales poseen una exigencia de doble sentido de las cuales una apunta contra el mundo y la otra contra la filosofía misma.
En efecto, lo que aparece en el objeto como una relación confusa en sí misma, se muestra en ellas como una acción y una exigencia doble que se contradicen en sí mismas.Al liberar el mundo de la no-filosofía las autoconciencias se liberan a sí mismas de la filosofía que, como sistema determinado, las había cargado de cadenas. Mas como ellas están comprendidas en el acto y en la energía del desarrollo y no han sobrepasado aún, desde el punto de vista teorético, aquel sistema, ellas experimentan sólo la contradicción con la identidad plástica de tal sistema y no saben que mientras se vuelven contra éste sólo actualizan sus momentos singulares. Finalmente esta duplicidad de la autoconciencia filosófica se presenta como dos corrientes contrapuestas en último extremo, de las cuales una, la parte liberal, según podemos designarla en general, retiene como determinación principal el concepto y el principio de la filosofía; la otra, en cambio, se aferra a su no-concepto, al momento de la realidad. Esta segunda tendencia es la filosofía positiva.
La actividad de la primera es la crítica, es decir, el volverse hacia afuera de la filosofía; la tarea de la segunda es el intento de filosofar, o sea el volverse hacia sí misma de la filosofía en cuanto ella conocela insufuciencia como inmanente a la filosofía, mientras que la primera la concibe como una insuficiencia del mundo que se ha de construir filosóficamente.Cada uno de estos partidos realiza precisamente lo que el otro quiera hacer y aquello que él mismo no quiere hacer. Pero el primero es consciente en su contradicción interna, del principio en general y de su fin. En el segundo, la absurdidad, la locura, por así decir, aparece como tal. En cuanto al contenido sólo la parte liberal, como partido del concepto, lleva a progresos reales, mientras que la filosofía positiva únicamente es capaz de llegar a exigencias y tendencias cuya forma contradice su significado.
De ahí pues, que lo que ante todo aparece como vínculo absurdo y escisión hostil entre la filosofía y el mundo deviene luego una escisión de la autoconciencia filosófica individual en sí misma y aparece finalmente como una separación exterior y un des doblamiento de la filosofía, como dos tendencias filosóficas contradictorias.
Se entiende que, aparte de éstas, surge toda una multitud de figuras secundarias, detractoras, carentes de personalidad, que o bien se escudan detrás de un gigantesco representante filosófico del pasado —mas no se tarda en advertir el asno bajo la piel del león; la voz quejumbrosa de un maniquí de hoy y ayer berrea cómicamente en contraste con aquella otra poderosa y tonante que atraviesa los siglos, la de un Aristóteles, por ejemplo, del que se convierte en desagradable órgano, como si un mudo intentase procurarse el habla por medio de un megáfono de gran tamaño, o bien algún liliputiense, provisto de dobles lentes, apoyado sobre una pequeña parte de la espalda del gigante, anunciase maravillado al mundo qué nueva perspectiva sorprendente se descubre desde su punto de vista y efectuara esfuerzos ri dículos para explicar que no es en el corazón palpitante sino en el lugar firme y sólido en que él está apostado donde se halla el punto de Arquímides el poú stó del que depende el mundo.
Así nacen filósofos del cabello, de las uñas, de los dedos del pie, de los excrementos y otros que tienen que representar un puesto aún más bajo en el místico hombre universal de Swedenborg.Pero de acuerdo con su naturaleza todos estos moluscos entran, como en su elemento, dentro de las dos tendencias arriba indicadas. En cuanto a estas mismas explicaré completamente en otro lugar su relación ora entre sí ora con la filosofía hegeliana, y los momentos históricos individuales en que se presenta este desarrollo. Sobre la moral de Plutarco Hasta qué punto esta moral anula toda forma de desinterés teórico y práctico queda demostrado por el horrendo ejemplo histórico proporcionado por Plutarco en su biografía de Mario. Después de haber descrito la terrible derrota de los cimbros, expresa que el número de cadáveres fue tan grande que los marselleses pudieron abonar con ellos sus viñas. Producida a su tiempo la lluvia de aquel año resultó el más abundante en vino y en fruta. Mas, ¿cuáles son las reflexiones que formula el noble historiador sobre el trágico fin de ese pueblo?
Plutarco encuentra moral de parte de Dios haber dejado perecer y podrir a todo un pueblo grande y noble al solo efecto de procurar a los filisteos marselleses una rica cosecha de fruta.Así, pues, la transformación de un pueblo en un montón de abono da la ocasión deseada para deleitarse en delirios morales. La razón y las pruebas de la existencia de Dios "Sin embargo, no es débil la razón que no reconoce ningún dios objetivo sino aquella que quiere reconocer uno.' (Schelling, Briefe über Dogmatismus und Kritizismus, en Philosophische Schriften, erster Band, Landshut, 1809, p. 127, Brief II.) Habría, sobre todo, que aconsejar al señor Schelling que reflexionase sobre sus primeros escritos. Se dice, por ejemplo, en el tratado sobre el yo como principio de la filosofía: «Si se admite, por ejemplo, que Dios, en tanto determinado como objeto, es el fundamento real de nuestro ser, él cae como tal objeto, en la esfera de nuestro saber y no puede entonces ser para nosotros el punto último del cual está suspendida toda esta esfera» (loc., cit., p. 5).
Recordamos, por último, al señor Schelling la frase final de su carta citada más arriba: "Es tiempo de anunciar a la mejor humanidad la libertad de los espíritus y de no tolerar más que llore la pérdida de sus cadenas' (p. 129).¿Si la época ya había madurado en el año 1795 cómo no debería serlo en 1841? Al mencionar aquí, por casualidad, un tema que se ha hecho casi célebre, las pruebas de la existencia de Dios, observemos que Hegel ha modificado todas esas pruebas teológicas, es decir, las ha rechazado por completo para justificarlas. ¿Qué clase de clientes deben ser aquellos a quienes el abogado no puede sustraer a la condena de otro modo que matándolos él mismo? El argumento que del mundo deduce a Dios, Hegel lo interpreta, por ejemplo, así: «Puesto que lo contingente no es, Dios o lo absoluto es». Mas la prueba ontológica dice, a su vez: «Porque lo contingente tiene un ser verdadero, Dios es». Dios es la garantía del mundo contingente. Se sobreentiende que con esto se dice también lo contrario.
Las pruebas de la existencia de Dios no son más que vanas tautologías.Así, la prueba ontológica se reduce a esto: Lo que yo me represento realmente (realiter) es para mí una representación real" y actúa sobre mí; en ese sentido todos los dioses tanto los paganos como los cristianos, han tenido una existencia real. ¿No ha reinado el antiguo Moloch? ¿El Apolo délfico no era una potencia concreta en la vida de los griegos? Aquí tampoco la crítica de Kant significa nada. Si alguien imagina poseer cien escudos, si ésta no es para él una representación arbitraria y subjetiva, sino que él cree en ella, los cien escudos imaginados tienen para él igual valor que escudos reales. El contraerá, por ejemplo, deudas sobre su fortuna imaginaria; ésta actuará como -los dioses con los cuales ha contraído deudas toda la humanidad. El ejemplo de Kant hubiera podido, al contrario, confirmar la prueba ontológica. Los escudos reales tienen la misma existencia que los dioses imaginados. ¿Tiene un escudo real otra existencia que en la representación aunque sólo sea en la representación general o más bien común de los hombres?
Introduzcamos el papel moneda en, un país donde no se conozca este uso del papel, y todo el mundo se reirá de nuestra representación subjetiva: Llevad vuestros dioses a un país en el que otras divinidades son honradas y se os demostrará que sufrís de alucinaciones y abstracciones.Y con razón quien hubiese llevado a los antiguos griegos un dios nómada hubiese hallado la prueba de la inexistencia de ese dios, porque para los helenos éste no existía. Lo que un determinado país es para determinados dioses extranjeros, esto es el país de la razón para dios en general; es una región donde su existencia cesa. Por tanto, las pruebas de la existencia de Dios no son nada más que pruebas de la existencia de la autoconciencia esencial del hombre, explicaciones lógicas de ésta. Por ejemplo, el argumento ontológico. ¿Qué ser es inmediatamente en tanto es pensado? La autoconciencia. En este sentido, todas las pruebas de la existencia de Dios son pruebas de su no existencia, refutaciones de todas las representaciones de un dios.
Las pruebas reales deberían decir, por el contrario: «Porque la naturaleza está mal organizada, Dios es».«Puesto que existe un mundo irracional Dios es». «Porque el pensamiento no existe Dios es». Mas, ¿qué quiere decir esto? ¿Que para aquel para quien el mundo es irracional, que es, en consecuencia, irracional él mismo, para él Dios existe? O que la irracionalidad es la existencia de Dios. «Si suponéis la idea de un dios objetivo, ¿cómo podáis hablar de leyes que la razón crea por sí misma, dado que la autonomía sólo puede pertenecer a un ser absolutamente libre?» (Schelling, loc. cit., p. 198). «Es un delito de lesa humanidad ocultar los principios que son universalmente comunicables» (Íd., p. 199). II. De los escritos preparatorios para la disertación La inmortalidad individual. Sobre el feudalismo religioso. El infierno del vulgo El problema es dividido de nuevo en la relación de los iniustorum et malorum, luego de los vulgi et rudium y finalmente de los bonorum et prudentum (Plut., loc. cit., p. 1104) con la doctrina de la inmortalidad del alma.
