text
stringlengths
90
1.93k
Luego aquí, puesto que la necesidad objetiva de la acción, como deber, se halla opuesta a aquella a que esta acción quedaría sometida como suceso, si su principio estuviera en la naturaleza y no en la libertad, es decir, en la causalidad de la razón, y que la acción absolutamente necesaria moralmente, es considerada físicamente como del todo contingente (es decir, que debería necesariamente tener lugar pero que muchas veces no lo tiene), es claro que es necesario buscar únicamente en la naturaleza de nuestra facultad práctica, la causa porque las leyes morales deben representarse como órdenes (y las acciones conformes a estas leyes, como deberes) y porque la razón no expresa esta necesidad para ser (llegar), sino para deber ser.
No sucedería así si se considerase la razón sin la sensibilidad (como condición subjetiva de su aplicación a los objetos de la naturaleza), por consiguiente, como causa en un mundo inteligible que estuviera siempre completamente de acuerdo con la ley moral, y en el cual no hubiera distinción entre deber y hacer, entre lo posible y lo real, es decir, entre la ley práctica, que prescribe lo primero y la ley teórica que determina lo segundo.
Luego, aunque un mundo inteligible, en donde todo lo que es posible (en tanto que bien) sea real por esto sólo, aunque la libertad misma, como condición formal de este mundo, sea para nosotros un concepto transcendente, que no pueda suministrarnos ningún principio constitutivo para determinar un objeto y su realidad objetiva, sin embargo, conforme a la constitución de nuestra naturaleza (en parte sensible), la libertad es para nosotros, y para todos los seres racionales, en relación con el mundo sensible, en tanto que podemos repre-sentárnoslos conforme a la naturaleza de nuestra razón, un principio regulador universal, que no determina objetivamente la naturaleza de la libertad, como forma de la causalidad, pero que no prescribe menos imperiosamente a cada uno conforme a esta idea, la regla de sus acciones.
Del mismo modo, también, en cuanto a la cuestión que nos ocupa, se puede asegurar que no encontraríamos distinción entre el mecanismo y la técnica de la naturaleza, es decir, en el enlace de los fines de la naturaleza, si nuestro entendimiento no estuviera formado de tal suerte que debe ir de lo general a lo particular, y que la facultad de juzgar no puede, relativamente a lo particular, reconocer finalidad, y, por consiguiente, formar juicios determinantes, sin tener una ley general bajo la cual pueda subsumirlo.
Luego, como lo particular; como tal, contiene relativamente a lo general, algo de contingente, pero que, sin embargo, la razón exige también unidad en el enlace de las leyes particulares de la naturaleza, y por consiguiente, conformidad a leyes (la cual aplicada a lo contingente se llama finalidad) y como es imposible derivar a priori, por la determinación del concepto del objeto, las leyes particulares de las leyes generales, relativamente a lo que ellas tienen de contingente, el concepto de la finalidad de la naturaleza en sus producciones es un concepto necesario al juicio humano, relativamente a la naturaleza, pero no concierne a la determina- ción de los objetos mismos.Es, por consiguiente, un principio subjetivo de la razón para el juicio, y este principio, en tanto que regulador (y no en tanto que constitutivo), es tan necesario a nuestro juicio humano, como si fuera un principio objetivo.
§ LXXVI De la propiedad del entendimiento humano por la cual el concepto de un fin de la naturaleza es posible para nosotros Hemos indicado en la precedente observación las propiedades de nuestra facultad de conocer (superior), que somos inclinados a transportar a las cosas mismas como predicados objetivos; mas ellas no conciernen más que a ideas a las cuales no se puede llegar en la experiencia del objeto correspondiente, y no pueden servir más que de principios reguladores en las investigaciones empíricas.Es al concepto de un fin de la naturaleza como a lo que concierne la causa de la posibilidad de esta suerte de predicados, la cual no puede descansar más que en la idea; pero el efecto, conforme a esta idea (la producción misma), es, sin embargo, dada en la naturaleza, y el concepto de una causalidad de la naturaleza, considerado como un ser que obra conforme a fines, parece hacer de la idea de un fin de la naturaleza un principio constitutivo de este fin, y por esto esta idea se distingue de todas las demás.
Este carácter distintivo consiste en que la idea concebida no es un principio racional para el entendimiento, sino para el juicio, y no es, por consiguiente, más que la aplicación de un entendimiento en general a los objetos empíricos posibles, en los casos en que el juicio no puede ser determinante, sino simplemente reflexivo, y en donde, por consiguiente, aunque el objeto sea dado en la apariencia, no se puede juzgar de él, conforme a la idea, de una manera determinada (todavía menos de una manera perfectamente adecuada a esta idea), sino solamente reflexionar acerca de él.Se trata, pues, de una propiedad de nuestro (humano) entendimiento, relativa a la facultad de juzgar en su reflexión sobre las cosas de la naturaleza.
Si es así, debemos tomar aquí por principio la idea de un entendimiento posible, otro que el entendimiento humano (del mismo modo que en la crítica de la razón pura), deberíamos concebir otra intuición posible para poder mirar la nuestra como una especie particular de intuición, es decir, como una intuición (por la cual los objetos no tuvieran valor más que en tanto que fenómenos), a fin de poder decir que, conforme a la naturaleza particular de nuestro entendimiento, debemos, para explicar la posibilidad de ciertas producciones de la naturaleza, considerar estas producciones como intencionales, y como habiendo sido producidas, conforme a fines, sin exigir por esto que haya una causa particular, determinada por la represen- tación misma de un fin y por consiguiente, sin negar que un entendimiento, otro más elevado que el entendimiento humano, pueda hallar también el principio de la posibilidad de estas producciones (de la naturaleza) en el mecanismo de la misma, es decir, en una relación causal, cuya causa no se busca exclusivamente en un entendimiento.
No se trata, pues, aquí más que de la relación de nuestro entendimiento con el juicio: buscamos en su naturaleza una cierta contingencia que podríamos considerar como algo que le es particular y le distingue de otros elementos posibles.Esta contingencia se halla naturalmente en lo que el juicio debe reducir a lo general, suministrado por los conceptos del entendimiento; porque, por lo general de nuestro (humano) entendimiento, no se determina lo particular. ¿De cuántos modos diversos cosas que, sin embargo, convienen en un carácter común, se pueden presentar a nuestra percepción? Es cosa contingente. Nuestro entendimiento es una facultad de conceptos, es decir, un entendimiento discursivo, por el cual la especie y la diferencia de los elementos particulares que halla en la naturaleza, y que puede reducir a sus conceptos son contingentes.
Mas como la intuición pertenece también al conocimiento, y como una facultad que consistiera en una intuición enteramente espontánea108, sería una facultad de conocer distinta y del todo independiente de la sensibilidad, y por consiguiente, un entendimiento en el sentido más general de la palabra, se puede también concebir (de una manera negativa, es decir, como un entendimiento que no es discursivo), un entendimiento intuitivo que no vaya de lo general a lo particular y a lo individual (por medio de conceptos), y para el cual no exista la contingencia del acuerdo de la naturaleza con el entendimiento en las cosas que produce conforme a leyes particulares, y 108 Ein Vermogen eine, volligen Spontaneiat.cuya variedad es tan difícil a nuestro entendimiento reducir a la unidad del conocimiento. Esto no es posible para nosotros más que por medio del concierto de los caracteres de la naturaleza con nuestra facultad de los conceptos, y este concierto es contingente, mas un entendimiento intuitivo no lo necesita.
Nuestro entendimiento tiene, pues, esto de particular en su relación con el juicio; que en el conocimiento que nos suministra, lo particular no es determinado por lo general, y que, por consiguiente, lo primero no puede derivarse de lo segundo, aunque debía haber entre los elementos particulares que componen la variedad de la naturaleza y lo general (suministrado por conceptos y leyes), una concordancia que permitiera subsumir, aquellos bajo este, y que, en tales circunstancias, debe ser enteramente contingente, y no supone principio determinado para el juicio.Luego para poder al menos concebir la posibilidad de este concierto de las cosas de la na- turaleza con el juicio (que nos representamos como contingente, por consiguiente, como no siendo posible más que para un fin), es necesario que concibamos al mismo tiempo otro entendimiento, por cuya relación podamos, aun antes de atribuirle ningún fin, representarnos como necesario este concierto de las leyes de la naturaleza con nuestro juicio, que no es concebible para nuestro entendimiento más que por medio de la relación de los fines.
Nuestro entendimiento tiene, pues, esta propiedad, que en su conocimiento, por ejemplo, de la causa de una producción, debe ir de lo general analítico (de los conceptos) a lo particular (o la intuición empírica dada), mas sin determinar nada por esto relativamente a la variedad que se puede encontrar en lo particular, porque esta determinación, de la que necesita el juicio, no puede buscarla más que en la subsunción de la intuición empírica (cuando el objeto es una producción de la naturaleza), bajo el concepto.Luego podemos también concebir un entendimiento que, no siendo discursivo como el nuestro, sino intuitivo, vaya de lo general sintético (de la intuición de un todo como tal) a lo particular, es decir, del todo a las partes, y que, por consiguiente, no se represente la contingencia del enlace de las partes para concebir la posibilidad de una forma determinada del todo, a diferencia de nuestro entendimiento que va de las partes, como de los principios universalmente concebidos, a las diversas formas posibles que pueden subsumirse como consecuencias.
Conforme a la constitución de nuestro entendimiento, no podemos considerar un todo real de la naturaleza más que como un efecto del concurso de las fuerzas motrices de las partes.Si, pues, queremos representarnos no en la posibilidad del todo como dependiente de la parte, así como lo exige nuestro entendimiento discursivo, sino, por el contrario, conforme al modelo del entendimiento intuitivo, la posibilidad de las partes (consideradas en su naturaleza y en su relación) como dependientes del todo, no podemos concebir en virtud de la misma propiedad de nuestro entendimiento, que el todo contenga el principio de la posibilidad de la relación de las partes (lo que sería una contradicción en el conocimiento discursivo), sino en la representación del todo en que colocamos el principio de la posibilidad de la forma de este todo y de la relación de las partes que lo constituyen.
Luego como el todo sería entonces un efecto (una producción) del que se considera como causa la representación de la posibilidad misma, y como se llama fin el producto de una causa, cuya razón determinante es la representación misma de un efecto, se sigue de aquí, que si no nos representamos la posibilidad de ciertas producciones de la naturaleza más que a favor de otra especie de causalidad que la de las leyes naturales de la materia, es decir, a favor de las causas finales, es únicamente en virtud de la naturaleza particular de nuestro entendimiento, y que este principio no concierne a la posibilidad de estas cosas (aun consideradas como fenómenos), para este mo-do de producción, sino a aquella solamente del juicio que nuestro entendimiento puede formar sobre estas cosas.Por esto veremos también por qué en la ciencia de la naturaleza no nos contentamos por mucho tiempo con esta explicación de las producciones de la naturaleza por medio de las causas finales.