Ya esta división, según una clara diferencia cualitativa, muestra cuán poco Plutarco entendió a Epicuro, quien como filósofo considera en general la condición del alma humana, y si él mantiene por cierto el placer (hedoné) a pesar de su determinación como algo transitorio, Plutarco debería ver así que cada filósofo elogia involuntariamente un placer que le es extraño en su torpeza.Para los injustos se indica una vez más el temor como medio de mejoramiento. Ya hemos considerado esta objeción. Mientras en el temor y precisamente en un temor íntimo no eliminable, el hombre es determinado como animal, resulta entonces del todo indiferente cómo ese miedo se reprime en un animal. Si un filósofo no acepta lo peor pero considera a los hombres en el nivel animal, entonces para él nada se presenta tan comprensible. Llegamos ahora a la opinión de los polloi (la mayoría) si bien se señala al fin que ahí son pocos los exceptuados porque, para hablar apropiadamente, todos juran por esta bandera.
«Para la mayoría, aun sin el temor del Hades, la esperanza de la eternidad, según las creencias míticas, y el deseo de existir, que de todos los anhelos es el más arraigado y vivo, vencen aquel terror pueril gracias al placer y dulzura que provocan.Así cuando pierden sus hijos, esposas o amigos imaginan que están en algún lugar y que conservan su existencia en medio de sufrimientos antes que suponerlos totalmente perdidos, destruidos y aniquilados; con gusto aceptan, entre todas las expresiones aquellas que aseguran que el muerto se ha transformado o modificado, y que la muerte es un tránsito del alma y no su destrucción... Y toda expresión como 'está muerto', 'fue destruido' o 'no existe' los angustia...» (Plutarco, De: eo quod sec. Epic., XXIV).
«Por tanto, matan doblemente quienes dicen cosas como éstas: 'Nacemos hombres sólo una vez, dos, ya no es posible...' Y en efecto, al explicar el presente como inútil, inclusive sin valor frente al universo, lo dejan huir sin gozarlo y descuidan la virtud y la acción, pues víctimas del descorazonamiento se desprecian a sí mismos como seres efímeros y débiles nacidos sin dignidad.Sin embargo, la afirmación de que 'lo disuelto es insensible y lo que carece de sensibilidad nada significa para nosotros' no elimina el temor a la muerte sino que nos da la prueba de ello, porque es precisamente esto lo que la naturaleza teme... la disolución del alma en lo que no piensa ni siente. La dispersión de Epicuro en el vacío y en los átomos trunca la esperanza de inmortalidad. Por esa esperanza, me atrevo a decir, que casi todos los mortales no vacilarían gustosos en destrozarse a dentelladas con Cerbero y en llevar agua a los toneles sin fondo de las Danaides a fin de continuar existiendo y no ser aniquliados» (Plutarco, loc. cit., XXVII).
La diferencia cualitativa de las etapas precedentes no existe en efecto, sino que lo que antes aparecía en figura de temor animal se presenta ahora en figura de temor humano, en la forma de sentimiento.El contenido permanece el mismo. Se nos dice que el deseo de ser es el amor más antiguo, y sin duda el amor más abstracto y por ello el más antiguo es el egoísmo, el amor de su ser particular. Pero ésta era la cuestión expresada apropiadamente; ella es de nuevo retomada y un brillo ennoblecedor le llega a través de la presencia del sentimiento. Así, quien pierde a su mujer y a sus hijos desea que ellos estén en algún lugar, aun cuando les vaya mal, antes que aceptar que han dejado de ser en absoluto. Si se tratara simplemente del amor, la mujer y el hijo del individuo como tales se conservarían de la manera más profunda y más pura en el corazón de este individuo, un ser mucho más elevado que el de la existencia empírica. Pero el problema se plantea de manera diversa.
La esposa y el hijo son simplemente como esposa e hijo en la existencia empírica, en tanto que el individuo mismo existe empíricamente.El hecho de que él prefiera pensar que los suyos existen en algún lugar, en la sensibilidad espacial, aunque no se encuentren bien, no significa en modo alguno que el individuo quiera tener la conciencia de su propia existencia empírica. El manto del amor era sólo una sombra; el nudo yo empírico, el egoísmo, el amor más antiguo es el núcleo que no ha rejuvenecido en forma más concreta, más Más agradable, piensa Plutarco, suena el nombre de cambio que el de cesación completa. Pero el cambio no debe ser cualitativo; el yo particular ha de continuar existiendo en su ser particular, cuyo nombre es simplemente, entonces, la representación sensible de lo que él es y debe significar lo contrario. El es también una engañosa ficción.
La cosa no debe ser modificada sino sólo puesta en un lugar ignoto; la interposición de una lejanía fantástica esconde el salto cualitativo y toda diferencia cualitativa es un salto y sin este salto no existe idealidad alguna.KARL FRIEDRICH MARX, conocido también en español como Carlos Marx (Tréveris, Reino de Prusia, 5 de mayo de 1818 – Londres, Reino Unido, 14 de marzo de 1883), fue un intelectual y militante comunista alemán de origen judío. En su vasta e influyente obra, incursionó en los campos de la filosofía, la historia, la ciencia política, la sociología y la economía; aunque no limitó su trabajo solamente al área intelectual, pues además incursionó en el campo del periodismo y la política, proponiendo en su pensamiento la unión de la teoría y la práctica. Junto a su amigo Friedrich Engels, es el padre del socialismo científico, del comunismo moderno y del marxismo. Sus escritos más conocidos son el Manifiesto del Partido Comunista (en coautoría con Engels) y el libro El Capital.
Nacido en una familia de clase media acomodada en Tréveris, Reino de Prusia, fue a estudiar en la Universidad de Bonn y en la Universidad Humboldt de Berlín, donde se interesó en las ideas filosóficas de los jóvenes hegelianos.En 1836, se comprometió con Jenny von Westphalen, casándose con ella en 1843. Tras la finalización de sus estudios, se convirtió en periodista en la ciudad de Colonia, escribiendo para un diario radical, laGaceta Renana (Rheinische Zeitung), donde comenzó a utilizar conceptos hegelianos de la dialéctica para influir en sus ideas sobre el socialismo. Se trasladó a París en 1843 y comenzó a escribir para otros periódicos radicales, como los Anales Franco-Alemanes (Deutsch-französische Jahrbücher) y Vorwärts!, así como una serie de libros, de los cuales varios fueron coescritos con Engels. Fue exiliado a Bruselas en Bélgica en 1845, donde se convirtió en una figura importante de la Liga de los Comunistas, antes de regresar a Colonia, donde fundó su propio periódico, la Nueva Gaceta Renana (Neue Rheinische Zeitung).
Se exilió una vez más, en 1849, a Londres junto con su esposa Jenny y sus hijos.En Londres, la familia se vio obligada a vivir en la pobreza debido a la exigua remuneración que Marx recibía como periodista, pero Marx siguió escribiendo y formulando sus teorías sobre la naturaleza de la sociedad y acerca de cómo creía que podría mejorarse, así como una campaña por el socialismo. De esta forma, se convirtió en una figura destacada de la Primera Internacional. Las teorías de Marx sobre la sociedad, la economía y la política, que se conocen colectivamente como el marxismo, sostienen que todas las sociedades avanzan a través de la dialéctica de la lucha de clases. Fue muy crítico con el modelo socioeconómico vigente de la sociedad, el capitalismo, al que llamó la dictadura de la burguesía, afirmando que era mantenido por los acaudalados miembros de las clases alta y media para su propio beneficio.
Además, teorizó que, al igual que ocurría con los anteriores sistemas socioeconómicos, inevitablemente se producirían tensiones internas que lo llevarían a su reemplazo por un nuevo sistema a cargo de una nueva clase social, el socialismo.Sostuvo que la sociedad bajo el socialismo, sería regida por la clase obrera en lo que llamó la dictadura del proletariado, el Estado obrero o democracia obrera. Creía que el socialismo sería, a su vez, eventualmente reemplazado por una sociedad sin Estado y sin clases llamada comunismo puro. Junto con la creencia en la inevitabilidad del socialismo y del comunismo, Marx luchó activamente para la implementación del primero, argumentando que los teóricos sociales y las personas desfavorecidas debían realizar una acción revolucionaria organizada para derrocar el capitalismo y lograr un cambio socioeconómico. Mientras que Marx se mantuvo como una figura relativamente desconocida durante su vida, sus ideas y la ideología del marxismo comenzaron a ejercer una gran influencia sobre los movimientos socialistas poco después de su muerte.
Los gobiernos revolucionarios socialistas basados en conceptos marxistas tomaron el poder en una variedad de países a lo largo del siglo XX, llevando a la formación de Estados socialistas como la Unión Soviética en 1922 y la República Popular China en 1949, con diversas variantes teóricas desarrolladas, tales como el Leninismo, el Trotskismo, el Estalinismo y el Maoísmo.Marx es normalmente citado, junto a Émile Durkheim y a Max Weber, como uno de los tres principales arquitectos de la ciencia social moderna, y ha sido descrito como una de las figuras más influyentes en la historia humana. De hecho, en 1999, en una encuesta de la BBC, Marx fue votado como el pensador del Milenio por personas de todo el mundo. Notas [1] Dióg. Laercio, X, 2. << [2] Cicerón, De nat. deorum, I, 26. << [3] Íd., De finibus, I, 6. << [4] Plutarco, Colotes. << [5] Íd., De placit. philos. << [6] Íd., Colotes. << [7] Clemente de Alej., Strom., VI. << [8] Íd., Strom. << [9] Sexto Emp., Adv. Math. << [10] Lettres de Leibniz á Mr. des Maizeaux.
<< [11] Plutarco, Colotes.<< [12] Aristóteles, De anima, 1. << [13] Íd., Metaphysica, IV, 5. << [14] Dióg. Laercio, IX, 72. << [15] Véase Ritter, Gesch. d. alt. Philos., I, p. 571. << [16] Dióg. Laercio, IX, 44. << [17] Íd. ib., 72. << [18] Simplicio, en Schol. ad Arist. << [19] Plutarco, Colotes. << [20] Véase Arist., loc. cit. << [21] Dióg. Laercio, X, 121. << [22] Plutarco, Colotes. << [23] Cicerón, De nat. deorum, I, 25. << [24] Dióg. Laercio, X, 31. << [25] Plutarco, Colotes, loc. cit. << [26] Cicerón, De finibus, I, 6. << [27] Dióg. Laercio, IX, 37. << [28] Véase Dióg. Laercio, IX, 46. << [29] Dióg. Laercio, IX, 35. << [30] Cicerón, Quaest, Tuscul., V, 39; Íd., De fin., V, 29. << [31] Sén., Epist., VIII, 7. << [32] Dióg. Laercio, X, 122. << [33] Sexto Emp., Adv. Math. << [34] Íd., op.
cit.<< [35] Cicerón, De fin., I, 21. << [36] Dióg. Laercio, X, 13. << [37] Séneca, Epist., 52. << [38] Dióg. Laercio, X, 10. << [39] Íd., X, 15. << [40] Cicerón, De fato, X; íd., De nat. deor., I, 25. << [41] Aristóteles, De gen. án., V, 8. << [42] Dióg. Laercio, IX, 45. << [43] Plutarco, De placit. philos., I. << [44] Estobeo, Eclog. phys., I, 2. << [45] Eusebio, Praepar, evang., VI. << [46] Estobeo, Eclog. eth., II. << [47] Simplicio, Schol. ad Arist. << [48] Simplicio, Schol. ad Arist. << [49] Dióg. Laercio, X, 133. << [50] Séneca, Epist., XII. << [51] Cicerón, De nat. deor., I, 20. << [52] Íd., ib., I, 25. << [53] Séneca, Epist., XII. << [54] Eusebio, op. cit., XIV. << [55] Simplicio, op. cit. << [56] Eusebio, op. cit., XIV << [57] Plutarco, De placit. philos., II.
<< [58] Séneca, Natural quaest., VI, 20.<< [59] Véase parte II, V; también Dióg. Laercio, X, 88. << [60] Dióg. Laercio, X, 80. << [*] En esta primera parte faltan los dos últimos capítulos, que no han aparecido entre los manuscritos de Marx. Ellos serían: IV. Diferencia general del principio entre la filosofía de la naturaleza epicúrea y democrítea, y, V. Resultado. [Nota del traductor]. << [61] Estobeo, Eclog. Phys., I; Cicerón, De fin., I, 6; Plutarco, De placit. philos. ; Estobeo, op. cit., I. << [62] Cicerón, De nat., deor., I, 26. << [63] Íd., De fin., I, 6. << [64] Íd., De nat. deor., I, 25. << [65] Bayle, Dict. hist., «Épicure». << [66] Schaubach, Uber Epikur's astronomisch. Begriffe,. en Archiv f. Phil. und Pád., Jahn und Klotz, 1839. << [67] Lucrecio, De rer, nat., II, 251 ss. << [68] Aristóteles, De anima, I, 4, 14. << [69] Dióg. Laercio, X, 43; Simplicio, loc. cit.
<< [70] Lucrecio, De rer.nat., II, 253 ss. << [71] Íd., 279 ss. << [72] Cicerón, De fin., I, 6. << [73] Lucrecio, Ib., 293. << [74] Cicerón, De fato, X. << [75] Íd., loc. cit. << [76] Plutarco, De anim. procreat. in Timaeo, VI. << [77] Cicerón, De fin., loc. cit.<< [78] Bayle, loc. cit. << [79] Agustín, Epist., 76. << [80] Dióg. Laercio, X, 128. << [81] Plutarco, De eo quod sec. Epicu. non beate vivi possit << [82] San Clemente de Alej., Strom., II. << [83] Séneca, De benef. << [84] Cicerón, De nat. deorum., I, 24. << [85] Íd., ib., I, 38. << [86] Íd., ib., 284 ss. << [87] Arist., De caelo, II, 12. << [88] Lucrecio, De rer. nat., II, 221 ss. << [89] Íd., ib., 284 ss. << [90] Aristóteles, De caelo, I, 7. << [91] Íd., ib., III, 2. << [92] Dióg. Laercio, X, 150. << [93] Sin texto. << [94] Dióg. Laercio, X, 54.
<< [95] Plutarco, De placit.philos., I, 28. << [96] Eusebio, Praepar, evang., XIV. << [97] Simplicio, loc. cit. << [98] Filópono, ibíd. << [99] Aristóteles, Gen. et coma., I, 8. << [100] Íd., De caelo, I, 7. << [101] Ritter, Geschichte d. alt. Philosophie, I, 568. << [102] Aristóteles, Metaf., VII (VIII), 7. << [103] Íd., Metaf., I, 4. << [104] Dióg. Laercio, X, 44. << [105] Íd., X, 56. << [106] Íd., X, 55. << [107] Íd., X, 59. << [108] Íd., X, 58; Estobeo, Eclog. phys., I. << [109] Epicuri fragm. (De nat. II-XI) coll. a Rosinio, ed. Orelli. << [110] Eusebio, Praepar. evang., XIV. << [111] Estobeo, Eclog. phys., I, 17; Plutarco, De placit. philos., 1. << [112] Aristóteles, Gen. et. cor., I, 8. << [113] Eusebio, Praepar. evang., XIV; Plutarco, De placit. philos., I. << [114] Dióg. Laercio, X, 54.
<< [115] Íd., X, 42.<< [116] Íd., loc. cit. << [117] Lucrecio, II, 513, ss. ; Eusebio, Praepar. evang., XIV; Plutarco, De placit philos., loc. cit. << [118] Dióg., Laercio, X, 42; Lucrecio, II, 525. << [119] Aristóteles, De caelo, IV, 3 (III 4); Filópono, loc. cit. <<
La filosofía política moderna. De Hobbes a Marx Sobrecubierta None Tags: General Interest Atilio Borón La filosofía política moderna.De Hobbes a Marx Este libro nos propone recorrer los principales hitos de la filosofía política moderna. Se ha convertido en un lugar común afirmar que ésta se distingue de la filosofía política clásica porque en la primera la reflexión sobre la vida política se realiza al margen de todo tipo de consideración ética o moral. Si en los tiempos antiguos la indagación sobre la política iba indisolublemente ligada a una exploración de carácter moral, con el advenimiento de la modernidad dicha amalgama se descompone y el análisis político se independiza por completo del juicio ético. Esta visión convencional es peligrosamente simplificadora y, por eso mismo, equivocada. Lo que efectivamente aconteció con la filosofía política moderna es que las preocupaciones éticas del período clásico pasaron a un segundo plano.
Se produjo entonces una rearticulación entre la reflexión centrada en el "ser" y aquella encaminada a desentrañar el "deber ser", pero de ninguna manera esto se tradujo en un divorcio entre ambas preocupaciones.Esta supuesta disyunción entre una reflexión centrada en el "ser" y el "deber ser" de la Indice Prólogo Capítulo I Renato Janine Ribeiro "Thomas Hobbes o la paz contra el clero" Capítulo II Tomás Várnagy "El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo" Capítulo III Alejandra Ciriza "A propósito de Jean Jacques Rousseau.Contrato, educación y subjetividad" Capítulo IV Marilena Chaui "Spinoza: poder y libertad" Capítulo V Eduardo Grüner "El Estado: pasión de multitudes. Spinoza versus Hobbes, entre Hamlet y Edipo" Capítulo VI Roberto Gargarella "En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después" Capítulo VII Miguel Angel Rossi "Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant" Capítulo VIII Rubén R. Dri "La filosofía del Estado ético.
La concepción hegeliana del Estado" Capítulo IX Gabriel Cohn "Tocqueville y la pasión bien comprendida" Capítulo X Cícero Araujo "Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna" Capítulo XI Atilio A. Boron "Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx" Estudios Temáticos Sabrina T. González y Liliana A. Demirdjian "La República entre lo antiguo y lo moderno" (1 of 2) [05/04/2003 02:08:37] La filosofía política moderna.De Hobbes a Marx política tiene insoslayables implicaciones conservadoras que deben ser rechazadas con total intransigencia. En otro texto de esta misma colección también compilado por nosotros, Teoría y Filosofía Política.
La Tradición Clásica y las Nuevas Fronteras (Buenos Aires: CLACSO/EUDEBA, 1999), hemos tratado de aportar algunos elementos críticos del saber convencional y explorado algunas vías que nos permitirían recuperar y recrear el valioso legado analítico y axiológico de la teoría política a la luz de los nuevos desafíos que nos propone la época actual.Si la filosofía política fracasara en su intento de poner fin a la escisión positivista entre "ser" y "deber ser" corre el riesgo de degradarse hasta convertirse en una alambicada justificación de lo existente. Confiamos en que este volumen aporte algunos elementos valiosos para impedir tan infeliz desenlace. André Singer "Maquiavelo y el liberalismo: la necesidad de la república" Inés Pousadela "El contractualismo hobbesiano" Sergio Morresi "Pactos y política. El modelo Lockeano y el ocultamiento del conflicto" Daniel Kersffeld "Rousseau y la búsqueda mítica de la esencialidad" Javier Amadeo y Bárbara Pérez Jaime "El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx" Edgardo García "Espacio público y cambio social.
Pensar desde Tocqueville" © Copyright 1996/2002.Este es un servicio proporcionado por CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales Cualquier duda o sugerencia enviarla a: Jorge Fraga, [email protected] (2 of 2) [05/04/2003 02:08:37] Prólogo Atilio A. Boron C on la publicación de este libro damos continuidad a un esfuerzo que iniciáramos hace poco más de un año destinado a promover el estudio de la filosofía política en la Argentina. La impresionante acogida que tuviera el primer volumen de esta serie, La Filosofía Política Clásica. De la Antigüe – dad al Renacimiento (Buenos Aires: CLACSO/EUDEBA, 1999), del cual a estas alturas se han publicado ya tres ediciones, nos convenció de la importancia de nuestra iniciativa y de la necesidad objetiva que existe de aportar materiales y antecedentes que faciliten la labor de todos aquellos interesados en acercarse a la disciplina.