Es que, en efecto, en esta explicación no pretendemos juzgar la producción de la naturaleza más que conforme a nuestra facultad de juzgar, es decir, al juicio reflexivo, y no conforme a las cosas mismas, por el juicio determinante.Por lo demás no es necesario probar la posibilidad de semejante intellectus archetypus; basta mostrar que la consideración de nuestro entendimiento discursivo, que tiene necesidad de imágenes (intellectus typus) y de su naturaleza contingente, nos conduce a esta idea (de un intellectus archetypus), y que esta idea no encierra contradicción. Que si consideramos en su forma un todo material, como un producto de las partes o de las propiedades que estas tienen de unirse por sí mismas (y aun de agregarse a otras materias) nos representamos un modo mecánico de producciones. Mas entonces desaparece todo concepto de un todo concebido como fin, es decir, de un todo, cuya posibilidad interna supone una idea de este todo, de donde depende la naturaleza y la acción de las partes, de un todo, en fin, tal y como debemos representarnos los cuerpos organizados.
Mas de aquí no se sigue, como hemos mostrado anteriormente, que la producción mecánica de un cuerpo semejante sea imposible, porque esto significaría que es imposible (es decir, contradictorio) a todo entendimiento representarse tal unidad en la relación de las partes, sin darle por causa productora la idea de esta misma unidad, es decir, sin admitir una producción intencional.Es, sin embargo, lo que sucedería, si tuviésemos el derecho de mirar los seres materiales como las cosas en sí. Porque entonces la unidad, que constituye el principio de la posibilidad de las formaciones de la naturaleza, sería simplemente la unidad del espacio, el cual no es un principio real de las producciones, aunque tenga con el principio real que buscamos alguna semejanza, puesto que en él ninguna parte puede ser determinada sin relación al todo (cuya representación sirve, por consiguiente, de principio a la posibilidad de las partes).
Mas como es al menos posible considerar el mundo material como un simple fenómeno, y concebir algo, en tanto que cosa en sí (que no sea fenómeno) como un substratum al cual co-rrespondiera una intuición intelectual (diferente de la nuestra), se podría concebir un principio supra-sensible, real, aunque inaccesible a nuestra inteligencia, de donde derivaría la naturaleza de que nosotros mismos formamos parte, de suerte que consideraríamos conforme a leyes mecánicas lo que en la naturaleza es necesario como objeto de los sentidos, pero también conforme a leyes teleológicas, considerándola como objeto de la razón, la concordan- cia y la unidad de las leyes particulares y de las formas que debemos mirar como contingentes (y aun el conjunto de la naturaleza en tanto que sistema), y la juzgaríamos también según dos especies de principios, sin destruir la explicación mecánica por la explicación teleológica, como si fuesen contradictorias.
Se ve por esto, lo que era por otra parte fácil de suponer, pero que sería difícil de afirmar y de probar con certeza, que en las producciones de la naturaleza donde hallamos cierta finalidad, el principio mecánico puede subsistir sin duda al lado del principio teleológico, pero que sería imposible hacer este último enteramente inútil.Se puede, en efecto, en el estudio de una cosa que debemos juzgar como un fin de la naturaleza (en el estudio de un ser organizado), buscar todas las leyes, ya conocidas o todavía por descubrir, de la producción mecánica, y conseguirlo en este sentido; mas para explicar la posibilidad de una producción semejante, no se nos puede jamás dispensar de invocar un principio de producción enteramente diferente del principio mecánico, a saber, el de una causalidad determinada por fines, y no hay razón humana (una razón finita y semejante a la nuestra por la cualidad, por más superior que fuese en el grado) que pueda prometerse explicar la producción de un simple tallo de yerba por causas puramente mecánicas.
En efecto; si el juicio necesita indispensablemente de la relación teleológica de las causas y los efectos, para explicar la posibilidad de semejante objeto, y aun para estudiarlo con el guía de la experiencia; si no se puede hallar para los objetos exteriores, considerados como fenómenos, un principio que se refiera a los fines, y si este principio, que reside también en la naturaleza, debe buscarse únicamente en su substratum suprasensible que no nos es permitido penetrar, nos es absolutamente imposible explicar las relaciones de fines por principios llevados a la naturaleza misma, y nuestra humana facultad de conocer nos da una ley necesaria para buscar el supremo principio en un entendimiento originario como causa del mundo.§ LXXVII De la unión del principio del mecanismo universal de la materia con el principio teleológico en la técnica de la naturaleza Es de la mayor importancia para la razón no perder de vista el principio del mecanismo en la explicación de las producciones de la naturaleza, porque es imposible sin este principio adquirir el menor conocimiento de la naturaleza de las cosas.
Aun cuando se nos concediera que un arquitecto supremo ha creado inmediatamente las formas de la naturaleza tal y como existen desde entonces, o que ha predetermi-nado aquellas que en el curso de la naturaleza se forman continuamente sobre el mismo modelo, nuestro conocimiento de la naturaleza no sería nada ilustrado, porque no conocemos la manera de obrar de este ser y sus ideas, que deben contener los principios de la posibilidad de las cosas de la naturaleza, y no podemos explicar la naturaleza por este ser, yendo, por decirlo así, de alto a bajo (a priori).Que si queremos, partiendo de las formas de los objetos de la experiencia y yendo así de abajo a arriba (a posteriori), invocar, para explicar la finalidad que creemos encontrar en ellos, una causa que obre conforme a fines, no daremos más que una explicación tantológica, y equivocaremos la razón con palabras, para no decir más, desde que nos dejamos extraviar por este género de explicación en lo trascendental a donde no puede seguirnos el conocimiento natural, que la razón cae en estas poéticas extravagancias que su principal deber es evitar.
De otro lado, es una máxima igualmente necesaria de la razón no omitir el principio de los fines en el estudio de las producciones de la naturaleza, porque si este principio no nos hace comprender mejor el modo de existencia de estas producciones, es un principio de descu-bierta en la investigación de las leyes particulares de la naturaleza, para suponer que no se ha querido hacer ningún uso de él para explicar la naturaleza misma, y que se ha continuado sirviéndose de la expresión fines de la naturaleza, aunque la naturaleza revela manifiestamente una unidad intencional, es decir, aunque no se busque más allá de la naturaleza el principio de la posibilidad de sus fines.
Mas como es necesario venir en definitiva a averiguar esta posibilidad, es también necesario concebir, para explicarla, una especie particular de causalidad que no se presenta en la naturaleza, como la mecánica de las causas naturales tiene la suya, puesto que la receptividad que muestra la materia para muchas formas, distintas de aquellas de las cuales ella es capaz en virtud de esta última, supone la espontaneidad de una causa (que por consiguiente no puede ser materia), sin la cual no se podría hallar el principio de estas formas.La razón, en verdad, antes de dar este paso, debe mostrar mucha prudencia, y no pretender explicar como teleológica toda técnica de la naturaleza; hablo de cierto poder que tiene la naturaleza de producir figuras que muestran la finalidad para nuestra simple aprehensión (como los cuerpos regulares); es necesario que se limite siempre a mirarla como mecánicamente posible.
Mas querer además excluir absolutamente el principio teleológico y allí dónde la razón, buscando la posibilidad de las formas de la naturaleza, halla una posibilidad que se muestra manifiestamente ligada a otra especie de causalidad, pretender seguir siempre el simple mecanismo, sería llevar la razón a divagaciones tan quiméricas sobre las impenetrables potencias de la naturaleza, como aquellas que pudiesen entrañar una explicación puramente teleológica y no teniendo en cuenta el mecanismo de la naturaleza.En una sola y misma cosa no se pueden admitir juntamente los dos principios, explicando el uno por el otro (deduciendo el uno del otro), es decir, que no se pueden asociar como principios dogmáticos y constitutivos del conocimiento de la naturaleza para el juicio determinante.
Si por ejemplo, yo digo que un gusano debe considerarse como una producción del simple mecanismo de la materia (un resultado de esta nueva formación que se produce por sí misma, cuando los elementos de la materia han sido puestos en libertad por la corrupción), no podemos derivar entonces esta producción de la misma materia como de una causalidad que obra conforme a fines.Recíprocamente, si miramos esta producción como un fin de la naturaleza, no podemos invocar un modo mecánico de explicación, y tomar este por un principio constitutivo en el juicio que debemos formar sobre la posibilidad de esta producción, de modo que se asocien los dos principios. En efecto, un modo de explicación excluye el otro, aun cuando objetivamente estos dos principios descansaran sobre uno solo, en el cual no pen- saríamos.
El principio que debe hacer posible la unión de los dos en nuestro juicio sobre la naturaleza, debe colocarse en algo que resida fuera de ellos (por consiguiente también fuera de toda representación empírica posible de la naturaleza), pero que sea su fundamento, es decir, en lo supra-sensible, y a esto es a lo que se debe reducir los dos modos de explicación.Luego como no podemos obtener nada relativamente a lo supra-sensible más que el concepto indeterminado de un principio que permite juzgar la naturaleza, conforme a leyes empíricas, y como por otra parte no podemos determinarlo de antemano por ningún predicado, se sigue que la unión de los dos principios no puede descansar sobre otro que contenga la explicación de la posibilidad de una producción por leyes dadas para el juicio determinante, sino solamente sobre un principio que contenga la exposición para el juicio reflexivo. En efecto, explicar significa derivar de un principio que se debe, por consiguiente, poder conocer y mostrar cla- ramente.
Luego si se considera una sola y misma producción, el principio del mecanismo y el de la técnica de la naturaleza, deben, en verdad, unirse en un solo principio superior, su origen común; de otro modo no podrían subsistir el uno al lado del otra en la consideración de la naturaleza.Mas si este principio, que es objetivamente común a los dos, y que por consiguiente permite conciliar las máximas que dependen de ellos, en la investigación de la naturaleza, si este principio es tal que se puede muy bien indicar, pero no conocer de una manera determinada y mostrarlo bien claramente para que se pueda hacer uso de él en todos los casos dados, es imposible sacar ninguna explicación de tal principio, es decir, derivar de él de una manera clara y determinada la posibilidad de una producción de la naturaleza por medio de estos dos principios heterogéneos. Luego el principio común de donde derivan, de una parte el principio mecánico y de la otra el principio teleológico, es lo supra-sensible, que debemos colocar bajo la naturaleza considerada como fenómeno.