En esta oportunidad hemos compilado un volumen dedicado a lo que convencionalmente se denomina como "filosofía política moderna", y que se aboca al examen de una serie de autores que comienza con Hobbes y concluye con Marx.Tal como lo señaláramos en el primer libro de esta serie, la publicación de estos trabajos de ninguna manera puede ser considerada como un sucedáneo de la imprescindible lectura de los clásicos. Ningún comentarista, por brillante que sea, puede reemplazar la riqueza contenida en los textos fundamentales de la tradición de la filosofía política. El objetivo que nos proponemos con este texto es modesto pero a la vez útil: proporcionar una brújula que oriente la inevitable navegación que los jóvenes estudiosos tendrán que efectuar en el océano, por momentos tormentoso, de la filosofía política moderna. La brújula no es una representación mucho menos una síntesis del mar, sus corrientes y los accidentes marinos, sino un instrumento que sirve para orientarse en él y para llegar al puerto deseado. Ése es precisamente el objetivo fundamental de nuestro libro.
11 La filosofía política moderna A diferencia del primer texto de esta colección, el actual incorpora la obra de otros autores latinoamericanos, brasileños para más señas, en un esfuerzo encaminado a enriquecer la discusión filosófico-política existente en la Argentina con algunos aportes originados fuera de nuestras fronteras pero dentro del ámbito latinoamericano.Estamos convencidos de que una reflexión sobre los autores comprendidos en este libro efectuada desde una realidad tan dinámica como la del Brasil sede del mayor partido de izquierda, del sindicalismo más pujante y del movimiento campesino más formidable de la región seguramente contribuirá a refinar algunas de nuestras interpretaciones sobre diversos aspectos de las teorías aquí analizadas.Este libro nos propone recorrer los principales hitos de la filosofía política moderna. Se ha convertido en un lugar común afirmar que ésta se distingue de la filosofía política clásica porque en la primera la reflexión sobre la vida política se realiza al margen de todo tipo de consideración ética o moral.
Si en los tiempos antiguos la indagación sobre la política iba indisolublemente ligada a una exploración de carácter moral, lo que ocurre con el advenimiento de la modernidad es que dicha amalgama se descompone y el análisis político se independiza por completo del juicio ético.Esta visión convencional, que encontramos repetida en numerosos textos y tratados introductorios a la teoría política, es peligrosamente simplificadora y, por eso mismo, equivocada. Lo que efectivamente aconteció con la filosofía política moderna es que las preocupaciones éticas del período clásico pasaron a un segundo plano, no que desaparecieron. Se produjo entonces una rearticulación entre la reflexión centrada en el "ser" y aquella encaminada a desentrañar el "deber ser", pero de ninguna manera esto se tradujo en un divorcio entre ambas preocupaciones, al menos si consideramos las principales cabezas en la historia de la filosofía política moderna.
Divorcio que, como lo prueba el fallido intento de Max Weber de elaborar una ciencia social "libre de valores" a comienzos del siglo XX, está irremisiblemente condenado al fracaso independientemente del calibre intelectual de sus proponentes.En efecto: ¿cómo entender a Hobbes sin subrayar el papel central que en su teorización desempeña la obsesiva búsqueda de un orden que ponga fin al peligro de la muerte violenta? ¿Cómo dar cuenta de la obra de Locke, Rousseau o Spinoza al margen de sus preocupaciones sobre la buena sociedad? ¿Cómo comprender a Marx sin reparar en el papel que en su construcción teórica juega el horizonte utópico de la sociedad comunista? Esta supuesta disyunción entre una reflexión centrada en el "ser" y el "deber ser" de la política, verdadero grito de guerra de la ciencia política positivista, tiene insoslayables implicaciones conservadoras que deben ser rechazadas con total intransigencia. En otro texto de esta misma colección también compilado por nosotros, Teoría y Filosofía Política.
La Tradición Clásica y las Nuevas Fronteras (Buenos Aires: CLACSO/EUDEBA, 1999), hemos tratado de aportar algunos elementos críticos del saber convencional y explorado algunas vías que nos permitirían recuperar y recrear el valioso legado analítico y axiológico de la 12 teoría política a la luz de los nuevos desafíos que nos propone la época actual.Si la filosofía política fracasara en su intento de poner fin a la escisión positivista entre "ser" y "deber ser" corre el riesgo de degradarse hasta convertirse en una alambicada justificación de lo existente. Confiamos en que este volumen aporte algunos elementos valiosos para impedir tan infeliz desenlace.Al igual que su predecesor dedicado a la filosofía política clásica, este libro es también un proyecto colectivo cuya autoría corresponde a la totalidad de la cátedra de Teoría Política y Social I y II de la Carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires.
De ahí mis agradecimientos, una vez más, a sus integrantes por la dedicación y el cuidado puesto en la preparación de los textos que aquí se incluyen: Rubén Dri, Tomás Várnagy, Miguel Angel Rossi; y a Javier Amadeo, Liliana A. Demirdjian, Edgardo García, Sabrina T. González, Daniel Kersffeld, Sergio Morresi, Bárbara Pérez Jaime e Inés Pousadela.Agradecimiento que hacemos extensivo a quienes no pertenecen a nuestra cátedra, como Eduardo Grüner, pero que durante más de diez años formara parte de la misma; a Alejandra Ciriza, profesora e investigadora de la Universidad Nacional de Cuyo y el CRICYT de Mendoza; a Roberto Gargarella, de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Torcuato Di Tella y, por último, a nuestros colegas brasileños Renato Janine Ribeiro, Marilena Chaui, Gabriel Cohn, Cícero Araujo y André Singer, de la Universidad de São Paulo, Brasil. Al terminar la preparación de este libro no puedo dejar de mencionar la nueva deuda de gratitud contraída con Florencia Enghel y Jorge Fraga, y con Javier Amadeo, Liliana A. Demirdjian, Sabrina T. González y Miguel Angel Rossi.
Los primeros por su auxilio en la ardua tarea de corrección editorial y diseño y composición de un libro que quisimos no sólo que fuese excelente teóricamente sino a la vez bello y prolijo editorialmente.Mi deuda con Amadeo, Demirdjian, González y Rossi se origina en la invalorable ayuda que me prestaron en toda la fase de la preparación de este libro y, como si lo anterior no fuera suficiente, por su participación en la redacción de dos de los capítulos temáticos del mismo. Quiero también agradecer muy especialmente a Javier Amadeo y a Miguel A. Rossi por su traducción del trabajo de André Singer al español y por no haber bajado los brazos en los momentos en que parecía que este proyecto estaba inexorablemente condenado al fracaso. Por último, quiero también dejar constancia de mi agradecimiento a Adrián Gurza Lavalle y Karin Matzkin, quienes tradujeron con idoneidad cuatro capítulos del portugués al español. Sin el entusiasmo y la perseverancia que todos pusieron en este empeño, sin su inteligencia y dedicación, es – te trabajo jamás hubiera visto la luz. A todos ellos mis más sinceros agradecimientos.
Buenos Aires, 22 de marzo de 2000.13 Prólogo Capítulo IThomas Hobbes o la paz contra el clero Renato Janine Ribeiro * H ay muchas maneras de iniciar un artículo sobre Hobbes. La más obvia consistiría en comenzar por el estado de naturaleza, que en nuestro autor es el estado de guerra de todos contra todos, pasando entonces al contrato que instituye al mismo tiempo la paz y un Estado fuerte, en el cual los súbditos no tienen derecho a oponerse al soberano. Otra estrategia residiría en resumir, sucesivamente, la física, la psicología y la política hobbesianas. Pues evitaré ambas, ya que una lectura del Leviatán o de El Ciudadano -sin intermediarios- las supliría con facilidad. Comensare evocando algo que suele ser despreciado, la religión del filósofo o, para decirlo mejor, el papel que recibe la religión en Hobbes 1 (Janine Ribeiro, 1999; Hobbes, 1996; Hobbes, 1992).En las partes III y IV d e l L e v i a t á n, o sea, en la segunda mitad del libro, Hobbes se dedica a la política cristiana.
Para ser exacto, la tercera parte trata del Estado cristiano, y la última del poder que la Iglesia católica romana pretende ejercer.Por esto, en la III habla de lo que es correcto y en la IV de lo que a su parecer es erróneo. Son partes poco leídas de la obra de Hobbes. Generalmente, quien las lee queda impactado. Hubo y todavía hay reacciones fuertes en contra de las cuasi blasfemias que nuestro autor dirige contra el papado en la parte IV. Por lo que le toca, la parte III impresiona al lector con alguna formación cristiana debido a la 15 *Profesor titular de Ética y Filosofía Política en la Universidade de São Paulo (USP), Brasil. Obtuvo el grado de Maestro por la Sorbonne y el de Doctor en Filosofía por la USP. Es profesor Libre Docente en filosofía por la USP. Autor de A Marca do Leviatão (São Paulo, Ática, 1978), Ao leitor sem medo (Belo Horizonte, 2a edição, Editora UFMG, 1999) y La última razón de los reyes (Buenos Aires, Colihue, 1998). La filosofía política moderna teología tan heterodoxa que en ella se lee.
Seguramente, es este carácter poco usual de las doctrinas religiosas de Hobbes lo que facilita el considerarlo ateo.De sus ideas, tal vez la más importante en su teología es la de la mortalidad del alma, que no pasa de un soplo, y por eso cuando exhalamos el último suspiro se nos va toda la vida que tenemos. Nada sobrevive. Solamente en el día del Juicio Final seremos resucitados -de cuerpo entero, porque la carne nada es sin este soplo, ni el soplo sin la carne- para un enjuiciamiento definitivo. Después, los electos tendrán vida eterna y los condenados sufrirán la segunda y final muerte. En realidad, esta tesis es menos impactante de lo que parece. Lo que Hobbes hace es articular varias tesis que circulaban en los medios religiosos del siglo XVII. Se trataba de ideas heterodoxas, tal vez heréticas de cara a los poderes establecidos, pero de vasta circulación en la Inglaterra de la Revolución Civil. De ellas no se puede inferir un posible ateísmo de nuestro autor. Lo que impresiona son, en realidad, dos cosas.
Primero, que en estas tesis Hobbes se encuentra, eventualmente, con la "izquierda" de su época.Así, mientras su voluntad de preservar el orden y su simpatía por la monarquía (cada vez más personal y menos expresada en las conclusiones de sus obras) lo aproximan a la "derecha", y su recurso del contrato y de los intereses como fundamento para la teoría política lo alejan del derecho divino, situándolo más cerca de una posición republicana, o sea de un "centro", es en la religión que nuestro autor más se acerca a lo que podríamos llamar la "izquierda" de su tiempo. Hablar de derecha, centro e izquierda antes de la Revolución Francesa -cuando estos términos adquirieron aplicación política, a partir de la distribución de los diputados en el recinto de la Asamblea Constituyente- suena anacrónico. Y en algunos casos lo es. Sin embargo, el conflicto político inglés del siglo XVII autoriza una lectura bajo tal recorte.
Tenemos, a la derecha, los defensores del poder del Rey y de los Grandes del reino; en el centro, los que los cuestionan a partir de la pequeña y mediana propiedad o del capital; a la izquierda, una reivindicación más radical, la de los no propietarios.Las posiciones políticas que así evoco son aquellas que Christopher Hill se dedicó a esclarecer a lo largo de su obra de historiador. La gran historia de la Revolución Inglesa redactada en el siglo XIX, bajo el impacto del presente whig y del pasado puritano, valoró a los opositores de Carlos I como puritanos, ancestros de los liberales decimonónicos, pero dejó de lado a los movimientos sociales, a los radicales en medio de la oposición, aquellos que ponían en tela de juicio a los dos lados, yendo más lejos que una oposición de propietarios. Solamente Hill, a partir de su Revolución Inglesa de 1640, escrita para el tricentenario de la misma, recupera el lugar y el papel de aquellos rebeldes.
Entre ellos sobresalen los leve – llers, niveladores, que quieren una igualdad social, y sobre todo los diggers, excavadores, o true levellers, verdaderos niveladores, los únicos que proponen la supresión de la propiedad privada de la tierra cultivada.Pues es en este medio que 16 un leveller, Richard Overton, publica Mans Mortalitie, "La mortalidad del hombre", que en mucho coincide con las tesis hobbesianas. En síntesis, la idea de los mortalistas es que nuestra alma es tan mortal como nuestro cuerpo; no existe una eternidad de tormentos, ya que la vida eterna está reservada a los buenos, y por lo tanto sólo puede ser una eternidad beatífica, jamás una inmortalidad de dolores. No hay entonces Infierno (Hill, 1977; Hill, 1987; Overton, 1968).El resultado político de esta concepción es bastante claro. Si no hay condena eterna, si tan sólo existen la salvación eterna o la muerte definitiva, no se perjudica en nada la recompensa a los buenos, pero se reduce en grandes proporciones el castigo a los malos. Quien anhela la salvación del alma nada pierde. Empero, quien le teme a la condena eterna puede renunciar a ese temor.
En aquella época, como mostró Keith Thomas, no eran pocos los que manifestaban escaso interés por ir al Paraíso pero temían acabar en el Infierno; ahora bien, si este temor pierde razón de ser, lo que se desprende es una reducción del miedo.Disminuyó con ello el miedo que se le tenía al clero, detentor de las llaves de acceso al Cielo y al Infierno. Formulándolo más claramente: de los territorios del Más Allá, lo más importante es el Infierno. Decía un obispo anglicano -Bramhall, de Derry, Irlanda, que se involucró en polémicas con Hobbes- que lo peor no es lo que él le hizo al cielo sino al infierno. Hamlet, en la obra de Shakespeare, menos de 50 años antes de nuestro autor, medita el suicidio en el célebre monólogo "Ser o no ser". Precisamente, lo que le hace soportar los males actuales, en vez de ponerles fin con "un simple puñal", es el miedo de aquellas cosas que nos aguardan después de la muerte, "ese ignoto país" -el Más Allá- "de cuyos confines ningún viajero vuelve".
Los medievales tenían una cierta noción de lo que habría después de la muerte; eran publicados relatos de almas del purgatorio que visitaban a sus parientes, de almas que venían a contar su beatitud en el Paraíso o su sufrimiento en el Infierno.Con la modernidad, esos viajes cesaron. Se pierde el conocimiento que aquellos alegaban tener del Más Allá (Thomas, 1971; Shakespeare, 2000; Hobbes, 1839; Janine Ribeiro, 1999). Se entiende que la izquierda, queriendo reducir el poder del clero anglicano y hasta el de los ministros presbiterianos, se empeñara en disminuir el Infierno. Con todo, la misma posición también es comprensible en un autor nada "izquierdista" como Hobbes. Su problema es eliminar la gran amenaza al poder estatal. Claro está que sólo una lectura superficial llevaría a creer que el Estado estaba amenazado por los rebeldes. Quien realmente lo somete a una enorme presión es el clero. No existe rebeldía sin control de las conciencias. Pensar la revuelta solamente por el uso de las armas es un equívoco que nada en Hobbes permite. Las acciones humanas se desprenden siempre de opiniones.
Las opiniones gobiernan a la acción, y ése es un lugar común de la época.Pero con esto no se hace referencia a opiniones en el sentido de hoy, es decir, un habla explícita, divulgada, consciente, aunque menos consistente que una teoría. La doxa, como hoy la concebimos, es un concepto debilitado. Cuando un pensador de inicios de la moder17 Thomas Hobbes o la paz contra el clero La filosofía política moderna nidad habla de "opinión", lo que entiende es algo más próximo a nuestro inconsciente que a nuestra habla. La opinión que alguien tiene, y que rige las acciones, es una convicción a veces ni siquiera explicitada. Por ejemplo, si alguien cree que el poder soberano está dividido entre el rey y el Parlamento o que la soberanía, que cabe al rey, no incluye la representación, que pertenecería al Parlamento, tal opinión lo hace obedecer a uno o al otro. Pero no se trata necesariamente de una opinión que una encuesta permitiría constatar. Puede consistir, simplemente, en ignorar que el "soberano representante" es el monarca.
Tener tal opinión incluye por un lado un poder enorme de la misma, y por el otro un no saber bien de qué se trata.Esto queda más claro en un pasaje que es tal vez el más significativo de la totalidad de la obra hobbesiana. Me refiero a un momento del capítulo XIII del Le – viatán. Hobbes acaba de explicar por qué ocurre la guerra de todos contra todos: justamente porque somos iguales, siempre deseamos más los unos que los otros. De la igualdad deriva una competencia que, ante la falta de un poder estatal, se convierte en guerra. Así, expresa, "los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos". Ahora bien, Hobbes es consciente de la dimensión estremecedora de esa tesis radicalmente anti-aristotélica. Estamos acostumbrados a creer en nuestra naturaleza sociable.
Es justamente porque tenemos esta ilusión, por cierto, que nos tornamos incapaces de generar un mínimo de sociedad: Hobbes lidia con tal paradoja, que más tarde será retomada por Freud, según la cual, si queremos tener sociedad, debemos estar atentos a lo que hay de antisocial en nuestras pulsiones (Freud) o en nuestras posturas y estrategias; si queremos tener amor, debemos tener noción del odio.No se construye la sociedad sobre la base de una sociabilidad que no existe. Para que ella sea erigida, es preciso fundarla en lo que efectivamente existe, es decir, no en una naturaleza sociable, ni siquiera en una naturaleza antisocial, sino en una desconfianza radicalizada y racional. Por cierto, construir la sociedad sobre la base de una sociabilidad inexistente es peor que simplemente no construirla; porque la inexistencia, para el caso, significa que existe la sociabilidad como quimera, como ilusión, y por lo tanto depositar la creencia en ella es multiplicar los problemas. Si intento construir un edificio sin cemento o sin ladrillos, ni siquiera podré levantarlo. No se construiría nada.
Pero en la vida social, si construyo una sociedad con autoengaño, engendro una potencia interminable de nuevos engaños.De cualquier modo, Hobbes percibe que acaba de enunciar la más impactante de sus tesis. Por eso, rápidamente introduce a su lector como personaje del texto; en un recurso rarísimo en su obra y en su tiempo transforma a este discreto asociado -que somos nosotros, o por lo menos sus contemporáneos- en destinatario explícito de su discurso. Y le pide a cada lector ("él": es interesante que no use la fórmula obvia, " you ", vosotros o usted; he aquí una manera de mantener todavía la distancia con quien lo lee) "que se considere a sí mismo", cuando 18 cierra las puertas y hasta los cajones en su casa: "¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas?" (la cursiva es mía). Aquí hay dos puntos a resaltar. Primero: el pasaje es estratégico en la obra.
Hobbes acaba de pronunciar aquello que, en su época y posiblemente en la nuestra, más contraría las convicciones aceptadas sobre la naturaleza humana.Como observa Leo Strauss, Hobbes y Spinoza son los dos primeros pensadores que contrarían la tesis de que la sociedad efectúa la realización de la naturaleza humana; en cambio, entendieron que la vida en sociedad va en contra del eje de nuestra naturaleza.Aquí Hobbes requiere dirigirse al lector porque está obligado a reconocer que dice algo poco aceptable. Más que eso, necesita suspender el protocolo usual del texto filosófico -que consiste en afirmar lo que se cree verdadero con tal énfasis que se hace necesario extirpar ese vestigio de la retórica, esa memoria de la persuasión que es la presencia del interlocutor, para el caso, el destinatario- porque la simple enunciación de lo que sería cierto o correcto no basta. Si Hobbes no se dirigiese a su lector, el texto probablemente decaería en la lectura: es de imaginarse que muchos lectores cerrarían aquí el libro, considerando sus tesis nada más que absurdos no merecedores de atención (Strauss, 1971, cap. V; Hobbes, 1996).