Mas es imposible tener bajo el punto de vista teórico el menor concepto determinado y afirmativo.No podemos, pues, explicar en manera alguna cómo en virtud de este principio, la naturaleza (considerada en sus leyes particulares), constituye para nosotros un sistema, que podemos mirar como posible, tanto por el principio de las causas físicas como por el de las causas finales; pero solamente cuando hallamos en la naturaleza de los objetos, cuya posibilidad no podemos concebir a favor del principio del mecanismo (que reivindica siempre las cosas de la naturaleza), y sin apoyarnos sobre principios teleológicos, creemos poder estudiar con confianza las leyes de la naturaleza conforme a estos dos principios (cuando nuestro entendimiento ha reconocido la posibilidad de sus producciones por uno u otro principio), y no nos dejamos llevar por la aparente contradicción de los principios de nuestro juicio sobre estos objetos, porque es cierto que pueden unirse al menos objetivamente en un solo principio (pues que se forman sobre fenómenos que suponen un principio suprasensible).
Aunque el principio del mecanismo y el de la técnica teleológica (intencional) de la naturaleza relativamente a la misma producción y a su posibilidad pudiesen subordinarse a un principio común de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, sin embargo, siendo transcendente este principio, los límites de nuestro entendimiento no nos permiten conciliar los dos principios en la explicación de la misma producción de la naturaleza, aun cuando no podamos concebir la posibilidad interior de esta producción más que por medio de una causalidad que obre conforme a fines (como sucede para las materias organizadas).Debemos siempre llegar a esta máxima del juicio teleológico, que conforme a la naturaleza del entendimiento humano, no podemos admitir otra causa para explicar la posibilidad de los seres organizados que una causa que obra según fines, y que el simple mecanismo de la naturaleza no nos da aquí una explicación suficiente, sin querer decidir nada por esto relativamente a la posibilidad de las cosas mismas.
Pero como este principio no es más que una máxima del juicio reflexivo y no del juicio determinante, y como, por consiguiente, no tiene para nosotros más que un valor subjetivo y no un valor objetivo, relativamente a la posibilidad misma de esta especie de cosas (en la cual los dos modos de producción podrían muy bien concertarse en un sólo y mismo principio), como además, si a este modo de producción que se mira como teleológico, no se juntara algún concepto de un mecanismo de la naturaleza que debe hallarse también en él, no se podría juzgar esta producción como una producción de la naturaleza, esta máxima implica al mismo tiempo la necesidad de una unión de los dos principios en el juicio por el cual concebimos las cosas como fines de la naturaleza en sí, pero sin tener por objeto sustituir enteramente o en parte el uno al otro.
En efecto, a lo que no se concibe (al menos por nosotros) como posible más que por un fin, no se puede sustituir el mecanismo, y a lo que es reconocido como necesario en virtud del mecanismo, no se puede sustituir una contingencia que necesitaría de un fin como razón determinante, sino que se debe solamente subordinar uno de estos principios (el mecanismo) al otro (el de la técnica intencional), lo que puede hacerse en virtud del principio transcendental de la finalidad de la naturaleza.En efecto; allí donde se conciben fines como principios de la posibilidad de ciertas cosas, es necesario también admitir medios, cuya ley de acción no necesita por sí misma de nada que suponga un fin, y puede, por consiguiente, ser mecánica, estando en un todo subordinada a efectos intencionales.
Es por lo que, cuando consideramos las producciones organizadas de la naturaleza, y prin- cipalmente cuando, observando el número infinito de estas producciones, admitimos (al menos como una hipótesis permitida) algo intencional en la relación de las causas naturales, que obran según leyes particulares, y de las que formamos el principio universal del juicio reflexivo, aplicado al conjunto de la naturaleza (al mundo), concebimos una grande y aun universal combinación de las leyes mecánicas con las leyes teleológicas, sin confundir los principios en cuya virtud juzgamos estas producciones, y sin sustituir el uno al otro.Porque en un juicio teleológico, si la forma que recibe una materia no puede juzgarse posible más que por medio de un fin, esta materia, considerada en su naturaleza conforme a leyes mecánicas, puede subordinarse como medio a este fin propuesto.
Mas como el principio de esta unión reside en algo que no es ni el mecanismo, ni la relación de los fines, sino el substratum supra-sensible de la naturaleza, del que nada conocemos, nuestra humana razón no puede reunir junta- mente las dos maneras de representarse la posibilidad de estos objetos, y no podemos juzgarlos, fundados sobre un entendimiento supremo más que por medio de la relación de las causas finales, lo que, por consiguiente, no quita nada al modo de explicación teleológica.
Luego como es cosa completamente indeterminada, y aun siempre indeterminable para nuestra razón, hasta qué punto el mecanismo de la naturaleza obra como medio para cada fin de la misma, y como el principio inteligible, al cual hemos referido la posibilidad de una naturaleza en general, nos permite admitir que esto es enteramente posible por un acuerdo universal de las dos especies de leyes (las leyes físicas y las de las causas finales), aunque no podamos concebir el cómo de este acuerdo, no sabemos mejor hasta dónde se extiende el modo de explicación mecánico para nosotros; sino que solamente es cierto que, lejos de que pudiésemos marchar por este camino, él debe ser siempre insuficiente para las cosas que una vez hemos reconocido como fines de la naturaleza, y que así, conforme a la constitución de nuestro entendimiento, debemos subordinar todos estos principios juntamente a un principio teleológico.
De aquí el derecho, y también, a causa de la importancia del estudio mecánico de la naturaleza para la razón teórica, el deber de explicar mecánicamente, en tanto que esté en nosotros (y es imposible aquí trazar límites), todas las producciones y todos los hechos naturales, aun las cosas que revelan la mayor finalidad; mas también lo es no perder jamás de vista que las cosas que no podemos someter a la investigación de la razón más que bajo el concepto de fines, deben ser conformes a la naturaleza esencial de nuestra razón, sometidas en definitiva, a pesar de las causas mecánicas, a una causalidad que obra conforme a fines.Apéndice Metodología del juicio teleológico § LXXVIII La teleología debe ser tratada como una parte de la física109 Cada ciencia debe tener su lugar determinado en la enciclopedia de todas ellas.
Si se trata de una ciencia filosófica, su lugar debe señalar-se en la parte teórica o en la parte práctica de la filosofía; y si entra en la primera, debe tener su puesto, o bien en la física, si estudia algo que pueda ser un objeto de experiencia (por consiguiente, o en la física propiamente dicha, o en 109 Naturlehre, ciencia de la naturaleza: este es el sentido etimológico de la palabra física, de que yo me sirvo aquí para mayor simplicidad.-J. B. la psicología, o en la cosmología general), o bien en la teología (ciencia de la causa primera del mundo, considerada como el conjunto de todos los objetos de experiencia). Pero se pregunta en dónde tiene su puesto la teleología; ¿es en la física o en la teología? Es necesario que sea en la una o en la otra, porque no existe ciencia intermedia entre estas que pueda establecer el tránsito de la una a la otra, pues que este tránsito no indica más que una organización del sistema y no un puesto en el mismo.
Es evidente que no es una parte de la teología, aunque se pueda hacer de ella un uso muy importante.Porque tiene por objeto las producciones de la naturaleza y la causa de estas producciones; y aunque se dirige a un principio colocado fuera o más allá de la naturaleza (a una causa divina), no obra así por el juicio determinante, sino por el juicio reflexivo que quiere dirigir por esta idea como por un princi- pio regulador, en el estudio de la naturaleza, conforme al entendimiento humano. No parece que pertenezca tampoco a la física, que necesita principios determinados, y no simplemente principios reflexivos, para dar las razones objetivas de los efectos naturales. También la teoría de la naturaleza, o la producción mecánica de sus fenómenos por sus causas eficientes, no gana nada con que se les considera conforme a la relación de los fines.
La exposición de los fines de la naturaleza en sus producciones, en tanto que constituyen un sistema según conceptos teleológicos, no es propiamente más que una descripción de la naturaleza emprendida con la ayuda de un guía particular, y en donde la razón cumple una obra noble, instructiva y prácticamente útil bajo muchos respectos, más sin que aprendamos nada del origen y de la posibilidad interna de estas formas, lo que, sin embargo, es el objeto de la ciencia teórica de la naturaleza.La teleología como ciencia no pertenece, pues, a ninguna doctrina, sino solamente a la crítica, a la de una facultad particular de conocer que es el juicio. Mas en tanto que contiene principios a priori, puede y debe suministrar el método con el cual se debe juzgar la naturaleza según el principio de las causas finales, y así su metodología tiene al menos una influencia negativa sobre la marcha de la ciencia teórica de la naturaleza, y también sobre la relación que ésta pueda tener en la metafísica con la teología, como propedéutica de esta ciencia.
§ LXXIX De la subordinación necesaria del principio del mecanismo al principio teleológico en la explicación de una cosa como fin de la naturaleza Nada limita el derecho que tenemos de buscar una explicación puramente mecánica de todas las producciones de la naturaleza; pero la facultad de contentarnos con este género de explicación no es solo muy limitada por la naturaleza de nuestro entendimiento, en tanto que considera las cosas como fines de la misma naturaleza; sino que lo es también muy claramente en el sentido de que conforme a un principio del juicio, el primer aspecto por sí solo no puede conducirnos en nada a la explicación de estas cosas, y que por consiguiente, debemos siempre subordinar a un principio teleológico nuestro juicio sobre esta clase de producciones.Por esto es por lo que es razonable y aun meritorio perseguir el mecanismo de la naturaleza para explicar sus producciones, tan lejos como se pueda llevar con verosimilitud, y si renunciamos a esta tentativa, no es que sea imposible en sí hallar en este camino la finalidad de la naturaleza, sino que esto es imposible para nosotros como hombres.
Porque sería necesario para esto una intuición distinta de la intuición sensible, y un conocimiento determinado del substratum inteligible de la naturaleza, de donde se pudiera sacar el principio del mecanismo de los fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, lo que excede en mucho el alcance de nuestras facultades.Es necesario, pues, que el observador de la naturaleza, so pena de trabajar en su puro da-ño, tome por principio en el estudio de las cosas, cuyo concepto es indudablemente un concepto de fines de la naturaleza (de seres organizados), alguna organización primitiva que emplee este mismo mecanismo para producir otras formas organizadas, o para desarrollar aquellas que contienen ya nuevas formas (que derivan siempre de este fin y le son conformes).
Es bello el recorrer por medio de la anatomía comparada la gran creación de seres organizados con el fin de ver si en ellos no se encuentra algo parecido a un sistema, que derive de un principio generador, de suerte que no estemos obligados a atenernos a un simple principio del juicio (que nada nos enseña sobre la produc- ción de estos seres), y renunciar sin esperanza a la pretensión de que penetre la naturaleza en este campo.El concierto de tantas especies de animales en un cierto esquema común, que no parece solamente servirles de principio en la estructura de sus huesos, sino también en la disposición de las demás partes, y esta admirable simplicidad de forma, que reduciendo ciertas partes y alargando otras, encubriendo éstas y desenvolviendo aquellas, ha podido producir tan gran variedad de especies, hacen nacer en nosotros la esperanza, muy débil por cierto, de poder llegar a algo con el principio del mecanismo de la naturaleza, sin el cual en general no puede haber ciencia de la naturaleza.
Esta analogía de formas, que a pesar de su diversidad, parecen haber sido producidas conforme a un tipo común, fortifica la hipótesis de que dichas formas tienen una afinidad real y que salen de una madre común, y nos muestra cada especie acercándose gradualmente a otra, desde aquella dónde parece mejor establecido el principio de los fines, a saber, el hombre, hasta el pólipo, y desde el pólipo hasta los musgos y las algas, y por último, hasta el grado más inferior de la naturaleza que podemos conocer; hasta la materia bruta, de dónde parece derivar, conforme a leyes mecánicas (semejantes a las que ella sigue en sus cristalizaciones), toda esta técnica de la naturaleza, tan incomprensible para nosotros en los seres organizados, que nos creemos obligados a concebir otro principio.
Es permitido al arqueólogo de la naturaleza servirse de vestigios todavía subsistentes de sus antiguas producciones, para buscar en todo el mecanismo que se conoce o que se supone, el principio de esta gran familia de seres creados (porque así es como debemos representárnosla, si esta pretendida afinidad general tiene algún fundamento).Se puede hacer salir del seno de la tierra, que ha salido del caos (como un gran animal), seres creados donde no se encuentra todavía más que un poco de finalidad, pero que producen otros a su vez, mejor apropiados al lugar de su nacimiento y a sus relaciones recíprocas, hasta el momento en que esta matriz se osifica y limita sus partes a especies que no deben degenerar más, y donde subsiste la variedad de aquellas que ha producido, como si este poder creador y fecundo fuera, por último, satisfecho. Mas es necesario, siempre en definitiva, atribuir a esta madre universal una organización que tenga por objeto todos estos seres creados; de lo contrario sería imposible concebir la posibilidad de las producciones del reino animal y del reino vegetal110.
Hay, pues, que 110 Se puede llamar una hipótesis de este género un golpe atrevido*, de la razón, y hay pocos naturalis-tas a quienes no haya pasado por la mente.Porque no es precisamente absurda como esta generación equívoca que explica la producción de un ser organizado por el mecanismo de la materia bruta e inor-gánica. Ella conserva siempre la generación unívoca en el sentido más general de la palabra, porque no admite un ser orgánico más que como producto de retrotraer la explicación, y no se puede pretender que se hayan producido estos dos reinos otro ser orgánico, aunque pretenda derivar de un mismo principio seres específicamente diferentes, como si por ejemplo, ciertos animales acuáticos se transformasen poco a poco en animales pantanosos, y después, conforme a ciertas generaciones, en animales terrestres. A juzgar a priori por la sola razón, no hay en esto nada de contradictorio. Solamente la experiencia no suministra ningún ejemplo. Al contrario, en todas las producciones que conocemos, la generación es homogénea, y no simplemente unívoca.
No solamente se distingue de esta generación, que sería el producto de una materia no organizada, sino en la organización misma; el producto es del mismo género que el principio productor, y no se encuentra en ninguna parte la generación heterogénea tan lejos a donde pueda llegar nuestro conocimiento empírico de la naturaleza.*Abentener. independientemente de la condición de las causas finales. Los mismos cambios, a que se hallan sometidos, sin influencia de causas contingentes, ciertos seres organizados, cuyo carácter así modificado viene a ser hereditario y pasa así en el principio generador; estos cambios no pueden casi ser modificados más que como el desenvolvimiento, ocasionalmente producido, de una disposición originariamente contenida en la especie y destinada a conservarla; porque admitir en un ser organizado, como una condición de la perpetuidad de su finalidad interior, la facultad de producir seres de la misma especie, es empeñarse en no admitir nada en el principio generador que no entre en este sistema de fines, y que no pertenezca a una disposición primitiva no desenvuelta.
Desde que nos descartamos de este principio, no se puede saber con certeza si muchas partes de la forma que se halla actualmente en una especie, han tenido un origen accidental o independiente de todo fin; y este principio de la teleología, que en un ser organizado nada de lo que se conserva en la propagación debe juzgarse inútil, vendría a ser por esto incierto en su aplicación, y no tendría valor más que para la matriz (que nosotros no conocemos).Hume objeta a los que se creen obligados a admitir, para todos estos fines de la naturaleza, un principio teleológico del juicio, es decir, un entendimiento arquitectónico, que con razón se les podría preguntar, cómo es posible tal entendimiento, es decir, cómo pueden hallarse así reunidas en un ser las diversas facultades y propiedades que constituyen la posibilidad de un entendimiento, capaz también de ejecutar lo que ha concebido.
Mas esta objeción no tiene valor; porque la dificultad de concebir la primera producción de una cosa que encierra fines en sí misma, y que no se puede concebir más que por medio de estos fines, descansa por completo sobre la cuestión de saber, cuál es en esta producción el principio de la unidad del enlace de sus elementos diversos y exteriores los (para nuestra razón) resolverla, si no nos representamos este principio de las cosas como una sustancia simple, el atributo de esta sustancia sobre la cual se funda la cualidad específica de las formas de la naturaleza, a saber la unidad de fines, como una inteligencia, y por último la relación de estas formas con esta inteligencia (a causa de la contingencia que concebimos en todo lo que no podemos representarnos más que como fines) como una relación de causalidad.
§ LXXX De la unión del mecanismo al principio teleológico en la explicación de un fin de la naturaleza en tanto que producción de la misma Hemos visto en el párrafo anterior que el mecanismo de la naturaleza no basta para hacernos concebir la posibilidad de un ser organizado, sino que debe ser (al menos según nuestra facultad de conocer) subordinado originariamente a una causa intencional; del mismo modo el principio teleológico no basta para hacernos considerar y juzgar este ser como una producción de la naturaleza, si no agregamos a este principio el del mecanismo, como instrumento de una causa intencional, a cuyos fines la naturaleza se halla subordinada en sus leyes mecánicas.Nuestra razón no comprende la posibilidad de esta unión de las dos especies de causalidad completamente diferentes, es decir, la unión de la causalidad de la naturaleza, considerada en sus leyes generales, con una idea que las restringe a una forma particular cuyo principio no contienen ellas por sí mismas.
Esta posibilidad reside en el substratum suprasensible de la naturaleza, del cual nada podemos determinar afirmativamente, sino que es el ser en sí, del cual no conocemos más que la apariencia.Mas este principio de que todo lo consideramos como perteneciente a la naturaleza (phoenomenon) y como su producto debe concebirse también como ligado a la naturaleza por leyes mecánicas, este principio no conserva al menos toda su fuerza, puesto que sin esta especie de causalidad, los casos organizados que concebimos como fines de la naturaleza, no serían producciones. Luego, cuando se da a la producción de estos seres un principio teleológico (y ¿cómo puede ser de otro modo? ), se puede admitir para explicar la causa de su finalidad interior, el ocasionalismo o el prestabilismo.
En la primera hipótesis, la causa suprema del mundo produ-ciría inmediatamente el ser organizado, conforme a su idea, con ocasión de cada perfección material; en la segunda, habría puesto en las producciones primitivas de su sabiduría estas disposiciones que hacen que un ser organizado produzca su semejante, que la especie se conserve siempre, y que la naturaleza esté continuamente ocupada en reparar la pérdida de los individuos, al mismo tiempo que trabaja en su destrucción.Si se admite el ocasionalismo para explicar la producción de los seres organizados, se destruye con esto toda la naturaleza, y con ella todo uso de la razón en el juicio de la posibilidad de esta especie de producciones. No se puede, pues, suponer que este sistema pueda aceptarse por ninguno de los que un cultivan la filosofía. En cuanto al prestabilismo, se puede entender de dos maneras. En efecto, se puede considerar cada ser organizado, engendrado por su semejante, o como la deducción, o como la produc-ción111 del primero.
El primer sistema es el de la preformación individual, o si se quiere, la teoría de la evolución; el segundo, es el sistema de la epigénesis.Este último puede llamarse todavía el de la preformación genérica, porque en él se considera el poder productor de los seres que engendran, y por consiguiente su forma especí-111 Educt. fica, como virtualmente preformados, conforme a las disposiciones interiores, formando parte de la especie misma. Conforme a esto, la teoría opuesta de la preformación individual, debería llamarse con más propiedad teoría de la involución. Los partidarios de la teoría de la evolución, que quitan todos los individuos a la potencia creadora de la naturaleza para hacerlos inmediatamente salir de la mano del creador, no se atreven hasta recurrir aquí a la hipótesis del ocasionalismo que no vería en su perfeccionamiento más que una simple formalidad, a propósito de la cual una causa suprema o inteligente del mundo habría resuelto formar inmediatamente un fruto, no dejando a la madre más que el cuidado de desarrollarlo y nutrirlo.
Se han declarado por la preformación, como si desde que se explican estas formas de una manera sobrenatural, no hubiera también sabiduría para hacerlas aparecer en el curso del mundo más que desde el principio.Al contrario, el ocasionalismo, excusaría un gran número de disposiciones sobrenaturales, necesarias para salvar las fuerzas destructivas de la naturaleza, y conservar intacto hasta el momento de su desarrollo el embrión formado al principio del mundo, y una cantidad de seres de este modo preformados, infinitamente más considerable que la de los seres destinados a ser un día des-envueltos, y al mismo tiempo otras tantas creaciones, vendrían a ser de este modo inútiles y sin objeto. Mas quisieron dejar al menos algo a la naturaleza para no caer en completa superfísica, en donde se pasa de toda explicación natural. Es cierto que se han mostrado todavía tan firmemente adheridos a su superfísica, que han hallado, a un en los monstruos (que es imposible tomar por fines de la naturaleza), una admirable finalidad, aunque no les reconozcan otro objeto que el de sorprender al anatomista por este espectáculo de una finalidad irregular o inspirarle un triste asombro.
Mas no han podido acomodar la producción de los bastardos con el sistema de la preformación, y les ha sido indispensable atribuir a la esperma de los seres masculinos, al que no han concedido por otra parte más que la propiedad mecánica de suministrar al embrión su primer alimento, una virtud creadora que no han querido, sin embargo, relativamente al producto del perfeccionamiento de los seres de la misma especie, atribuir a ninguno de los dos.Al contrario, aun cuando los partidarios de la, epigénesis no tuvieran sobre los anteriores la ventaja de poder invocar la experiencia en favor de su teoría, la razón se pronunciaría todavía por ellos, porque atribuyen a la naturaleza, en las cosas en que no se puede concebir la posibilidad originaria más que por medio de la causalidad de los fines, cierto poder creador en cuanto a la propagación al menos, y no solamente un poder de desarrollo, y de este modo, sirviéndose lo menos posible del sobrenatural, abandonan a la naturaleza todo lo que sigue al primer principio, sin determinar nada sobre este primer principio contra el cual choca la física, cualquiera que sea el encadenamiento de causas que esta quiera ensayar.