El segundo punto: la opinión aquí referida -la del lector- no es consciente.El lector que usa llaves en su casa no sabe lo que significa ese uso o, mejor dicho, no sabe qué opinión tiene. Hobbes no necesitaría identificar y tratar de persuadir a tal destinatario si tan sólo reiterase lo que éste último ya sabe. Si la deferencia al lector se impone, es porque él mismo no sabe lo que hace o cuál es su propia creencia. Existe por lo tanto un doble juego con el lector. Por un lado, alcanza la dignidad de ser incluido en la obra, como quien la puede avalar y darle continuidad. Por el otro, y contraponiéndose a esta promoción hobbesiana del lector, éste es delicadamente advertido de que no extrae las consecuencias o los supuestos de su acción. No sabe en qué cree. Desconoce su propia opinión. Ésta se infiere mejor de los actos que practica. Es por ahí que la opinión adquiere dos trazos que más tarde distinguirán el inconsciente freudiano: ella es desconocida por quien la tiene, y justamente por eso lo gobierna en gran medida.
Esta composición hecha de auto-desconocimiento y de simétrico poder es lo que marca tanto la opinión hobbesiana como el inconsciente freudiano.*** Nuestro paréntesis con respecto al papel de la opinión en la filosofía hobbesiana es explicable: si ella no es visible, si ni yo sé en qué creo, se hace necesario un largo recorrido en torno a lo que produce las creencias 2 . Si Hobbes fuese un autor del siglo XIX o inclusive del XX, posiblemente hablaría sobre la producción de ideología. Si fuese un pensador de la segunda mitad del siglo XX, pro19 Thomas Hobbes o la paz contra el clero La filosofía política moderna bablemente hablaría de los medios de comunicación.
A su modo, realizó una co – sa próxima, pues mostró cómo se engendra el error, pero un error diferente en sus alcances de aquél que su contemporáneo Descartes criticaba en sus Meditaciones Metafísicas (Descartes, 1968).El error cartesiano es muy grave porque afecta a todo nuestro conocimiento del mundo, al punto de que estaríamos -¿quién sabe?– tratando con apariencias y no con las cosas como son; y de esto llega Descartes inclusive a plantear la posibilidad de que tal gigantesco mundo falso a nuestro alrededor sea obra, no de Dios, sino de un genio maligno.Con todo, el error visto por Hobbes es todavía más grave. Cuidadosamente, ya estando dentro de la moral provisional, Descartes evita que el error desborde hacia la acción. Cuando decide proceder a la duda hiperbólica y sistemática, que es uno de los emprendimientos más audaces que ya ocurrieron en filosofía, resguarda de ella todo lo que se refiere a la acción individual o política, o sea, todo lo que afecta a la ética de las acciones, al respeto al trono y al altar.
Para Hobbes se trata de otra cosa: todo el problema está en la desobediencia al soberano.Cuando él habla de error, es siempre debido a los efectos que éste podría causar en los actos humanos y en el orden social. Por eso, el error hobbesiano se propaga extraordinariamente: devastará a todo el Estado, al mundo entero, no sólo como objeto de conocimiento, sino alcanzando su propia condición de existencia en tanto que espacio de convivencia humana. Cuando se habla de opiniones que causan disidencia o revuelta, éstas son enunciadas como una serie de concepciones acerca de dónde está legítimamente el poder. Se trata de una secuencia de proposiciones sobre el poder y su ubicación. Entonces, a primera vista tendríamos como causa de la revuelta un discurso equivocado de filosofía del derecho o de filosofía política.
No obstante, una lectura más atenta del conjunto de la obra demuestra que el descontento con el poder legítimo -que no es necesariamente el del rey, ya que Hobbes también acepta la aristocracia y hasta la democracia, aunque debe ser un poder consistente, soberano, todo él invertido en las manos de un solo hombre, de un solo grupo o aún del conjunto de todos- proviene en último análisis de un manejo de las conciencias por un sujeto oculto y opuesto al Estado.En otras palabras, la revuelta no surge tan sólo de la ignorancia o de una desobediencia generalizada. No sucede por casualidad. La ignorancia de los súbditos y la desatención del gobernante solamente resultan incendiarias cuando la chispa es producida por ese escondido sujeto de la política, ese sujeto de patente ilegitimidad: la casta sacerdotal. El error cartesiano podía ser una suma mal hecha; el error hobbesiano es un equívoco devastador en su operación destructora de la sociedad y es causado por una voluntad subversiva, sistemática, a saber, la del clero.
Éste ocupa en el pensamiento de Hobbes el lugar que correspondería al genio maligno o al gran embustero en la filosofía de Descartes.20 *** Contra el clero se juntan, así, la preocupación popular, en el sentido de cohibir el chantaje eclesiástico contra la disidencia, y la preocupación hobbesiana, empeñada en eliminar la hipoteca clerical sobre el poder del Estado. Aunque esa "alianza" hobbesiano-popular sea muy coyuntural, y no impida a nuestro filósofo criticar en el Behemoth 3 a los predicadores disidentes, el hecho es que, por lo menos en parte, la religión hobbesiana se aproxima a la izquierda más que a la derecha o al centro. Esto, porque tanto la derecha anglicana como el centro presbiteriano quieren controlar las conciencias y para ello se valen de la Iglesia, de alguna Iglesia, como brazo armado, mientras que Hobbes teme que ese brazo se vuelva contra el Estado, y la "izquierda" no quiere tal tipo de represión (Hobbes, 1969).
Pese a lo anterior, esa convergencia aparentemente antinatural entre Hobbes y la izquierda -aquella izquierda que conocemos básicamente gracias a Christopher Hill- nos deja todavía un puzzle.Sería un error suponer que la religión de Hobbes fuera de izquierda, su simpatía partidaria de derecha, y su base política de centro. Tal recorte sería equivocado, primero porque su religión es heteróclita. Veamos uno de sus trazos fundamentales: la doctrina de las cosas indiferentes o adiaphora, que está sobreentendida a lo largo de su obra 4 . Ella significa que, en sí mismas, las cuestiones por las cuales las personas se matan en materia religiosa son, en su mayor parte, indiferentes a la salvación. Un ejemplo utilizado habitualmente es el de las vestimentas o el de los rituales. Da lo mismo que la mesa de comunión, como la llaman los radicales, esté en el centro del templo o que quede -bajo el nombre más solemne de altar, preferido por los conservadores religiosos- en una punta de la iglesia, sobre un estrado.
Los dos partidos se dividen acerca de este punto, entendiendo -con razón- que la mesa en el centro indica que el sacerdote no pasa de un primus inter pares, al paso que el altar en posición privilegiada le atribuye autoridad sobre la congregación.De ahí que los radicales prefieran una cierta igualdad entre el ministro religioso y sus fieles, al paso que los conservadores optan por la superioridad del clérigo sobre los legos.Pero Hobbes no piensa así, siguiendo un linaje que posiblemente provenga de Erasmo y de Melanchthon, y que por lo demás corresponde muy bien a las ideas del primer Cromwell, Thomas, ministro que condujo a Enrique VIII a la Reforma protestante. Es poco lo que se necesita para la salvación -fe y obediencia, afirma Hobbes- y todo lo demás no pasa de puntos requeridos para la buena policía de los Estados, no afectando en nada al eje de la creencia en Dios. Por eso la disposición de los objetos o de las personas en el templo, e inclusive la mayor parte de los artículos de fe, poco importa en sí misma. Seguiremos al respecto lo que el Estado mande.
21 Thomas Hobbes o la paz contra el clero La filosofía política moderna La idea de las cosas indiferentes tiene, así, un doble papel.Por un lado, se vacía la verdad última de esos artículos de fe, rituales o vestimentas. No son verdaderos ni falsos. La teología se reduce, en gran medida, a la liturgia. Por otro lado, se determina que se obedezca a los artículos de fe, más no por su contenido, sino por su forma o función. El contenido es indiferente, pero la forma permite regular el servicio religioso. Bajo una comparación pertinente, es como las leyes de tránsito: poco importa que adoptemos o no el sentido de circulación inglés; pero de cualquier forma, manejar del lado derecho o del izquierdo no puede quedar al arbitrio de cada uno. La ley que nos ordena manejar por la derecha es arbitraria, pero debemos seguirla porque nos salva la vida.
Lo que importa no es el contenido de lo que el gobernante, lego o religioso decidió, sino el hecho de que haya decidido algo; ese formalismo de las decisiones trae como resultado que todos nosotros renunciemos a discutir lo que es mejor o peor, especialmente en una materia tan controvertida e irresoluble como la de la salvación del alma.Suponiendo que las cosas sean indiferentes, Hobbes sigue una vía media en materia religiosa.No es radical ni laudiano: las dos alas extremas de la política religiosa leen en cada rito o vestimenta toda una doctrina, que juzgan como verdadera o falsa, divina o herética 5 . Hobbes, al contrario, vacía de significado los ritos, las vestimentas y buena parte de las doctrinas. Nada de eso remite a un referente sacro. Ninguna práctica en el templo, ni la mayor parte de las creencias propias, va más allá de señalar -indirectamente- nuestra obediencia al poder existente, a los powers that be, al Estado. Con esto se instaura la paz en el Estado. Por este lado nuestro autor se afilia al partido del orden.