Nadie ha hecho más que M. Blumenbach, tanto para probar esta teoría de la epigénesis, como para establecer los verdaderos principios y prevenir el abuso.Ha colocado en la materia organizada el punto de partida de toda explicación física de las formaciones de que se ocupa. Porque, que la materia bruta se haya originariamente formado por sí misma según leyes mecánicas, que la vida haya podido salir de la naturaleza muerta, y que la materia haya podido tomar espontáneamente la forma de una finalidad que se conserve por sí misma, es lo que se mira justamente como absurdo; pero al mismo tiempo, bajo este principio impenetrable de una organización primitiva, se deja al mecanismo de la naturaleza una parte que no se puede determinar, porque tampoco se puede menospreciar, y es por lo que se llama tendencia a la formación112, el poder de la materia en un cuerpo organizado (para distinguirlo, del poder creador113, mecánico que ella posee generalmente, y que da a la primera su dirección y su aplicación).
§ LXXXI Del sistema teleológico en las relaciones exteriores de los seres organizados Yo entiendo por finalidad exterior aquella en que una cosa de la naturaleza se halla con otra en la relación de medio o fin.Por lo que las cosas que no tienen ninguna finalidad interior o cuya posibilidad no supone ninguna, por ejemplo, la tierra, el aire, el agua, etc., tienen, sin embargo, una finalidad exterior, es decir, rela-112 Bildnugstrieb. 113 Bildungskraft. tiva a otros seres; mas es necesario que estos últimos, sean seres organizados, es decir, fines de la naturaleza, porque si no, los primeros no podrían considerarse como medios. Así no se puede considerar el agua, el aire y la tierra, como medios relativamente a la formación de las montañas, porque no hay nada en las mon-tabas que exija que se explique su posibilidad por medio de fines, y no se puede representar la causa bajo el predicado de un medio (sirviendo a estos fines). El concepto de la finalidad exterior es muy diferente del de la finalidad interior; nosotros enlazamos esta a la posibilidad de un objeto, sin considerar si la existencia misma de este objeto es o no un fin.
Se puede preguntar además por qué tal ser organizado existe, mientras que no se presenta ciertamente la misma cuestión respecto al motivo de las cosas en las cuales no se reconoce más que el efecto del mecanismo de la naturaleza.Es que nos representamos ya, para explicar la posibilidad de los seres organizados, una causalidad determinada por fines, una inteligencia creadora, y referimos este poder activo a su principio de determinación, es decir, a su fin. Luego no hay más que una finalidad exterior que tenga conexión con la finalidad interior de la organización, y que contenga la relación exterior de medio a fin, sin que haya necesidad de preguntar en qué objeto deberían existir los seres así organizados. Es la organización de los dos sexos en las relaciones que existen entre ellos para la propagación de su especie; porque aquí se puede siempre preguntar, cómo un individuo, por qué una pareja semejante debe existir. La respuesta es que no constituye un todo organizante, sino un todo organizado, en un solo cuerpo.
Mas si se pregunta por qué, existe una cosa, la respuesta es, o bien que su existencia y su producción no tienen ninguna relación con ninguna causa intencional, y entonces se refiere siempre el origen de esta cosa al mecanismo de la naturaleza, o bien que tienen (como existen- cia y producción de una cosa contingente de la naturaleza) un principio intencional, y es difícil separar este pensamiento del concepto de un ser organizado; porque como estamos obligados a explicar la posibilidad interior de semejante ser por una causalidad de causas finales y por la idea que la determina, no podemos también concebir la existencia de esta producción más que como un fin.En efecto, se llama fin el efecto representado, cuya representación es al mismo tiempo el principio que determina la causa inteligente y eficiente para producirle.
En este caso se puede decir, o bien que el fin de la existencia de un ser semejante de la naturaleza está en sí mismo, es decir, que este ser no es solamente un fin, sino un objeto final114, o bien que este objeto existe fuera de sí en otros seres de la naturaleza, es decir, que este ser no existe como objeto final, sino solamente como medio necesario.114 Endzwerck. Mas si recorremos toda la naturaleza como tal no hallaremos en ella ser que pueda aspirar a rango de fin último de la creación; y aun se puede probar a priori que aquel que se pudiera dar por fin último a la naturaleza, adornándole de todas las cualidades y propiedades concebibles, no se debería nunca considerar como objeto final en tanto que cosa de la naturaleza. Cuando se considera el reino vegetal y se ve la inmensa fecundidad con la cual se derrama por casi todo el suelo, estamos tentados al pronto de tomarlo por un simple producto de este mecanismo que la naturaleza revela en sus formaciones del reino mineral.
Mas un conocimiento más profundo de la sabiduría inefable de la organización de este reino no nos permite llegar a este pensamiento, pero suscita esta cuestión: ¿por qué existen estos seres?Sí se contesta que existen para el reino animal, que se alimenta de aquel y puede por este medio extenderse sobre la tierra en especies tan variadas, entonces se presenta esta nueva cuestión: ¿por qué, pues, existen estos animales que se alimentan de estas plantas? Quizá se conteste que existen para los animales carnívoros, que no pueden alimentarse más que de seres vivientes. Por último, viene esta cuestión: ¿para qué existen estos animales así como los precedentes reinos de la naturaleza? Para el hombre, para los diversos usos que su inteligencia le muestra que debe hacer de todos estos seres, y es acá en la tierra el fin último de la creación, puesto que es el solo ser que puede formarse por medio de su razón un concepto de fin, y ver en un conjunto de cosas formadas según fines un sistema de estos.
Todavía se podría con el caballero Linneo seguir la vía opuesta en apariencia, y decir que los animales herbívoros existen para moderar la vegetación lujuriosa de las plantas, que podría ahogar muchas especies; los animales carnívoros para poner límites a la voracidad de los primeros, y últimamente, el hombre para establecer, persiguiendo estos últimos y disminu- yendo su número, cierto equilibrio entre los poderes creadores y los poderes destructores de la naturaleza.Y así el hombre, tan digno como pueda ser bajo cierta relación de ser considerado como un fin, no tendría, sin embargo, bajo otro respecto, más que el rango de medio. Si se admite en principio una finalidad objetiva en la variedad de especies terrestres y en las relaciones exteriores de estas especies entre sí, en tanto que cosas trazadas conforme a fines, es conforme a la razón concebir cierta organización en estas relaciones, y un sistema de todos los reinos de la naturaleza fundado sobre causas finales.
Mas aquí la experiencia parece contradecir altamente la máxima de la razón, principalmente en lo que concierne al fin último de la naturaleza, fin que sin embargo es necesario para la posibilidad de semejante sistema y que no podemos colocar, además, más que en el hombre.Porque al considerar al hombre como una de las numerosas especies del reino animal, la naturaleza no ha hecho la menor excep- ción en su favor en la acción de las fuerzas destructoras como de las productoras, sino que lo ha sometido todo objeto alguno a su mecanismo. Lo primero que debiera haberse establecido expresamente sobre la tierra en un orden en que las cosas de la naturaleza formasen un todo constituido conforme a fines, es su habitación, el suelo y el elemento sobre el cual o en el cual debe desenvolverse. Pero un conocimiento más exacto de la naturaleza de las cosas que llena-sen esta condición de toda producción de seres organizados, no revelaría más que causas que obran del todo ciegamente, y más bien todavía causas destructoras, que causas favorables a esta producción, a un orden y a fines.
La tierra y el mar no contienen solamente monumentos de antiguas revoluciones que los trastornaron, a ellos y a todos los seres que en-cerraban, sino toda su estructura; las cuevas de la una y los límites del otro hacen por completo ser el aire el producto de las fuerzas salvajes y omnipotentes de una naturaleza que trabaja en el seno del caos.Por bien ordenadas que nos parezcan sin embargo la figura, la estructura y la inclinación de las tierras para recibir las aguas del cielo, para las fuentes que brotan a través de subterráneos de diversas especies (que sirven por sí mismas para diversas producciones), y para el curso de los torrentes, un examen más detenido de estas cosas prueba que no son más que los efectos de erupciones volcánicas y de inundaciones, o aun de desbor-damientos del Océano, y así se explican la primera producción de esta figura de la tierra, y principalmente su transformación sucesiva, como la desaparición de sus primeras producciones orgánicas115.
Luego si la habitación de 115 Si la expresión Historia natural debe servir para designar la descripción de la naturaleza, se puede llamar arqueología de la naturaleza, por comparación con el arte, lo que muestra la historia de la naturaleza entendida literalmente, a sabor una representa- todos los seres organizados, si el suelo de la tierra o el seno del mar, no nos muestran más que un mecanismo completamente ciego, ¿có-mo y con qué derecho podemos reclamar y afirmar otro origen para estas otras producciones?Aunque el hombre, como parece probarlo (según Camper) el examen detenido de los restos de estas devastaciones de la naturaleza, no se hallase comprendido en estas revoluciones, depende de tal modo de los demás seres terres-ción del estado primitivo de la tierra, fundada sobre las conjeturas que hay razón para aventurar, aunque no se puede obtener ninguna certeza. A la arqueología de la naturaleza pertenecerían las petrificacio-nes, como a la del arte las piedras cinceladas y otras cosas de este género.
Como no se cesa de trabajar en esta ciencia (bajo el nombre de teoría de la tierra), aunque no alcance gran desarrollo como le corresponde, no se dará este nombra a una investigación de la naturaleza puramente imaginaria sino a un estudio al cual la misma naturaleza nos incita y nos provoca.tres, que sería imposible admitir para todos estos seres un mecanismo general de la naturaleza, sin comprender a aquél también en él, aunque su inteligencia (en gran parte al menos) le haya podido salvar de estas devastaciones. Mas este argumento parece exceder el fin que nos proponemos, probando, no solamente que el hombre no puede ser el último fin de la naturaleza, y que por la misma razón la agre-gación de las cosas organizadas de ésta no puede constituir un sistema de fines, sino aunque estas producciones, que se han mirado hasta aquí como fines de la naturaleza, no tienen otro origen que el mecanismo de la misma.