Pero esa paz no se establece como le gustaría al partido del orden: gracias al derecho divino, a la alianza estrecha del trono con el altar o al miedo abundantemente inculcado en las conciencias.En vez del derecho divino y del origen del poder estatal derivado directamente de Dios, Hobbes recurre al interés de vivir a salvo del miedo de la muerte violenta y al contrato como fundación del poder. En vez de un condominio entre la espada y el báculo, nuestro autor subordina el clero al soberano, que porta más rasgos seculares que religiosos. Él anexa la religión y el clero, pero bajo la primacía de un Estado que se irá laicalizando a lo largo del tiempo. Fi – nalmente, a pesar de toda una tendencia a leer Hobbes como defensor del miedo, su proyecto estriba en regularlo, excluyendo sus excesos, su desmesura, el pavor que podemos tenerle a los tormentos eternos con los que el clero chantajea tanto a nosotros como a los príncipes. Existe un temor legítimo que sentimos con relación al soberano, pues legalmente nos puede castigar, y existe un pavor ilegítimo, que es fruto del chantaje clerical.
*** Continuando acerca del clero: un pasaje bastante conocido de la obra hobbesiana es la frase que prácticamente abre la Parte II del Leviatán, ahí donde el fi22 lósofo dice que " Covenants without the Sword are but Words ", los pactos sin la espada no pasan de palabras.Esta frase, al ser mal comprendida, causó muchos errores. El error consiste en pensar que, al no existir la espada de la justicia, es decir, el Estado en tanto que poder punitivo (lo que es la esencia de su poder), ningún compromiso que firmaran los hombres tendría validez. Esto provoca un problema lógico, que sería muy serio si no fuera tan sólo aparente: ¿cómo tendrá valor el primer contrato de todos, aquel que crea y funda el Estado, si -por obvias razones- cuando es firmado no existe aún la espada del soberano para garantizarlo? Mientras el Estado no exista, ningún pacto tendrá valor porque él no puede forzar su cumplimiento, pero como el propio Estado nace de un pacto, lógicamente nunca podrá comenzar a existir.
Sería preciso contar con la espada del soberano antes de que exista el Estado; pero entonces, ¿cómo pensar la fundación del Estado?La solución para tal dificultad radica en mostrar que ésta apenas es aparente.En realidad, existen pactos que valen aún cuando no hay un poder estatal. En síntesis, no valen los pactos con relación a los cuales es razonable y racional suponer que podrían ser violados por la contraparte. Valen aquellos para los cuales no tiene base tal desconfianza. Literalmente, Hobbes dice que "tanto (either) cuando una de las partes ha cumplido ya su promesa, o (or) cuando existe un poder que le obligue al cumplimiento", "no es contra razón" mantener la palabra dada 6 . Cuando no existe el poder del Estado, solamente merece descrédito el pacto en el que ninguna de las partes cumplió ya lo que debería hacer.Imaginemos los tres casos posibles. El primero es un contrato en el que las dos partes rápidamente cumplen lo que deben hacer, cuando por ejemplo doy con una mano una manzana y con la otra recibo una pera. Aquí no cabe la desconfianza, simplemente porque no hay futuro.
El contrato -para el caso, la forma jurídica correspondiente al hecho del intercambio- se consumó en el presente.En un segundo caso, doy a otra persona, digamos, pieles de cuero, contra su promesa de que mañana me traerá un abrigo. Aquí cumplo de inmediato mi parte, pero el otro solamente lo hará en el futuro. Este contrato se basa en mi confianza en la otra persona. Todo indicaría que, en el estado de naturaleza, tal tipo de acuerdo estaría completamente fuera de lugar. Veremos, sin embargo, que es exactamente lo contrario. El tercer caso consiste en que prometa al otro traerle mañana el cuero, cuando él también me entregará el abrigo. Aquí los dos estamos igualados, como en el primer caso, pero con la significativa diferencia de que, en cuanto antes solamente había presente, ahora solamente hay futuro. En cuanto allí la confianza era innecesaria, aquí resulta imperativa. ¿Cómo se coloca Hobbes frente a estos tres casos? El primero mal merece su atención.
Su pronta ejecución práctica nos dispensa de cualquier problema jurí – 23 Thomas Hobbes o la paz contra el clero La filosofía política moderna dico.Pero lo interesante es que, al contrario de lo que le parecería a un lector apresurado, Hobbes valida el segundo modo aunque no exista Estado, e invalida el tercero a menos que haya un poder común. La razón es simple, y por cierto arroja luz sobre lo que es el estado de naturaleza hobbesiano. Vamos entonces a ese caso.En el mencionado capítulo XIII del L e v i a t á n, Hobbes explica que existen tres causas de guerra. La primera ocurre por "beneficio", cuando deseamos aquello que otro posee: "si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad".
La segunda es un despliegue de la primera: como de lo anterior s u rge una "desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación", o sea, una defensa por medio del ataque.Como no sé quién competirá conmigo, ataco preventivamente a todos los que puedan venir a hacerme mal. Es ésa la causa que generaliza la guerra. Insistamos en estas dos causas. La primera considera las cosas como objetos de deseo: "si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos". No es que las cosas sean escasas en el mundo: el argumento de la carencia, que obviamente cesaría en su validez tan pronto como la prosperidad o la abundancia reinasen en el mundo, no aparece en Hobbes. Basta que dos de nosotros deseemos la misma cosa. El deseo, lo sabe muy bien Hobbes, no se inclina ante una proporción razonable que exista entre las cosas disponibles y las necesidades humanas: nos podemos matar por aquello que n o n e c esitamos.
Más que eso, la primera causa considera las cosas desde el punto de vista del sujeto d e s e a n t e. El ejemplo que Hobbes propone es el del desposeído que codicia el bien del dueño o propietario industrioso (nótese, de pasada, que hasta en el estado de naturaleza puede él dar un ejemplo de propiedad, o cuasi propiedad, j u s t a m e n t e porque no existe el estado de naturaleza como una substancia cerrada y localizada: lo que Hobbes presenta es la "condición natural de la humanidad", la condición a la cual todos tendemos, en sociedad o no, bajo un poder común o no, tan pronto como ese poder común falla o se desmoro n a).De aquí que el estado de naturaleza no sean los otros; somos nosotros mismos, una vez que el Estado se resquebraja. Como dice Christopher Hill, el estado de naturaleza hobbesiano es la sociedad burguesa "sin la policía" (Hill, 1990: p. 271). Por lo tanto, a pesar de que la primer causa de guerra es muy fuerte por el papel que le confiere al deseo, ella no resulta generalizable.
Su principal función, me parece, es la de introducir y justificar la segunda causa: la de la desconfianza de quien tiene en relación a quien no tiene.Como en la primera causa el no tener es identificado con el desear lo que los otros tienen, los have comienzan a disponer de una lente que justifica su temor de que los have-not los ataquen, y por eso mismo legitima su ataque preventivo contra éstos últimos. 24 En un primer momento, pues, la guerra se desataría movida por el deseo de los que no tienen contra los que tienen. Vamos a llamar "A" al deseante que ataca. En un segundo momento, la guerra se amplía, movida por la razón de los que tienen contra los que no tienen. Llamaremos "B" a aquél que desconfía. Inicialmente, la guerra es vista desde el ángulo "popular", el de los desposeídos: de abajo para arriba. En este plano, ella es deseo. Pero en su despliegue la guerra pasa a ser considerada racionalmente: es razonable que el que posee ataque a su posible ladrón o asesino. Claramente, Hobbes hace más suya la mirada de la segunda causa que la de la primera.
Al tratar aquélla, era apenas descriptivo; aquí, concluye: "Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre, aumentar su dominio sobre los semejantes [por el cual quien tiene ataca a quien no tiene con el propósito de anticipar la posible agresión de éste], se le debe permi – tir " (las cursivas son mías) (Hobbes, 1996, cap.XIII: p. 101).Llegamos al siguiente punto. Si Hobbes rigiera la guerra por la primera causa, estaría diciendo que todos deseamos todo y que ésa es la razón de que el ser humano, movido por una psique egoísta, interesada y agresiva, ataque a los otros. Su tesis sería la de que tenemos o somos n a t u r a l e z a, y ésta es b e l i c o s a. No obstante, si él considera sobre todo la segunda causa, y la primera sólo funciona como puente para llegar a ella, cualquier afirmación sobre una belicosa naturaleza humana es innecesaria y equivocada. Basta afirmar, y tiene más fuerza, que disponemos de razones más que suficientes para desconfiar los unos de los otros.
Es esto, por cierto, lo que él pregunta a su lector: no si desea todo lo que los demás poseen, sino si desconfía de todos los otros, hasta de los criados y familiares (el error de Macpherson consistió en dar toda la fuerza a la primera causa -adquisitiva, posesiva- y con ello dejar de considerar la segunda, que piensa a la sociedad en términos de re l a c i o n e s de desconfianza, espontáneas, o de confianza, construidas).Ahora bien, si desplazamos el eje de la primera causa a la segunda, significa que el conflicto, por lo menos en esencia, está ligado a que yo tenga razones para desconfiar del otro, que me atacará. Si hubiera una situación, aún sin la existencia del E s t a d o, en la cual yo n o tuviera elementos razonables para sospechar del otro, no habría razón para que lo agrediera (Macpherson, 1970: cap. II).
Tal situación existe: es la del segundo caso arriba tratado, cuando en la negociación entre dos partes la primera hace lo que debe de inmediato, al firmar el pacto, mientras la segunda -y solamente ella- tiene el tiempo futuro para cumplir lo que prometió.Así, la primera parte no tiene por qué desconfiar, porque ya hizo todo lo que debía, mientras que la segunda no tiene razones para sospechar, exactamente porque trata con alguien que confió en ella. Es por esto que, aún no habiendo Estado, mediante esta forma se inscriben en la inmensidad del estado de guerra algunos oasis de contratos puntuales, aquellos que es posible firmar y necesario cumplir. 25 Thomas Hobbes o la paz contra el clero La filosofía política moderna Es posible entender el contrato hobbesiano, de institución del Estado o de adquisición de dominio, a partir de tal modelo. Cuando por ejemplo el vencedor en la guerra decide no matar al prisionero siempre y cuando éste le obedezca, el vencedor le está dando la vida (ya, de inmediato) y el vencido le promete obediencia total en el futuro.