Pero, conforme a la solución que anteriormente hemos dado de la antinomia de los principios del modo mecánico y del modo teleológico de la producción de los seres organizados, estos principios tienen su origen en el juicio reflexivo aplicado a las formas que produce la naturaleza, conforme a sus leyes particulares (cuyo sistema no podemos penetrar), es decir que no determinan el origen de estas cosas en sí, sino que significan solamente que, conforme a la naturaleza de nuestro entendimiento y de nuestra razón, no podemos concebir esta especie de seres más que por medio de causas finales; por consiguiente, nuestra razón no solamente nos autoriza, sino que nos empeña a intentar por medio de los mayores esfuerzos, y con el mayor atrevimiento, y el explicarlos mecánicamente aunque nos creamos incapaces de obtenerlos a causa de la naturaleza particular y los límites de nuestro entendimiento (y no porque hubiese contradicción entre el principios del mecanismo y el de la finalidad); y por último, estos dos principios con cuya ayuda nos explicamos la posibilidad de la naturaleza, pueden conciliarse con el principio suprasensible de la misma (tanto fuera de nosotros como en nosotros), porque la explicación por medio de causas finales no es más que una condición subjetiva del uso de nuestra razón, cuando, no solamente tiene por objeto juzgar los objetos como fenómenos, sino referir estos fenómenos, así como sus principios, a su substratum suprasensible, para comprender la posibilidad de ciertas leyes, a las cuales refiere su unidad, y no puede representarse más que por medio de fines (y ella los halla en sí misma suprasensibles.)
§ LXXXII Del fin último de la naturaleza, considerado como sistema teleológico Hemos demostrado anteriormente que hallamos en los principios de la razón motivos suficientes, sino por el juicio determinante, al menos por el juicio reflexivo, para mirar al hombre, no solamente como un fin de la naturaleza, como todos los seres organizados, sino también como su fin último acá en la tierra, co-mo el fin en relación al cual todas las demás cosas de la naturaleza constituyen un sistema de fines.Luego si es necesario buscar en el hombre mismo el fin que supone su relación con la naturaleza, o bien este fin será tal que la naturaleza pueda cumplirlo para su beneficio, o será la aptitud y habilidad que muestre para toda clase de fines, a los cuales pueda someterse la naturaleza (interior y exteriormente). El primer fin de la naturaleza sería la dicha, y el segundo, la cultura del hombre.
El concepto de la dicha no es un concepto que el hombre pueda sacar de sus instintos y llevar en sí mismo en la animalidad, sino que es la simple idea de un estado que se quiere hacer adecuado a esta idea, bajo condiciones puramente empíricas (lo que es imposible).Se forma, pues, esta idea por sí mismo de tan diversos modos con la ayuda de su entendimiento unido a su imaginación y a sus sentidos, y la cambia tan frecuentemente, que si la naturaleza estuviese sometida a su voluntad, no podría concertarse con este concepto que cambia y con los fines arbitrarios de cada uno, y quedar al mismo tiempo sometida a leyes determinadas, fijas y universales. Mas aun cuando quisiéramos, o bien reducir este concepto a las verdaderas necesidades de nuestra naturaleza, a aquellas en que nuestra especie se muestra enteramente de acuerdo consigo misma, o bien hacernos tan hábiles como posible fuera para procurarnos todas las cosas que podemos ima-ginarnos y proponernos, no alcanzaríamos jamás lo que entendemos por dicha, que es, en efecto, el verdadero fin último de nuestra naturaleza (no hablo de la libertad).
Es que nuestra naturaleza no se ha hecho para reducirse y con-tenerse en el goce y el placer.Por otra parte, tan no es que la naturaleza haya tratado al hombre con favor y le haya concedido mayor bienestar que a todos los animales, que en sus malos efectos, como la peste, el hambre, las inundaciones, el frío, la hostilidad de los demás animales grandes y pequeños, no le distingue de cualquier otro animal. Y además, la lucha de los pensamientos de su naturaleza le arroja en los tormentos que él mismo se forja, y por el espíritu de dominación, por la barbarie de las guerras y otras cosas de este género, agobia a sus semejantes de males y trabajos cuanto puede, para la ruina de su propia especie; de suerte, que, si la naturaleza tuviera por objeto la dicha de nuestra especie, aunque en el exterior fuese tan benéfica como posible fuera, no la alcanzaría acá en la tierra, puesto que nuestra naturaleza no es capaz de ello para nosotros.
El hombre no es, pues, siempre, más que un eslabón en la cadena de los fines de la naturaleza; principio, ciertamente, en relación a ciertos fines, para los cuales parece haber sido destinado por la misma, colocándose por sí mismo como un fin, pero también medio para la conservación de la finalidad en el mecanismo de los demás miembros.El que sólo posee en la tierra la inteligencia, y por consiguiente, la facultad de proponerse fines a su arbitrio, es, en verdad, el señor de la naturaleza por su título; y si se con- sidera ésta como un sistema teleológico, es, por su destino, el fin último de la misma, mas con la condición de saber y de querer dar a ella y a sí mismo un fin que se pueda bastar a sí propio independientemente, y, por consiguiente, ser un objeto final, y este objeto final no debe buscarse en la naturaleza.
Luego para hallar dónde debe colocarse este último fin de la naturaleza, relativamente al hombre al menos, es necesario averiguar lo que puede hacer aquella para prepararlo a lo que debe hacer por si mismo para ser objeto final, y separar de él todos los fines cuya posibilidad descanse sobre condiciones que dependan de la naturaleza solamente, como la dicha terrestre, que no es otra cosa que el conjunto de todos los fines, a los cuales el hombre puede ser conducido por la naturaleza exterior y su propia naturaleza.Es la materia de todos sus fines sobre la tierra, y si se ha constituido como todo su fin, no puede ponerse de acuerdo con su destino, y hele aquí incapaz de dar un objeto final a su propia existencia. No queda, pues, más de todos los fines que el hombre puede proponerse en la naturaleza, que la condición formal, subjetiva, o la facultad de proponerse fines en general y (mostrándose independiente de la naturaleza en la determinación de sus fines) servirse de la misma como de un medio, conforme a las máximas de sus libres fines en general.
Tal de-be ser, en efecto, el círculo de la naturaleza, relativamente al objeto final que se halla colocado fuera de ella, y tal puede ser, por consiguiente, su último fin.La producción en un ser racional, de una facultad que le hace capaz de proponerse fines a su arbitrio, en general (por consiguiente, de la libertad), es lo que se llama la cultura. Es, pues, solo la cultura lo que debe mirarse como el último fin de la naturaleza, relativamente a la especie humana (y no nuestra dicha personal sobre la tierra, o solamente el privilegio que tenemos de ser el principal instrumento del orden y la armonía en la naturaleza irracional). Mas toda cultura no constituye este último fin de la naturaleza. La de la habilidad116, es sin duda la principal condición subjetiva de nuestra aptitud para perseguir fines en general, pe-ro no basta para constituir la libertad en la determinación y elección de nuestros fines, la cual, sin embargo, forma parte esencial de la facultad que tenemos de proponérnoslos.
La última condición de esta aptitud, podría llamarse la cultura de la disciplina; es negativa, y consiste en despojar a la voluntad del despo-tismo de las pasiones, que relacionándonos con ciertas cosas de la naturaleza, nos hacen incapaces de elegir por nosotros mismos, porque nosotros nos formamos una cadena de inclinaciones que la naturaleza no nos ha dado más que para advertirnos que no se debe despreciar ni dañar el destino de la animalidad en nosotros, dejándonos completamente libres de rete-116 Geschicklichkeit.nerlos o dejarlos, de aumentarlos o disminuir-los, según lo que exijan los fines de la razón.
La habilidad no puede ser bien desenvuelta en la especie humana más que por medio de la desigualdad entre los hombres, porque la mayor parte de estos están encargados de proveer, por decirlo así mecánicamente, y sin tener necesidad de ningún arte, a las necesidades de la vida, y mientras que aquellos a quienes pro-porcionan una vida cómoda y de ocio, se entregan a la parte menos importante de la ciencia y del arte, ellos viven en el sufrimiento, trabajando mucho y gozando poco, aunque insensiblemente se aprovechan de la cultura de la clase superior.Pero si por ambas partes crecen los males igualmente con los progresos de esta cultura (que vienen a parar en lujo, cuando la necesidad de lo superfluo empieza ya a dañar la de lo necesario), puesto que los unos se hallan con esto más oprimidos y los otros más insaciables, en todo caso la miseria brillante se halla ligada al desenvolvimiento de las disposi- ciones naturales de la especie humana, y el fin de la misma naturaleza, si no nuestro propio fin, se alcanza por este medio.
La condición formal sin la cual la naturaleza no puede alcanzar este fin último, es una constitución de las relaciones de los hombres entre sí, que en un todo que se llama la sociedad civil, opone un poder legal al abuso de la libertad, porque sólo en una constitución semejante es como las disposiciones de la naturaleza pueden recibir su mayor desenvolvimiento.Además, suponiendo que los hombres fuesen bastante entendidos para hallar esta constitución y bastante prudentes para someterse voluntariamente a su fuerza, se necesitaría todavía un todo cosmopolita, es decir, un sistema de todos los Estados expuestos para unirse los unos con los otros.
En ausencia de este sistema, y con los obstáculos que la ambición, el deseo de la dominación y la ava-ricia, principalmente entre los que tienen el poder, oponen a la realización de semejante idea, no se puede evitar la guerra (en la cual se ven ya los Estados dividirse o resolverse en muchos Estados pequeños, ya un Estado unirse a otros más pequeños y tender a formar un todo mayor); mas si la guerra es de parte de los hombres una empresa inconsiderada (nacida del desarreglo de sus pasiones), quizás oculte también un designio de la suprema sabiduría, si no el de establecer, al menos preparar la unión de la legalidad y la libertad de los Estados, y con estas la unidad de un sistema de todos ellos, establecida sobre un fundamento moral; y no obstante las terribles desgracias de que agobia al género humano, y las desdichas quizá mayores todavía que trae en tiempo de paz la necesidad de hallarse siempre dispuestos para ella, es un móvil que conduce a los hombres a impulsar al más alto grado todos los talentos (alejando siempre la esperanza del reposo y la dicha pública).
En cuanto a la disciplina de las inclinaciones que hemos recibido de la naturaleza para llenar la parte animal de nuestro destino, pero que hacen muy difícil el desenvolvimiento de la humanidad, se halla en esta segunda condición de la cultura una feliz tendencia de la naturaleza hacia un perfeccionamiento que nos hace capaces de fines más elevados que los que puede suministrar la naturaleza.No se pueden evitar los males que se extienden sobre nosotros desenvolviendo una multitud de insaciables pasiones, el perfeccionamiento del gusto llevado hasta la idealización, el lujo en las ciencias, este alimento de la vanidad; pero no se puede desatender el objeto de la naturaleza, que tiende siempre a separarnos más de la ru-deza y de la violencia de las inclinaciones (las inclinaciones al placer) que pertenecen en nosotros la animalidad y nos desvían de un más alto destino, a fin de dar lugar al desenvolvimiento de la humanidad.
Las bellas artes y las ciencias, que hacen los hombres, si no moralmente mejores, al menos civilizados, y dándoles placeres que todos pueden participar y comunicando, a la sociedad la urbanidad y la elegancia, dismi- nuyen mucho la tiranía de las inclinaciones físicas, y con esto preparan al hombre al ejercicio del dominio absoluto de la razón, mientras que al mismo tiempo en parte los males de que nos aflige la naturaleza, en parte el intratable egoísmo de los hombres, someten o ensayan las fuerzas del alma, los acrecientan y afirman, y nos hacen sentir esta aptitud para fines superiores que está oculta en nosotros117.117 Es difícil estimar el valor de la vida para nosotros, cuando se toma por medida el placer (el objeto natural de todas nuestras inclinaciones juntas, la dicha). Ella no cae bajo ningún respecto, porque ¿quién querría volver a comenzar en las mismas condiciones, o aun en las nuevas condiciones que escogiera él mismo (conformandose al curso de la naturaleza), pero que no tuviera otro objeto que el placer?
Hemos mostrado anteriormente qué valor recibe la vida de lo que contiene en sí misma cuando se conforma al objeto que la naturaleza nos propone, y de lo que consiste en la acción (y no solamente en el placer), pero nosotros no somos en esto más que § LXXXIII Del objeto final de la existencia del mundo, es decir, de la creación misma El objeto final es aquel que no supone ningún otro como condición de su posibilidad.Si para explicar la finalidad de la naturaleza, no se admite otro principio que su mecanismo, no se puede preguntar por qué existen las cosas que hay en el mundo; porque en este sistema idealista no se trata más que de la posibilidad física de las cosas (que no se podrían concebir medios para tan objeto final indeterminado. No queda, pues, más que el precio que nosotros mismos damos a nuestra vida, no solamente obrando, sino obrando libremente con independencia de la naturaleza, y a esta sola condición es como la existencia misma de la a naturaleza puede ser fin.
como fines sin disparatar), y sea que se atribuya esta forma de las cosas a la casualidad, sea que se atribuya a una pura necesidad, en los dos casos esta cuestión sería inútil.Mas si admitimos el enlace de los fines en el mundo co-mo real y como suponiendo una especie particular de causalidad, a saber, la de una causa intencional, no podemos reducirnos a esta cuestión: ¿por qué ciertos seres del mundo (los seres organizados) tienen tal o cual forma, y se hallan en tales o cuales relaciones con los demás seres de la naturaleza? Desde que una vez se ha concebido un entendimiento como la causa de la posibilidad de esta formas, como las hallamos realmente en las cosas, es imposible no investigar el principio objetivo que ha podido determinar esta causa inteligente a producir un efecto de esta especie, y este principio es el objeto final por el que estas cosas existen. He dicho más arriba que el objeto final no era un objeto que la naturaleza basta a determinar y alcanzar, puesto que es incondicional.
En efecto, nada hay en la naturaleza (considerada como cosa sensible), cuyo principio determinante no sea a su vez condicional, si se busca este principio en la naturaleza misma, y esto no es cierto solamente en la naturaleza exterior (material) sino también en la naturaleza interior (pensante), a no considerar en mí, bien entendido, más que lo que es naturaleza.Mas una cosa que debe ser necesariamente, en virtud de su naturaleza objetiva, el objeto final de una causa inteligente, debe ser tal, que en el orden de los fines no dependa de ninguna otra condición más que de su idea. Luego no hay más que una especie de seres en el mundo cuya causalidad sea teleológica, es decir, dirigida hacia los fines, y que al mismo tiempo se representen la ley, conforme a la cual han de determinarse aquellos, como incondicional e independiente de las condiciones de la naturaleza, como necesaria en sí.
Esta especie de seres la constituye el hombre, mas el hombre considerado como fenómeno; es el solo ser de la naturaleza en quien podemos reconocer, co-mo su carácter propio, una facultad suprasensible (la libertad), y aun la ley y el objeto que esta facultad puede proponerse como fin supremo (el soberano bien en el mundo).Considerando el hombre (así como todo ser racional en el mundo) como ser moral, no se puede preguntar, por qué (quem in finem) existe. Su existencia tiene en sí misma un fin supremo, y se puede someter a ella toda la naturaleza, en tanto que se halla en él, a menos que no pueda ceder a la influencia de la naturaleza, sin des-pojarse de ella.
Si, pues, todas las cosas del mundo, en tanto que seres condicionales, en cuanto a su existencia, exigen una causa suprema que obre conforme a fines, el hombre es el objeto final de la creación, de lo contrario, la cadena de los fines subordinados unos a otros, no tendría principio; y es solamente en el hombre, pero en el hombre considerado como sujeto de la moralidad, en quien se halla esta legislación incondicional, relativamente a los fines que le hacen sólo capaz de ser el objeto final, al cual toda la naturaleza debe hallarse teleológicamente subordinada118.118 Sería posible que la dicha de los seres racionales del mundo fuese un fin de la naturaleza, y entonces sería también su fin último; al menos no se puede ver a priori, por qué la naturaleza no persigue este objeto, pues que podría alcanzarlo por su mecanismo, en tanto al menos que podamos comprenderle.
Al contrario, una causalidad intencional, sometida a la moralidad, es absolutamente imposible por medio de causas naturales, porque el principio que lo determina a obrar es supra-sensible, y el solo, por consiguiente, que en el orden de los fines puede ser absolutamente incondicional, relativamente a la naturaleza, y dar al sujeto de esta causalidad el carácter de un objeto final de la creación, al cual toda la naturaleza se halla subordinada.Mas la dicha, como hemos probado en el párrafo precedente por el testimonio de la experiencia, no es ni aun un fin de la naturaleza, relativamente al hombre, que ella no le ha tratado mejor que a los demás animales, bajo este respecto, y es necesario que pueda ser el objeto final § LXXXIV De la teología física del la creación. Los hombres bien pueden hacer su último fin subjetivo, mas cuando yo investigo el objeto final de la creación, y pregunto por qué debe haber hombres, no se trata del fin supremo tal como lo exigiría la suprema razón para crear.
Si se contesta, es porque hubo seres, a los que ha podido hacer bien la causa suprema, se contraviene a la condición, a la cual la razón del hombre mismo somete su deseo más íntimo de la dicha, a saber, el acuerdo de la dicha con su propia legislación moral.Esto prueba que lo dicho no es más que un fin condicional, que así el hombre no puede ser objeto final de la creación más que como ser moral, y que en cuanto al estado mismo del hombre, la dicha no es más que una consecuencia sometida a esta condición, que se halle de acuerdo con el fin mismo de su existencia. La teología física119 es la tentativa, por la cual la razón, pretende deducir de los fines de la naturaleza (los cuales no pueden ser conocidos más que empíricamente) la causa suprema de la misma y los atributos de esta causa. La tentativa, por la cual la razón pretendiera el deducir del fin moral de los seres racionales de la naturaleza (fin que puede conocerse a priori) esta causa y sus atributos, constituiría la teología moral120. La primera precede naturalmente a la segunda.
Porque cuando queremos deducir teleológicamente de las cosas que hay en el mundo una causa del mismo, es necesario que la naturaleza nos haya presentado primero fines que nos conduzcan a buscar un fin último, y de este modo al principio de la causalidad de esta causa suprema.119 Phisicotheología. 120 Moraltheología. Eticotheología. El principio teleológico nos permite y nos ordena someter la naturaleza a nuestra investigación, sin inquietarnos por el principio de esta finalidad que encontramos en ciertas producciones de aquella. Mas si de esto se quiere sacar un concepto, no se obtiene otra luz que esta simple máxima del juicio reflexivo, a saber: que aun cuando no hallásemos en la naturaleza más que una sola producción organizada, nos sería imposible, conforme a la constitución de nuestra facultad de conocer, el suponer otro principio que el de una causa inteligente de la naturaleza misma (sea de toda la naturaleza, sea solamente de esta producción).
Luego este principio del juicio no nos hace dar un paso más en la explicación de las cosas y su origen, pero nos abre, sin embargo sobre la naturaleza una perspectiva que nos conducirá quizás a determinar mejor el concepto, tan estéril por otra parte, de un Ser supremo.Yo pretendo que la teleología física, tan lejos como se quiere llevar, no puede enseñarnos nada del objeto final de la creación, porque no toca esta cuestión. Puede muy bien justificar el concepto de una causa inteligente del mundo, si no se trata más que de un concepto puramente subjetivo o relativo a nuestra facultad de conocer, sobre la posibilidad de las cosas que podemos comprender por medio de ciertos fines, pero no determina bastante este concepto, ni bajo el punto de vista teórico, ni bajo el punto de vista práctico, y no llega al término de sus esfuerzos, que es el fundar una teología; sino que ella no es más que una teleología física.
En efecto, ella no considera y no debe considerar la relación de los fines más que como condicional o dependiente de la naturaleza, y por consiguiente, no puede haber cuestión acerca del fin por el cual la naturaleza misma existe (cuyo principio debe buscarse fuera de ella), y sin embargo es sobre la idea determinada, de este fin sobre la que descansa el concepto determinado de la causa suprema o inteligente del mundo, y por consiguiente, la posibilidad de una teología.
Cuál es la utilidad recíproca de una cosa en el mundo; en qué sirven a esta cosa los diversos elementos de ella; cómo estamos fundados para admitir que no hay nada inútil en el mundo, sino que todo es bueno para algo en la naturaleza, desde que se supone que ciertas cosas deben existir (como fines); todas estas cuestiones, en que nuestra facultad de pensar no halla en la razón otro principio, para explicar la posibilidad del objeto de sus juicios teleológicos necesarios, que el que consiste en subordinar el mecanismo de la naturaleza a la arquitectónica de una causa inteligente del mundo, las resuelve excelentemente el estudio teleológico del mundo con gran admiración nuestra.Mas como los datos, y por consiguiente los principios que sirven para determinar este concepto de una causa inteligente del mundo (como artista supremo son) puramente empíricos, no se pueden deducir otros atributos que los que la experien- cia nos revela para los mismos efectos de esta causa.
Luego la experiencia, no pudiendo jamás abrazar el sistema entero de la naturaleza, debe muchas veces (al menos en apariencia) contra-riar este concepto y suministrar argumentos contradictorios; y si, por otra parte, estuviésemos en estado de abrazar empíricamente todo el sistema de la naturaleza, no podríamos nunca elevarnos por medio de la misma hasta el fin de su misma existencia, y por aquí, hasta el concepto determinado de la suprema inteligencia.Si se aminora la cuestión, cuya solución se busca en la teología física esta solución parece fácil. En efecto; si se rebaja el concepto de la Divinidad hasta concebirle como cualquiera ser inteligente, como un ser que puede indiferentemente ser o no único, que tiene muchos y muy grandes atributos, pero que no tiene los que exige en general una naturaleza con el fin más grande posible, o si no se tiene escrúpulos en llenar, en una teoría por medio de adiciones arbitrarias, los vacíos que han dejado los argumentos, y que allí donde no hay el derecho de reconocer más que mucha perfección (y ¿qué es lo mucho para nosotros?