Cuando la madre adquiere dominio sobre su niño, es porque le da la vida (ahora, de pronto), y por lo tanto es correcto que el hijo le prometa obedecer.Cuando finalmente todos firmamos el pacto gracias al cual se instituye el Estado, cada uno de nosotros está cediendo algo en el acto (el derecho a todas las cosas que antes disfrutábamos), y así retira ante todos los demás las razones para la sospecha recíproca. Lo que resulta absolutamente brillante en este caso es que el contrato de todos con todos hace que cada uno ocupe las dos posiciones, la de quien desconfía (B) y la de aquél de quien los otros deberían desconfiar (A).Cada uno (A), cediendo de inmediato, retira a los otros (los B) la razonabilidad de cualquier sospecha sobre él. El carácter simultáneo de la operación hace que, siendo todos A y B, la guerra encuentre su fin. Lo que pretendí mostrar es que a fin de comprender tal procedimiento no es necesario introducir un elemento externo al orden jurídico, que sería la espada del Estado como garante del contrato que precisamente da nacimiento al mismo.
Sin duda, en el orden de las cosas, en la práctica o en el mundo de facto, es el afilado poder de la justicia y de la guerra el que conserva la paz.Pero en la fundamentación jurídica él no es posible, porque el Estado no existe, ni tampoco necesario. *** ¿Qué es lo que significa entonces la famosa frase sobre los "Covenants", que sin la espada no pasan de palabras? En rigor, y para usar el término jurídico, quiere decir que es necesario vestir la promesa. El compromiso "desnudo" de nada sirve. Hay varios modos de vestirlo, de darle consistencia. Entre ellos, el más simple consiste en confiar a la fuerza pública su cumplimiento: el afilado poder de ésta asegura que la palabra dada se convierta en acto. Pero vimos que aquél supone la existencia del Estado. Otra posibilidad en la cual nos detuvimos es que el pacto debe ser cumplido cuando la parte beneficiada por la confianza ajena no cuenta con razones para desconfiar de la otra.
El punto en el que deseo insistir es que no se puede leer la frase sobre los "Covenants" desde un punto de vista "militarista", en el cual la clave de las relaciones de contratación estaría en la espada, sin la cual tendríamos apenas, parafraseando a Hamlet, "palabras, palabras, palabras".¡En la propia obra de Shakespeare es de palabras que todo está hecho! (Shakespeare, 2000).Nuestra cuestión, volviendo al clero, es que éste usará palabras, y solamente palabras, para conquistar un poder mayor que el de la propia espada. Una vez más, la comprensión superficial de la frase sobre los "Covenants" induce al error 26 en lo que se refiere al principal problema hobbesiano, el de la guerra civil suscitada por clero. Veamos entonces la mayor de las realizaciones de las que el clero fue capaz: la guerra civil inglesa. Hobbes se referirá a ella en una obra posterior a la Restauración, el Behemoth.
*** ¿Por qué un filósofo como Hobbes, que se pasó buena parte de su vida criticando las metáforas, figuras e imágenes, y más aún, responsabilizándolas por la subversión y por la guerra civil, da a dos de sus obras títulos que evocan monstruos?A primera vista, tendría mayor sentido que utilizara títulos puramente denotativos, de los cuales la alusión, lo figurativo y la imagen estuvieran ausentes.Eso, por cierto, es lo que Hobbes hizo con total éxito en Del ciudadano, en 1642. Y la cuestión es aún más curiosa en la medida que los comentadores no encuentran fácil descifrar lo que él quiso decir de la política con los dos monstruos. Es verdad que sobre el Leviatán se llegó a un razonable consenso: Hobbes escogió el monstruo citado en el Libro de Job porque reina sobre los hijos del orgullo, y nosotros humanos somos antes que nada movidos por nuestra vanidad, por la vana noción que tenemos de nuestro valor; es ésta, por cierto, la tercera causa de la guerra generalizada entre los hombres, de la "guerra de todos contra todos" 7 .
¿Pero por qué mientras un monstruo bíblico designa el posible y necesario poder sobre los hombres vanos, el otro apunta hacia la desagregación de todo el poder en las manos del clero?No es clara la razón de que se haya escogido el Behemoth bíblico en vez del igualmente veterotestamentario Leviatán 8 .Pero podemos sugerir al menos una hipotética respuesta. Primero, Hobbes insinuaría que vivimos entre dos condiciones monstruosas, la de la paz bajo el gobierno absoluto (o mejor, el gobierno de un soberano) y la de la guerra generalizada, esto es, el conflicto intestino que arroja al hermano contra el hermano. La guerra de todos contra todos es en realidad la guerra civil, peor que cualquier otra porque en la guerra externa puede haber una productividad, una positividad: después de todo, Hobbes es mercantilista y para esta escuela económica la guerra extranjera puede servir de excelente medio, incluso mejor que el propio comercio externo, para acumular un superávit en metales preciosos.
Ya se dijo a propósito del mercantilismo que la guerra es la continuación del comercio por otros medios.En el conflicto doméstico, en cambio, no hay productividad: solamente destrucción. Él es la potencia de lo negativo.Sin embargo, a pesar de que la destitución de toda referencia constante y la universalización de la desconfianza componen una condición monstruosa, su superación pasa igualmente por una monstruosidad, la del poder pleno conferido a una persona o soberano 9 . Existe algo de monstruoso en el poder del Estado, pri27 Thomas Hobbes o la paz contra el clero La filosofía política moderna meramente en sentido literal, por ser algo que salta a la vista, un prodigio o una cosa increíble que se muestra con el fin de impresionarnos; también porque sobre su acción campea un elemento no condicionado de temor, imprevisto e imprevisible, que puede convertirse en terror. Hobbes habla de f e a r y de a w e, que no designan un miedo desmedido, sino un respeto, una reverencia, un temor que tiene su razón de ser.
Su soberano no es un déspota, un sultán que gobierna mediante el pav o r, pero el hecho de haber escogido a un monstruo para representar ese poder, ayudó a la fortuna crítica a pensarlo mediante la desmesura, la plenitud de mando desbordada, a veces incluso hasta el punto de infundir un miedo irrestricto.En segundo lugar, específicamente en el Behemoth, la guerra de todos contra todos no es tan sólo una condición en la que no tenemos certidumbre de que el otro cumpla los pactos que firmó y en la que atacarlo es por consiguiente la mejor línea de acción a seguir, como afirma Hobbes en el Leviatán.El capítulo XIII del Leviatán describe una situación de guerra, como antes lo hicieron los capítulos I de De Corpore Politico y de Del ciudadano, y señala sus causas. Pero, curiosamente, es el Behemoth, libro de menor pretensión teórica, el que muestra con precisión cómo y por qué se produce la condición de guerra: el clero es su causante. La guerra de todos no es una simple hipótesis para servir de contrapunto o coartada a la paz instaurada por el poder soberano.
Ella es producida en primer lugar por la palabra desmedida que finge detentar las llaves de acceso a la vida eterna.Aún cuando el poder del gobernante es fuerte, resulta sin embargo un poder apenas laico, únicamente racional, si no va más allá de lo temporal y no controla también lo espiritual. Los diversos cleros, al pretender un acceso propio a las cosas espirituales, imponen un límite decisivo a la autoridad del soberano. Por ello éste no puede ser laicizado en los términos en que hoy lo concebiríamos. Es preciso que él sea un poder temporal y espiritual, como se lee en el título completo del Leviatán, que es " Leviatán o la materia, forma y poder de una Repúbli – ca Eclesiástica y Civil " (república, claro, en un sentido que es más el de Estado en general que el de la forma de elección de sus gobernantes; pero lo que yo quiero subrayar es el papel religioso, tanto como temporal, de ese Poder).
Al contrario de lo que un lector de nuestro tiempo podría imaginar, el poder más fuerte no es necesariamente el de la espada visible, el gladius de la justicia y de la guerra que el soberano (lego) empuña, sino el de una espada invisible, la de la fe y la religión.Si el gobernante que juzga de manera visible y a los ojos de todos puede infligir la muerte física, el clero blande la amenaza de la muerte eterna al mismo tiempo que nos hace ver anticipadamente una eternidad en el paraíso. Esta mezcla de promesa y amedrentamiento puede ser más eficaz que el instrumental desencantado con el que el poder lego intenta controlar las conductas. La frase sobre el carácter vano de los pactos sin la espada no debe hacernos olvidar que la palabra (ya no el " covenant " político o comercial, sino la prédica religiosa), conforme sea utilizada, puede detentar una fuerza mucho mayor que la de la propia espada. Es esta palabra descontrolada sobre el Más Allá, o mejor, esta 28 palabra controlada por el clero, el gran peligro contra el cual escribe Hobbes, como ya lo argumenté en Ao leitor sem medo.
De ahí deriva la importancia del Be – hemoth: en él se percibe que la condición de guerra generalizada, el conflicto doméstico, resulta sobre todo de las maquinaciones del clero.Hemos visto que la desconfianza hobbesiana vale en contra de cualquier clero.Hobbes concentra sus ataques en los presbiterianos, pero no exime a los católicos romanos, aunque éstos fueran fieles al rey Carlos, coincidiendo con el filósofo en la simpatía por la monarquía Estuardo. Peor aún: los responsabiliza porque constituyen la matriz del poder alternativo, del poder subversivo al que en la Parte IV del Leviatán llama "el reino de las tinieblas". La propia Iglesia Anglicana, que en Carlos I tendrá su primer mártir -y quizás el único, al menos en territorio inglés-, jamás recibe de su parte palabras tiernas. Todo el clero, es decir, cualquier categoría de persona que se especialice en las cosas espirituales, tiende a reivindicar un acceso directo a lo divino. Mejor sería que los propios gobernantes, reputados como legos, ejercieran igualmente un ministerio religioso: quedaría claro así que todo el poder está unido.