), nos creemos autorizados para suponer toda la perfección posible, entonces la teleología física puede aspirar al honor de fundar una teología.Mas si se nos pide el que mostremos lo que nos obliga y nos autoriza a hacer estas adiciones, buscaremos en vano nuestra justificación en los principios del uso teórico de la razón, porque exigen absolutamente que al explicar un objeto de la experiencia, no se le atribuyan más cualidades que las que se hallen como datos empíricos de su posibilidad. Un examen más detenido nos mostraría que no existe en nosotros a priori una idea de un Ser supremo que descanse sobre un procedimiento distinto de la razón (el procedimiento práctico), y que nos lleve a completar y elevar al rango de un concepto de la Divinidad la representación imperfecta que nos da del principio de los fines de la naturaleza la teleo- logía física, y entonces no caeríamos más en el error de creer que hemos obtenido esta idea, y con ella la teología, y todavía menos, que con esto hemos probado la realidad por medio del uso teórico de la razón, aplicado al conocimiento físico del mundo.
No se debe hacer tan gran reproche a los antiguos por haber concebido dioses muy diferentes entre sí por sus atributos y por sus designios, y haberlos encerrado todos en los límites de nuestra condición, sin siquiera exceptuar el primero de ellos.En efecto; al considerar la disposición y la marcha de las cosas de la naturaleza, se creerían suficientemente autorizados para admitir como causa de la naturaleza algo más que un puro mecanismo, y a sospechar, tras de las causas mecánicas de este mundo, designios de ciertas causas superiores, que no podían concebir más que como sobre humanas. Mas como veían que en el mundo, a los ojos de los hombres al menos, el mal se halla mezclado con el bien, el desorden con la armonía, y que no podían permitirse el invocar en favor de la idea arbitraria de una causa única y soberanamente perfecta, fines sagrados y benéficos cuya prueba no encontraban, casi no podían formar otro juicio sobre la causa suprema del mundo, y seguían en esto con mucha consecuencia, las máximas del uso teórico de la razón.
Otros queriendo ser teólogos, porque eran físicos, pensa-ron que satisfacerían a la razón, proponiendo, para llenar la condición que esta exige, a saber, la absoluta unidad del principio de la naturaleza de las cosas, la idea de un ser o de una sustancia única, de la cual todas las cosas en conjunto no fueran más que determinaciones.Según estos, este ser no sería la causa del mundo por su inteligencia, sino que contendría, en tanto que sustancia, toda la inteligencia de los seres del mundo. Por consiguiente, nada pro-duciría según fines, sino todas las cosas, en virtud de la unidad de la sustancia de que ellas serían puras modificaciones, deberían necesariamente concertarse entre sí en esta sustancia, aunque en ella no hubiese ni fin ni designio. Así es que introdujeron el idealismo de las causas finales: en lugar de esta unidad, tan difícil de explicar, de multitud de sustancias ligadas entre sí, conforme a fines y dependientes de la causalidad de una sustancia, admitieron una simple inherencia en una sustancia.
Este sistema, que muy pronto considerado respecto de los seres del mundo inherentes a esta sustancia, vino a constituir el panteísmo, y (más tarde) respecto de la materia única, el spinosismo, des-truía, más bien que resolverla, la cuestión del primer principio de la finalidad de la naturaleza, no viendo en este último concepto, al que quitaba toda su realidad, más que una falsa interpretación del concepto ontológico universal de un ser en general.Si, pues, nos limitamos a los principios teóricos de la razón (sobre los cuales solo se apoya la teología física), no llegaremos nunca a un concepto de la Divinidad, que baste para todas las cuestiones teleológicas que suscite la natura- leza. O bien, en efecto, tomaremos toda teleología por una pura ilusión de nuestra facultad de juzgar en los juicios que forma sobre la relación causal de las cosas, y nos limitaremos al principio del puro mecanismo de la naturaleza, explicando por medio de la unidad de la sustancia, cuya naturaleza no es más que la manifestación variada, esta apariencia de finalidad universal que en ella hallamos.
O bien, si no nos contentamos con este idealismo de causas finales, y queremos dejar relacionados con el realismo de esta especie de causalidad, podre-mos admitir indiferentemente para explicar los fines de la naturaleza muchos seres inteligentes o uno solo.En tanto que no podamos fundar el concepto de este ser más que sobre principios empíricos, sacados de la finalidad real de las cosas del mundo, nos será imposible de una parte hallar un remedio al desorden que nos muestra la naturaleza en muchos ejemplos, y por el cual parece violar la unidad de fines, y de otra parte, sacar de los principios un concep- to de una causa inteligente y única, suficientemente determinada por una teología útil, de cualquier especie que sea (teórica o práctica). La teleología física nos lleva ciertamente a buscar una teología, pero no puede producir ninguna, por lejos que vayamos en la investigación empírica de la naturaleza, aun cuando apeláramos a los medios de la relación final que en ella hallamos, ideas de la razón (las cuales en las cuestiones físicas deben ser teóricas).
Pero ¿a qué, se preguntará con razón, dar por principio a todas estas disposiciones un entendimiento que no podemos medir, y que arregla este mundo, según fines, si la naturaleza no nos dice, ni puede decirnos, nada de su objeto final?Porque si no conocemos este objeto, no podemos referir todos estos fines de la naturaleza a un punto común, y formar un principio teleológico que nos baste, sea para servir todos estos fines juntamente en un sistema, sea para hacernos de la inteligencia suprema, considerada como causa de una naturaleza semejante, un concepto que pueda servir de medida al juicio en su reflexión teleológica sobre esta naturaleza. Yo tendría entonces ciertamente una inteligencia artista121 para fines dispersos, pero no una sabiduría para un objeto final, y es, sin embargo, en este objeto final donde se debe buscar la razón determinante de esta inteligencia.
Luego sin este objeto final que la razón pu-ra puede solo indicar (puesto que todos los fines en el mundo se hallan sometidos a condiciones empíricas, y no pueden contener nada que sea absolutamente bueno, sino algo bueno para tal o cual objeto, por sí mismo contingente, y que me enseñara los atributos y el grado que debería concebir en la causa suprema, la relación que deba establecer entre ella y la naturaleza, para juzgar esta como un sistema teleológico, cómo y con qué derecho puedo yo extenderla a mi arbitrio y completarla hasta el punto de hacer de ella la idea de un ser infinito y todo 121 Kunstuerstand.sabio, este concepto tan limitado de una inteligencia primera, del poder y la voluntad que han de realizar sus ideas, etc., yo puedo fundarlo sobre mi débil conocimiento del mundo. Pa-ra que esto fuese teóricamente posible, sería necesario poseer la omnisciencia, a fin de satisfacer en su conjunto los fines de la naturaleza, y ser capaz además de concebir todos los demás planes posibles, en comparación de los cuales el plan actual debería juzgarse el mejor.
Porque sin este conocimiento completo del efecto, no se puede llegar a un concepto determinado de la causa suprema, la cual no debe buscarse más que en el de una inteligencia finita bajo todos respectos, es decir, en el de la Divinidad, y no puede dar un fundamento a la teología.Así, conforme al principio indicado anteriormente, cualquier extensión que tome la teleología física, debemos limitarnos a decir que en virtud de la constitución y de los principios de nuestra facultad de conocer, no podemos concebir la naturaleza en sus combinaciones, en donde no hallamos finalidad más que como la obra de una inteligencia, a la cual se halla subordinada. Mas en cuanto a saber si esta inteligencia ha concebido y producido el todo por un objeto final (que no residiría en la naturaleza del mundo sensible), es lo que la investigación teórica de la naturaleza no puede enseñarnos.
Cualquiera que sea el conocimiento que tengamos de la naturaleza, es imposible decidir si esta causa suprema la ha producido en vista de un objeto final, o si su inteligencia no ha sido determinada para la producción de ciertas formas por la sola necesidad de su naturaleza (de una manera análoga a la que llamamos en los animales un arte instintivo), sin que se le deba atribuir por esto la sabiduría, y con menor razón una sabiduría suprema y ligada a todos los otros atributos necesarios a la perfección de su obra.La teología física, que no es más que una mala aplicación de la teleología física, no es, pues, útil a la teología más que como prepara- ción (como propedéutica), y no es propia para este fin más que con el auxilio de un principio extraño, sobre el cual ella se apoya, y no por sí misma como su nombre parece indicar.
§ LXXXV De la teología moral La interferencia más ordinaria, al pensar en la existencia de las cosas del mundo y en la del mundo mismo, no puede por menos de juzgar que todos los diversos seres creados de los que se halla el mundo lleno, cualquiera que sea el arte que se halle en su constitución, cualquiera que sea su variedad, y cualquiera la finalidad que se descubra en su constitución general, y el conjunto mismo de tantos sistemas existiría en vano, si en él no hubiera hombres (seres racionales en general), es decir, que sin los hombres, toda la creación estaría de más, sería inútil y no tendría un objeto final.Luego no es en el hombre la facultad de conocer (la razón teórica) la que da un valor a todo lo que existe en el mundo, es decir, que el hombre no existe para que haya alguien que pueda contemplarlo. En efecto, si esta contemplación no nos representa más que cosas sin objeto final, el sólo hecho de ser conocida no puede dar al mundo ningún valor, y es necesario ya suponerle un objeto final que, por sí mismo se lo de a la consideración del mundo.
Tampoco buscaremos en el sentimiento del placer ni en la suma de placeres el objeto final de la creación: el bienestar, el placer (sea corporal o espiritual), la dicha, en una palabra, no contienen la medida de este valor absoluto.En efecto, de que el hombre, desde que existe, haga de la dicha su fin último, no se sigue, que sepamos, por qué existe en general, ni qué derecho tiene a hacer su existencia agradable. Es necesario que se considere ya como el fin último de la creación para tener una razón que necesite la armonía de la naturaleza con su di- cha, cuando la consideración teleológicamente como un todo absoluto.
Así la facultad de querer, no la que hace al hombre dependiente de la naturaleza (por los móviles de la sensibilidad), y que no da a su existencia otro valor que el que resulta de su capacidad para el placer, sino aquella por la cual puede darse un valor que proviene de sí mismo, y que consiste en lo que hace, en su manera de obrar y en los principios que le dirigen, no como miembro de la naturaleza, sino como agente libre, una buena voluntad, en una palabra: he aquí la sola cosa que puede dar a la existencia del hombre un valor absoluto, y a la del mundo un fin último.Los espíritus más vulgares, por poco que se llame su atención sobre esta cuestión, están contestes en afirmar que el hombre no puede ser el fin último de la creación, más que como ser moral. ¿De qué sirve, se dirá, que este hombre tenga tanto talento y actividad a la vez, que ejerza por este medio una influencia tan útil sobre la república, y que relativamente a sus propios intereses como a los de otro, tenga tan gran valor, si carece de una buena voluntad?